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El príncipe y el mendigo/XXVII

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XXVI
El príncipe y el mendigo
de Mark Twain
Capítulo XXVII
En la cárcel
XXVIII

Capítulo XXVII

Como todos los calabozos estaban ocupados, los dos amigos fueron encadenados en un gran aposento, donde se custodiaba a las personas acusadas de delitos de menor cuantía. Tenían compañía, porque había allí unos veinte presos, con esposas y grilletes, de uno y otro sexo y diversas edades, que formaban un grupo obsceno y ruidoso. El rey se lamentaba amargamente de la indignidad a que se veía sometida su realeza, pero Hendon estaba sombrío y taciturno, pues se hallaba del todo aturdido. Había llegado a su hogar como un hijo pródigo, jubiloso, con la esperanza de hallar a todo el mundo enloquecido de alegría por su retorno, y en vez de ello no encontraba más que indiferencia y una cárcel. La esperanza y la realidad eran tan distintas que su contraste abrumaba a Hendon, el cual no podía decir si era trágico o grotesco. Sentíase como un hombre que hubiera, danzado alegremente al aire libre en espera de un arco iris y se viera herido por el rayo.

Pero gradualmente sus confusos y trastornados pensamientos se fueron ordenando, –y entonces su mente se concentró en Edith. Recapacitó sobre su proceder, y la examinó a todas luces, mas no pudo sacar nada en claro de ella. ¿Le conocía o no le conocía? Éste era un enigma insoluble, que le preocupó largo rato; mas, al fin, llegó a la convicción de que la dama le conocía y le había negado por razones interesadas. Ahora quería Hendon llenar su nombre de maldiciones; pero el nombre había sido tanto tiempo sagrado para él, que no podía inducir a su lengua a profanarlo.

Envueltos en mantas de la cárcel, sucias y hechas jirones, Hendon y el rey pasaron una noche espantosa. Un carcelero sobornado había llevado bebidas a algunos presos, y el resultado natural de ello fue que éstos cantaron canciones obscenas, riñeron, gritaron y armaron un alboroto infernal. Al fin, poco después de medianoche, un hombre agredió a una mujer y casi la mató, golpeándole la cabeza con las esposas antes de que el alcaide pudiera acudir a salvarla. El alcaide restableció la paz propinando al preso una buena paliza, y entonces cesó el escándalo y pudieron dormir todos aquellos que no hacían caso de los ayes de los dos heridos.

En la semana siguiente, días y noches fueron de monótona igualdad en cuanto a acontecimientos. Hombres cuyos semblantes recordaba Hendon más o menos distintamente, llegaban de día a mirar al "impostor" y a repudiarle e insultarle, y por la noche los alborotos y las peleas proseguían con insufrible regularidad. No obstante, al fin se ofreció un nuevo episodio. El alcaide hizo entrar a un anciano y le dijo:

–El bellaco está en esa sala. Mira en torno y a ver si puedes conocer quién es.

Hendon levantó la vista y experimentó una sensación agradable por primera vez desde que estaba en la cárcel. Dijose "Éste es Blake Andrews, que fue toda la vida criado de la familia de mi padre. Es un alma honrada, un corazón fiel; es decir, lo era, porque ahora no hay ninguno que lo sea; todos son mentirosos. Ese hombre me conocerá..., y me negará, como todos los demás."

El viejo miró en torno de la sala, escrutando uno a uno todos los semblantes, y, finalmente, dijo:

–No veo aquí más que bribones desorejados, la hez de la calle. ¿Quién es él?

El alcaide rompió a reír.

–Ahí –dijo–. Mira a esa sabandija y dame tu razón.

Acercóse el viejo y miró de arriba abajo a Hendon; luego movió gravemente la cabeza y dijo

–Éste no es Hendon, ni lo ha sido nunca.

–Cierto. Tus viejos ojos son buenos todavía. Si yo fuera sir Hugo, agarraría a ese perillán y....

El alcaide acabó poniéndose de puntillas como si le levantase una cuerda imaginaria, y haciendo al mismo tiempo un ruido gutural, que remedaba al ahorcado. El viejo exclamó con rencoroso acento:

–Ya podrá bendecir a Dios si no le espera algo peor. Si yo tuviera que ajustarle cuentas, se veía tostado, a fe mía.

Estalló el alcaide en una carcajada de hiena y dijo:

–Puedes entendértelas con él, viejo, como hacen todos. Ya verás cómo te diviertes.

Salió el alcaide de la sala y desapareció. Entonces el anciano cayó de rodillas y cuchicheo:

–¡Loado sea Dios, que por fin habéis venido! ¡He estado siete años creyendo que habíais muerto, y ahora os veo vivo! Os he conocido en el momento de miraros, y mucho trabajo me ha costado conservarme impasible y fingir no ver aquí más que a un bribón de siete suelas y basura de la calle. Soy viejo y pobre, sir Miles, pero decid una palabra y saldré a proclamar la verdad, aunque me ahorquen por ello.

–No –contestó Hendon–, no lo harás. Te perderás tú y de poco servirías a mi causa. Pero te doy las gracias, porque me has devuelto mi perdida fe en el género humano.

El viejo criado resultó ser de gran provecho para Hendon y el rey, porque se presentaba varias veces al día para "insultar" al primero, y siempre metía de contrabando algunos manjares delicados, para compensar el rancho de la cárcel. También trajo las noticias que corrían por el lugar. Hendon reservó los manjares para el rey, pues sin ellos Su Majestad no habría sobrevivido, porque no le era posible comer la grosera, asquerosa comida repartida por el alcaide. Andrews tenía que circunscribirse a visitas cortas, para disipar las sospechas, pero en cada una de ellas se las arregló para dar hartos informes, en voz baja, entremezclados de adjetivos insultantes que decía en voz alta para que los demás los oyeran.

Así, poco a poco, supo Hendon la historia de su familia. Hacia unos seis años que Arturo había muerto. Esta pérdida, unida a la falta de noticias de Hendon, empeoró la salud del padre, el cual creyó que iba a entregar el alma y quiso ver a Hugo y Edith casados antes de su tránsito; pero Edith suplicó con todas sus fuerzas una demora, para esperar el regreso de Miles. De pronto llegó la carta con la noticia de la muerte del soldado. El golpe postró en cama a sir Ricardo, quien creyó que se acercaba su fin, y él y Hugo insistieron en el matrimonio. Edith suplicó y obtuvo un mes de respiro, y luego otro, y finalmente un tercero; mas por fin el matrimonio se celebró junto al lecho de muerte de sir Ricardo. No fue feliz. Decíase en la comarca que poco después de celebradas las nupcias la esposa halló entre los papeles de su marido varios bosquejos burdos é incompletos de la carta fatal, y le acusó de haber precipitado el matrimonio y al mismo tiempo la muerte de sir Ricardo con una villana falsificación. Todo el mundo decía de los pormenores de la crueldad del esposo para con Edith y las criados, pues desde la muerte de su padre, sir Hugo arrojó de sí todo disfraz de blandura, y se convirtió en un amo implacable para todos aquellos cuya vida, en cualquier modo, dependía de él y de sus dominios.

Una buena parte de las revelaciones de Andrews las escuchó el rey con vivo interés.

–Se dice que el rey está loco; pero por Dios no digas que te lo he confiado, porque aseguran que el hablar de ello se castiga con la muerte.

Miró Su Majestad al anciano y dijo:

–El rey no está loco, buen hombre, y te ha de ser provechoso pensar y hablar cosas que te conciernan más de cerca que esa charla sediciosa.

–¿Qué quiere decir ese chico? preguntó Andrews, sorprendido ante aquel vivo ataque inesperado.

Hendon le hizo una señal y el viejo no prosiguió su pregunta, sino que continuó con sus noticias.

–El difunto rey será enterrado en Windsor dentro de uno o dos días, el dieciséis de este mes, y el nuevo rey será coronado en Westminster el veinte.

–Me parece que primero necesitarán encontrarlo –dijo Su Majestad entre dientes, y añadió confiado–: Pero ya cuidarán de ello..., y también cuidaré yo.

–En nombre de...

Pero el viejo dejó de hablar, pues le contuvo un gesto admonitorio de Hendon, reanudando de esta suerte el hilo de sus informes :

–Sir Hugo va a la coronación, y con grandes esperanzas, pues, piensa volver hecho todo un par, ya que goza de gran favor con el Lord Protector.

–¿Qué Lord Protector? –preguntó Su Majestad.

—Su gracia el duque de Somerset.

–¿Qué duque de Somerset?

–No hay más que uno, a fe mía..., Seymour, conde de Hertford.

El rey preguntó con enojo:

–¿Desde cuándo es duque y Lord Protector?

–Desde el último de enero.

–¿Y quién lo ha nombrado tal?

–Él mismo y el gran Consejo..., con el beneplácito del rey.

–¿Del rey? –exclamó Su Majestad sobresaltándose vivamente–. ¿Qué rey?

–¿Qué rey, pregunta? (Dios santo, ¿qué tendrá este muchacho?) Puesto que no tenemos más que uno, no es difícil responder: Su sacratísima Majestad el rey Eduardo VI, que Dios guarde. Si, y que es un muchachillo muy hermoso y muy gracioso. Tanto si está loco como si no y dicen que va mejorando de día en día–, a todo el mundo se le oyen alabanzas de él, y todos lo bendicen, y rezan todos porque reine mucho tiempo en Inglaterra, porque ha empezado humanamente, salvando la vida del viejo duque de Norfolk, y ahora se propone abolir las leyes más crueles que ofenden y oprimen al pueblo.

Esta noticia dejó a Su Majestad mudo de asombro y le sumió en una meditación tan profunda y triste que no oyó nada más de la charla del viejo. Preguntábase si el hermoso muchachito sería el mendigo a quien dejó en palacio vestido con sus propias ropas. No le parecía esto posible, porque muy pronto sus maneras y su modo de hablar le harían traición si pretendía ser el Príncipe de Gales, y en seguida le echarían de palacio para buscar al verdadero príncipe. ¿Sería posible que la corte hubiera puesto en su lugar a un retoño de la nobleza? No, porque su tío no lo habría consentido. Su tío era omnipotente, y podría y querría ahogar semejante movimiento. Sus pensamientos no le sirvieron de nada, pues cuanto más trataba de adivinar el misterio, más perplejo se sentía, más le dolía la cabeza y más intranquilo era su sueño. Su impaciencia por llegar a Londres aumentaba de hora en hora, y su cautiverio se le hizo casi insoportable.

Las artes de Hendon fracasaron con el rey, que no dejábase consolar; mas lo consiguieron mejor dos mujeres que estaban encadenadas cerca de él, con cuyas tiernas palabras y solicitud halló Eduardo sosiego, dándole un tanto de paciencia. Sentíase muy agradecido y llegó a quererlas mucho y a deleitarse con el suave y dulce influjo de su presencia. Preguntóles por qué estaban en la cárcel, y cuando le dijeron que por anabaptistas,[1] el rey sonrió y preguntó:

–¿Es ése un delito para que le encierren a uno en la cárcel? Ahora me da dolor saber que voy a perderos, porque no os tendrán encerradas mucho tiempo por una cosa tan leve.

Las mujeres no contestaron, pero algo en sus rostros inquietó al rey, y preguntóles con vehemencia:

–¿No habláis? Sed buenas conmigo y decidme: ¿No habrá otro castigo, verdad? Decidme si no existe algún temor de eso.

Trataron de cambiar de conversación las mujeres, pero los temores del rey se habían despertado, obligándole a seguir:

–¿Os azotarán? No, no serán tan crueles. Decid que no. ¿No os azotarán, verdad?

Las mujeres revelaron entre compasión y pena; pero como no había manera de esquivar la respuesta, dijo una de ellas, con voz desgarrada por la emoción:

–¡Oh! Nos destrozas el corazón, alma cándida. Dios nos ayudará a soportar nuestro...

–¡Es una confesión! Entonces os van a azotar los crueles verdugos. ¡Oh! Pero no lloren, que no puedo sufrirlo. Conserven el valor. Yo recobraré mi calidad a tiempo de salvarlas de tan amargo paso, y no duden que he de hacerlo.

Cuando despertó el rey a la mañana siguiente las mujeres habían desaparecido.

–Se han salvado –exclamó alegremente; pero añadió con tristeza–: Mas, ¡ay de mí!, ellas eran las que me consolaban.

Cada una de las mujeres presas había dejado un pedazo de cinta prendida de las ropas de Eduardo, señal de recuerdo. El niño se dijo que las conservaría siempre, y que no tardaría en buscar a aquellas buenas amigas para tomarlas bajo su protección.

En aquel momento volvió el alcaide con algunos de sus subalternos, y ordenó que los presos fueran conducidos al patio de la cárcel. El rey se puso muy alegre, porque era una cosa magnífica volver a ver el azul del cielo y respirar una vez más el aire fresco. Se impacientó y refunfuñó por la lentitud de los funcionarios, pero al fin le llegó la vez y se vio liberado de sus cadenas, con la orden de seguir a Hendon y a los otros presos.

El patio, descubierto, era un cuadrado pavimentado de piedra. Los presos entraron en él por una maciza arcada de mampostería, y fueron colocados en fila, en pie y de espalda a la pared. Tendieron una cuerda delante de ellos, y además los custodiaban los carceleros. Era una mañana fría y desapacible, y un poco de nieve, que había caído durante la noche, blanqueaba el gran recinto vacío y aumentaba la tristeza general de su aspecto. De cuando en cuando un viento invernal soplaba y hacía girar pequeños remolinos de nieve.

En el centro del patio se hallaban dos mujeres atadas a sendos postes. Una mirada bastó al rey para ver que eran sus buenas amigas. Eduardo se estremeció y se dijo:

¡Ay! No han sido libertadas, como yo creía. ¡Pensar que unas mujeres como ésas conozcan el látigo en Inglaterra! Ésa es la mayor vergüenza; que no sea en país de paganos, sino en la cristiana Inglaterra. Las azotarán, y yo, a quien han consolado y tratado con bondad, tendré que presenciar cómo se les infiere tamaña ofensa. Es extraño que yo, que soy la misma fuente del poder en este extenso reino, me vea impotente para protegerlas, pero bien pueden ahora recrearse esos sayones, porque día vendrá en que yo les pida estrecha cuenta de este proceder. Por cada golpe que den ahora recibirán después ciento.

Abrióse una gran verja y entró una muchedumbre, que se agrupó en torno de las dos mujeres, ocultándolas a la vista del rey. Entró un clérigo y cruzó por entre la muchedumbre hasta perderse de vista. Eduardo oyó después preguntas y respuestas, mas no pudo comprender qué es lo que se decía. Luego hubo mucho alboroto de preparativos y de idas y venidas de los funcionarios por la parte de la muchedumbre que se hallaba al otro lado de donde estaban las mujeres, y mientras tanto un prolongado siseo imponiendo silencio a la gente. De pronto, a una orden, la multitud se separó a ambos lados y el rey vio un espectáculo que le heló la sangre en las venas. Habían apilado haces de leña en torno de las dos mujeres, y unos hombres arrodillados los estaban encendiendo.

Las mujeres tenían la cabeza inclinada y con las manos se cubrían el rostro. Las amarillas llamas comenzaron a trepar por entre la crepitante leña, y unos como nimbos de humo azul subieron a disolverse en el viento. En el momento en que el clérigo alzaba las manos y empezaba sus preces, dos niñas llegaron corriendo, y lanzando agudos gritos se abalanzaron sobre las mujeres atadas a los postes. Al instante las arrancaron de allí, y a una de ellas, la sujetaron con fuerza; pero la otra logró desasirse gritando que quería morir con su madre, y antes de que pudieran detenerla volvió a echar los brazos al cuello de una de las mujeres. Al instante la arrancaron otra vez de allí con los vestidos en llamas. Dos o tres hombres la sostuvieron, y la parte de sus ropas que ardía fue rasgada y arrojada a un lado, mientras la niña pugnaba por libertarse, sin cesar de exclamar que quedaría sola en el mundo y de rogar que le dejaran morir con su madre. Ambas niñas gritaban sin cesar y luchaban por libertarse, pero de pronto este tumulto fue ahogado por una serie de desgarradores gritos de mortal agonía. El rey miró a las frenéticas niñas y a los postes, y luego apartó la vista y ocultó el rostro lívido contra la pared, para no ver más.

–Lo que he visto en este breve momento –se dijo– no desaparecerá de mi memoria, en la que vivirá siempre. Lo veré todos los días y soñaré con ello todas las noches hasta que muera. ¡Ojalá hubiera sido ciego!

Hendon, que no cesaba de observar al rey, se dijo satisfecho:

–Su locura mejora. Ha cambiado, y su carácter es más dulce. Si hubiera seguido su manía, habría llenado de injurias a esos lacayos, diciendo que era el rey y ordenandoles que dejaran libres a las mujeres. Pronto su ilusión se desvanecera y quedará olvidada y su mente estará sana otra vez. ¡Quiera Dios apresurar ese momento!

Aquel mismo día entraron varios presos para pasar la noche; eran conducidos, con su custodia, a diversos lugares del reino para cumplir el castigo de crímenes cometídos. El rey habló con ellos, pues desde el principio se había propuesto enterarse y aprender para su regio oficio, interrogando a los presos cada vez que se le presentaba una oportunidad. La relación de sus desgracias desgarró el corazón del niño. Había allí una pobre mujer, medio demente, que, en castigo por haber robado una o dos varas de paño a un tejedor, iba a ser ahorcada. Un hombre, acusado de robar un caballo, dijo a Eduardo que la prueba había sido negativa y ya se imaginaba estar libre del verdugo; pero no. Apenas estuvo en la calle, cuando fue preso otra vez por haber matado un ciervo en el parque del rey. Se le probó el hecho, y estaba condenado a galeras. Había también un aprendiz de comerciante cuyo caso afectó en lo vivo a Eduardo. Díjole aquel mozo que cierta, noche había encontrado un halcón, escapado de las manos de su dueño, y se lo llevó a su casa, imaginándose con derecho a él; pero el tribunal le declaró convicto de haberlo robado y lo sentenció a muerte.

El rey estaba furioso con esta falta de humanidad y compasión, y quería que Hendon se escapara de la cárcel y huyera con él a Westminster, para poder subir a su trono y blandir su cetro, movido por la compasión hacia aquellos desdichados, para salvar su vida.

¡Pobre niño! –suspiró Hendon–. Estos terribles acontecimientos han hecho que se recrudezca su locura: ¡Ay! A no ser por ese desdichado suceso, se habría puesto bueno en poco tiempo.

Entre los presos había un hombre de leyes, viejo, de rostro severo e intrépido. Tres años atrás había escrito un libelo contra el lord canciller, acusándole de prevaricación, y por él le habían castigado con la pérdida de ambas orejas en la picota, ser expulsado de su profesión, y además multa de tres mil libras. Más tarde reincidió en el mismo delito, y por ello estaba ahora condenado a perder lo que le quedaba de las orejas, a pagar una multa de cinco mil libras, a ser marcado por el hierro en ambas mejillas, y a permanecer para siempre en las cárceles.

–Éstas son cicatrices honrosas – le dijo, apartando el pelo cano y mostrándole los mutilados restos de lo que habían sido sus orejas.

Los ojos del rey ardieron de cólera.

–Nadie cree en mí –dijo–, ni tú creerás tampoco; pero no me importa. Antes de un mes estarás libre. Las leyes que te han deshonrado y han deshonrado el nombre de Inglaterra desaparecerán del libro de los Estatutos. El mundo está mal constituido. Los reyes tienen que ir a la escuela de sus propias leyes para adquirir el sentimiento de la caridad.[2]

Notas

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  1. El movimiento Baptista nació en Inglaterra en el siglo XVII. Como los anabaptistas (que tuvieron su origen en Suiza), creían en el bautismo a edad adulta (es decir, con pleno uso de razón) y no en la infancia. Esto, unido a la demanda de radicales cambios religiosos y sociales, fué el origen de su persecución.
  2. En muchos géneros de robos la ley expresamente suprimió la inmunidad del clero: Robar un caballo, un halcón o una tela de lana del tejedor era motivo para ser colgado. También el matar un venado en los bosques del rey, o el exportar ovejas del reino. lbid., p. 13.

    William Prynne, un letrado jurista, fue sentenciado (mucho después del reinado de Eduardo VI) a perder las dos orejas en el cepo, a no ejercer su profesión, a una multa por 3 000 libras y a prisión perpetua. Tres años más tarde incurrió en un nuevo delito al publicar un panfleto contra la jerarquía. De nuevo se le procesó y fue sentenciado a perder lo que quedaba de sus orejas, a pagar una multa de 5 000 libras, a ser marcado en ambas mejillas con las letras S. L. (sedicioso libelista), y a permanecer encarcelado de por vida. La severidad de esta sentencia fue igualada por el salvaje rigor de su ejecución. Ibid., p. 12.