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El premio del bien hablar/Acto I

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Elenco
El premio del bien hablar
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

Salen LEONARDA, dama, y RUFINA.
LEONARDA:

  ¿Doblaste el manto?

RUFINA:

Ya vengo
de quitarte ese cuidado.

LEONARDA:

¿Dijiste, Rufina, a Hurtado,
que a la tarde salir tengo?

RUFINA:

Ya, señora, le prevengo
de que has de ver a doña Ana.

LEONARDA:

¡Qué de juventud liviana
que nos esperaba enfrente!

RUFINA:

Servir pudiera de puente
desde Sevilla a Triana.
  Mas, si en toda la ciudad
no hay tu talle, ¿qué te admira?

LEONARDA:

Mas presumo yo que mira
del oro la cantidad:
«Dineros son calidad»,
dijo el cordobés Lucano;
porque esto de padre indiano
mueve más la juventud;
que a la nobleza y virtud
pocos estienden la mano.
  ¿No estaba don Pedro allí,
aquel mi gran pretendiente?

RUFINA:

Aquel necio maldiciente
de su hermano, entre ellos vi.

LEONARDA:

¡Lo que hablaría de mí
toda aquella mocedad,
con su necia libertad!

RUFINA:

Allí estaba un caballero,
al parecer forastero,
con más seso y gravedad.

LEONARDA:

  En ninguno reparé,
por si estaba allí mi hermano.

RUFINA:

No estaba allí Feliciano,
que uno a uno los miré.
Pero el forastero fue
quien me pareció mejor.

(Dentro, ruido.)
LEONARDA:

Parece que oigo rumor,
y cerca de nuestra casa.

RUFINA:

¿Cómo esto en Sevilla pasa?
Abre ese balcón, Leonor.

(Entren, las espadas desnudas y las capas revueltas, DON JUAN DE CASTRO y MARTÍN, su criado.)
DON JUAN:

  Entra, y donde quiera sea.

LEONARDA:

¡Jesús!

DON JUAN:

No os alborotéis.

RUFINA:

¿Cómo no?, ¿qué pretendéis?

LEONARDA:

¿Quién habrá que aquesto crea?
  ¿Hasta mi estrado os entráis?
¡Hola!

DON JUAN:

Si en venir huyendo
de la justicia os ofendo,
vuestro respeto agraviáis.
  Casa tan noble me ha dado
licencia, y no me engañé,
pues donde un ángel hallé,
¿quién duda que fue sagrado?
  Mandad que cierren la puerta.

LEONARDA:

Rufina, corre.

RUFINA:

Yo voy.

(Vase.)
LEONARDA:

Menos alterada estoy,
que estuve, de veros, muerta.
  No cierren la de la calle,
porque será dar sospecha.

DON JUAN:

Que no fue cosa mal hecha
os dice mi traje y talle.

MARTÍN:

  Señora, si solo fuera,
quien de esta manera entrara,
no es mucho que os espantara
y mala sospecha os diera;
  pero don Juan, mi señor,
abona el haber pisado
las barandas del estrado
de vuestro heroico valor.
  Amparadle, pues oísteis
que su imagen os llamó.

(Sale RUFINA.)
RUFINA:

Ya la gente que os siguió
no sabe por dónde fuisteis.
  Toda, en efeto, se fue,
y la calle está segura.

DON JUAN:

A tal templo de hermosura,
buscando amparo, llegué.
  Yo soy, gallarda señora
(como ya os lo dice el traje),
forastero de Sevilla,
corona de las ciudades,
que en España, en toda Europa
gobierna el Rey, que Dios guarde;
que, como naturaleza,
es de todos patria y madre.
Nací en Madrid, aunque son
en Galicia los solares
de mi nacimiento noble,
de mis abuelos y padres.
Para noble nacimiento
hay en España tres partes:
Galicia, Vizcaya, Asturias;
o ya montañas se llamen.
Qué turbado estoy, pues digo,
en ocasión semejante,
cosas que os importan poco.

DON JUAN:

No os espantéis, perdonadme,
que por Dios, que no me turban
pendencias ni enemistades;
el templo sí, y en su altar,
la belleza de su imagen.
¿Qué os importa a vós saber
que descienda de la sangre
del conde de Andrada y Lemos,
y que la causa dilate
de la presente desdicha,
que os ha obligado a escucharme
en vuestro mismo aposento,
donde el sol fuera arrogante?
Sabed que vine a Sevilla
huyendo (mirad qué alarde
de fortuna), porque a un hombre
castigué la lengua infame.
Hablaba mal de mujeres;
y yo, que he dado en preciarme
de defenderlas, no puede
sufrir que tan mal hablase.
Pasarme quise a las Indias,
que dos heridas mortales
ya le tendrán bien seguro,
que mal de mujeres hable.

DON JUAN:

Llegué a Sevilla, y la flota,
como veis, aun no se parte;
entretanto, me entretienen
caballeros y amistades.
Hoy vine a la Madalena,
y como algunos hallase
a la puerta, me detuve;
que ellos gustaron de honrarme.
No salió mujer de misa,
a quien un don Diego, un áspid,
helado para gracioso,
para hablador, ignorante,
no infamase en las costumbres,
no desluciese en el talle,
no afease en la hermosura,
no descubriese el amante.
Palabra no les decía
que el alma no me pasase;
que cuando se habla en corrillos,
no es afrenta que se hace
al ausente, que no la oye,
sino a los que están delante;
porque es tenerlos por hombres
que gustan de infamias tales,
y hablar mal de los ausentes,
afrenta los hombres graves.

DON JUAN:

Salió una señora indiana
con dueña escudero y pase,
y en viéndolo, se tapó,
dejando caer la margen
del manto al pecho, en lo negro
luciendo cinco cristales.
Como cuando el sol hermoso
por nubes opuestas sale,
así de sus ojos bellos,
luz por las puntas de Flandes.
Pero no templó su lengua,
que luego dijo: «¡Que trate
mi hermano por interés,
con esta indiana casarse!
Que, ¡vive Dios!, que me han dicho
que vendió en Indias su padre
carbón o yerro, que agora
se ha convertido en diamantes.
Que, puesto que es vizcaíno,
para el toldo que esta trae,
son muy bajos sus principios.
¡Mal hayan indias y mares!

DON JUAN:

Yo, no podiendo sufrir
palabras tan desiguales
al valor de un caballero,
dije: «Vuesa merced hable
como quien es, que desdice
de las palabras el traje;
que es honrar a las mujeres
deuda a que obligados nacen
todos los hombres de bien,
por el primer hospedaje
que de nueve meses deben,
y es razón que se les pague.
Que, puesto que son las lenguas
espadas, para templarse
quiso Dios que las pusiesen
en los pechos de sus madres.»
«¿Quién le mete en eso a él,
no conociendo las partes?»,
respondió, descolorido.
Yo dije: «El ver que la infamen
sin dar ocasión, y el ser
hombre, que basta a obligarme,
cuando no naciera noble».
Replicó: «Pues, oiga y calle,
si no sabe quién soy yo,
y que no es bien que se case
mi hermano desigualmente.»

DON JUAN:

Respondí yo: «Los que saben
que en Vizcaya a los más nobles
se les permite que traten,
con hábitos en los pechos,
no dicen razones tales;
y, sin conocerla, digo
que el ser mujer es bastante
nobleza, y que no es honrado
quien no las honra.» «¡Dejadme!
 (dijo entonces). Mataré
este necio, si es su amante!»
Repliqué: «No la conozco,
pero lo que digo baste
para hablar en su defensa.
Saca la espada, cobarde,
que donde palabras sobran,
temo que las obras falten.
¡Saca la espada!, ¿qué esperas,
pues no te detiene nadie?»
Pero, ¡vive Dios!, que apenas
las dos se vieron iguales,
cuando pienso que la indiana
vino en forma de algún ángel
y le derribó en el suelo,
sin que a tenerle bastasen
cuantas espadas y amigos
pretendieron ayudarle.

DON JUAN:

No espere mejor suceso
la lengua que las infame,
ni menos que vida y honra
quien las defienda y alabe.
Con esto quise tomar
la iglesia para librarme,
y, por la confusa gente,
tomé diferente calle.
Al revolver de la esquina,
vi estas casas principales,
juzgué por ellas el dueño,
es imposible engañarme.
Traigo una hermana conmigo,
a quien doy tantos pesares,
que este postrero, señora,
temo que la vida acabe;
esto solamente siento.
Hasta que la noche baje,
os suplico permitáis
que en vuestra casa me ampare
para partirme a Sanlúcar,
donde a las Indias me embarque,
si podrán llevar el peso
de mis desdichas sus naves.

DON JUAN:

Que tan justa obligación
hará que el alma os consagre
la tabla de este milagro,
que con letras de oro en jaspe,
diga que pudo, en Sevilla,
don Juan de Castro librarse,
con doña Ángela, su hermana,
de dos peligros tan grandes.
Y porque vea el pintor,
cuando la tabla señale,
cómo ha de poner la historia,
y pues sois la hermosa imagen,
ya me pongo de rodillas
para que así me retrate.
Que quien defiende a mujeres,
bien es que piedad alcance.

LEONARDA:

  La ocasión en que os halláis
no da lugar a respuesta;
vuestro valor manifiesta
lo que hacéis y lo que habláis.
Esa mujer que obligáis,
yo soy, y palabra os doy
que mintió, porque yo soy
nieta de tan noble abuelo,
que, por bien nacida, al cielo
siempre agradecida estoy.
  Es de mi padre el solar,
el más noble de Vizcaya;
que a las Indias venga o vaya,
¿qué honor le puede quitar?
Si le ha enriquecido el mar,
no implica ser caballero.
Quiso honrar ese escudero
mi padre; mas no podrá,
que esa espada es lengua ya
con que digo que no quiero.
  Eso de hierro y carbón
es lenguaje maldiciente;
pero yo quiero, aunque miente,
tener en esta ocasión
ese trato y opinión,
para que cuando le halle
en aquella misma calle,
me sirva el hierro, en su mengua,
para cortalle la lengua,
y el carbón, para quemalle.
  Pienso que viene mi hermano.
Rufina, escóndele presto.

DON JUAN:

¡Bien haya el cielo, que ha puesto
mi remedio en vuestra mano!

MARTÍN:

Rufina, color indiano,
¿no hay bodega o palomar?

RUFINA:

El pajar te quiero dar,
y a tu amo, mi aposento.

MARTÍN:

¿Si comen, no habrá sustento?

RUFINA:

¿Ya no te llevo al pajar?

(Llévalos.)
(Salen FELICIANO, DON PEDRO y CARRILLO.)
FELICIANO:

  Esto se ha de hacer así,
no hay sino armarnos de presto.

LEONARDA:

¿Dónde vas tan descompuesto?

DON PEDRO:

¿Sabes mi desdicha?

LEONARDA:

Sí.

DON PEDRO:

  ¡Ay, Leonarda!, que espirando
queda mi hermano don Diego.

LEONARDA:

Quien tan locamente ciego
vivió siempre murmurando,
  ¿qué mucho que muera así?

FELICIANO:

¡Qué buen modo de consuelo!
Vamos de aquí.

DON PEDRO:

Sabe el cielo
que reprehensiones le di;
  mas era hermano mayor,
no me tocaba el castigo.

FELICIANO:

Yo soy de don Pedro amigo,
y tuve a don Diego amor.
  Si hablaba mal, solo fue
de ruin gente, que la honrada
siempre fue dél respetada.

LEONARDA:

¿Eso dices?

FELICIANO:

Esto sé,
  y vive Dios, que si esconde
la tierra este forastero,
que le he de matar.

DON PEDRO:

No espero,
que habemos de saber dónde;
  que es Sevilla confusión.
Y si en monasterio está,
¿quién, Feliciano, podrá
matarle en esta ocasión?
  Lo mejor será enviar
a Sanlúcar dos soldados
para matarle pagados;
porque éste se ha de embarcar,
  y no podrá conocellos.

FELICIANO:

Vámosle a buscar agora,
que es lo que importa.

DON PEDRO:

Señora,
pensé que esos ojos bellos
  enterneciera la muerte
de don Diego, y tan airados
los hallo, que mis cuidados
crecen con rigor más fuerte;
  que, por doblar mis enojos,
como a mi hermano un traidor,
me matan con más rigor
la espada de vuestros ojos.
  Que, si no estáis ofendida...

FELICIANO:

¿De qué os aflige mi hermana?
¡No ha de amanecer mañana
este villano con vida!

(Vase.)
(Sale DON ANTONIO, padre de LEONARDA.)
DON ANTONIO:

  ¿Dónde va tu hermano así?

LEONARDA:

Allá con sus amistades,
a ejecutar necedades
que te den cuidado a ti.

DON ANTONIO:

  Dicen que ha herido a don Diego
un forastero, don Juan.

LEONARDA:

Los dos a buscarle van,
uno necio, y otro ciego.

DON ANTONIO:

  ¿Pues que quiere Feliciano
acabar mi vida ansí?

LEONARDA:

Este don Pedro, que aquí
trujo, a mi pesar, mi hermano,
  queriendo que su mujer,
como se lo ha dicho, sea,
en estas cosas se emplea.

DON ANTONIO:

Algo le ha de suceder.
  Siempre los malos sucesos
vienen por malos amigos,
no tiene un padre enemigos
como los hijos traviesos.
  Matarán este don Juan,
¿quién lo duda? Es forastero.

LEONARDA:

Es valiente caballero,
tendrá amigos, no podrán.
  La causa de la cuestión
fue decir mal de mujeres,
don Diego; pues ¿cómo quieres
que le ayude la razón?

DON ANTONIO:

  ¿Luego el don Juan defendía
las mujeres?

LEONARDA:

Sí, señor.

DON ANTONIO:

Ese hombre tiene valor.
No hay cosa, Leonarda mía,
  más digna de un hombre honrado;
Ser quien le mató quisiera;
así en las venas me altera
el humor del tiempo helado.
  Si supiera dónde estaba,
favor le diera, y dinero.
Propia acción de caballero.
¿Quién lo bien hecho no alaba?
  Voy a buscar a tu hermano,
que es loco y rico.

(Vase.)
(Sale RUFINA.)
RUFINA:

Ya quedan
a donde hallarlos no puedan.

LEONARDA:

Solo temo a Feliciano.
  ¿Dónde pusiste el criado?

RUFINA:

Martín (que aqueste es su nombre)
queda, por más tordo que hombre,
en el pajar enjaulado.
  Pienso que ha de cantar bien;
porque aun a penas entró,
cuando de comer pidió.

LEONARDA:

Haz que de comer le den,
  que yo haré con gran secreto
la comida de don Juan.

RUFINA:

Lástima los dos me dan.

LEONARDA:

El caballero es discreto;
  y que me ha puesto, Rufina,
en notable obligación.

RUFINA:

Por ella obliga a afición,
y por la persona inclina.
  Pidiome un libro.

LEONARDA:

Hasme dado,
Rufina, grande contento;
hoy sabrá mi nacimiento;
que tú, sin mostrar cuidado,
  le darás mi ejecutoria,
diciendo que aquí la hallaste
en un cofre mío.

RUFINA:

Pensaste
[una sutil vanagloria]

LEONARDA:

  Quiero que sepa que tengo
sangre de un señor de España.

RUFINA:

Si la vista no me engaña,
a pensar que quieres vengo
  ser con él más que piadosa.

LEONARDA:

¿No te parece que fuera
quien a don Juan mereciera?

RUFINA:

Di lo demás.

LEONARDA:

Venturosa,
  sin temer tormenta o calma.
Porque el bien hablar, Rufina,
es una señal divina
de la nobleza del alma.

(Vanse.)
(Sale DOÑA ANGELA, dama, y RAMIRO, huésped.)
DOÑA ÁNGELA:

  No sé cómo he de tener
paciencia en tan mal suceso,
que, si no es perder el seso,
no me queda qué perder.

HUÉSPED:

¿No pudiera suceder
el matar a vuestro hermano?
Que fuistes dichosa, es llano,
que en dos males es error
no agradecer el menor,
y quejarse al cielo en vano.

DOÑA ÁNGELA:

  Conozco que mayor mal,
huésped, suceder pudiera;
que esto no me sucediera,
fuera a mi inocencia igual.
¿Una mujer principal,
en tierra estraña, os admira
que sin amparo se mira?

HUÉSPED:

No, me admira que os engaña
llamar esta tierra estraña.

DOÑA ÁNGELA:

¿A qué mi remedio aspira?

HUÉSPED:

  En Sevilla estáis, no estáis
en algún monte desierto.
¡Ay del que cerca del puerto,
si ya no es muerto, miráis!
En mi casa no temáis
necesidad, ni violencia.

(Dentro, FELICIANO y DON PEDRO, y CARRILLO.)
FELICIANO:

¿Quién ha de hacer resistencia
a donde hay tanta razón?

HUÉSPED:

Estos, los parientes son.

DOÑA ÁNGELA:

Defienda Dios mi inocencia.

(Salen.)
FELICIANO:

  ¿Posaba don Juan de Castro,
huésped, en aquesta casa?

HUÉSPED:

Aquí posaba, señor,
que a mí me pesa en el alma.

FELICIANO:

¿Tiene aquí ropa o criados?

HUÉSPED:

No tiene más de esta dama.

FELICIANO:

¿Es acaso criada suya?

DON PEDRO:

¿Es su amiga o es su hermana?

DOÑA ÁNGELA:

Hermana por sangre soy,
de buena sangre heredada,
que os suplico respetéis,
y amiga porque se llama
la amistad que es verdadera
parentesco de las almas.
No fue por mí la cuestión,
ni he sido parte ni causa
de vuestro disgusto y pena,
aunque la mayor me alcanza.
Los hombres, al fin, son hombres,
por mayores males pasan.
¡Ay de las pobres mujeres
que los hombres desamparan!
Aquí sí que es el dolor,
y más cuanto más honradas,
porque es el mayor peligro
el honor a quien le guarda.
Yo soy la muerta, yo sola
a quien destruyen y matan;
yo, triste, que aun el valor
en tal desdicha me falta,
entre vuestras armas sola,
mujer entre mil espadas;
dadme, señores, la muerte,
yo me confieso culpada;
que son sangre las desdichas,
y de deudo a deudo pasan.
Mi fortuna dio los filos,
y le sacó de la vaina
el acero de esta herida.
¿Qué aguardáis? ¡Tomad venganza!

DON PEDRO:

¿Qué os parece de este llanto?
Vive Dios, si no mirara.

FELICIANO:

Callad, don Pedro, por Dios,
que es bajeza esa palabra.
De lo que don Juan ha hecho,
¿qué culpa tiene su hermana?
¿Esta moza está en las tierras,
donde, con violentas armas,
por una ofensa, un linaje,
mujeres y amigos matan?
Aunque esta señora fuera
culpada en esta desgracia,
¿no pudieran detener
la más violenta arrogancia
dos perlas de aquellos ojos?

DON PEDRO:

¡Buen amigo! ¡Linda traza
de vengar un muerto hermano!
Ven Carrillo, que si aguarda
mi agravio tiernos requiebros,
locas son mis esperanzas.

CARRILLO:

Vamos por toda Sevilla,
déjale, que es una mandria.
Yo apostaré que a estas horas
le está ofreciendo su casa.
Vamos por los monasterios,
que, por la tribuna santa,
que aunque esté en el refitorio,
le he de dar cuatro mohadas.

(Vanse los dos.)
FELICIANO:

Señora, no tengáis pena,
que aunque es bastante la causa,
por amigo de don Pedro
acompañé su venganza.
Que entré soberbio os confieso,
y, en viendo ese talle y cara,
amainé todas las velas.
Tengo sangre de Vizcaya;
lo que dijere una vez
será firme y sin mudanza.
Dadme licencia que os vea,
y en esta ocasión os valga;
que vive Dios de poner
un millón que hay en mi casa
por vuestro servicio, y luego
honor, sangre, vida y alma.

DOÑA ÁNGELA:

El cielo os pague el consuelo.

FELICIANO:

¿Vuestro nombre?

DOÑA ÁNGELA:

Ángela.

FELICIANO:

Basta.
No se engañó quien le puso.
¿Huésped?

HUÉSPED:

Señor.

FELICIANO:

Dos palabras:
Con estos cincuenta escudos
regalaréis esta dama
mientras que vuelvo a Sevilla.

HUÉSPED:

¿Cuándo volveréis?

FELICIANO:

Mañana.

(Vase.)
HUÉSPED:

Cincuenta escudos me dio.

DOÑA ÁNGELA:

Término de gente hidalga.

HUÉSPED:

Pesia tal, es rico y noble,
puede comprar a Triana.
Una hermana tiene hermosa,
para quien su padre guarda
cien mil ducados de dote.

DOÑA ÁNGELA:

La fortuna, mi madrastra
ha guardado para mí,
cien mil penas y desgracias.

(Vanse.)
(Salen DON JUAN y MARTÍN.)
DON JUAN:

  ¿Cómo pasaste a verme?

MARTÍN:

Con licencia
de la mulata, que es la quinta esencia
de toda la discreta picardía
que lo moreno de esta tierra cría.

DON JUAN:

¿Has comido?

MARTÍN:

¿Qué dices? Treinta platos
me trujo esta princesa de mulatos;
y sirviendo la paja de manteles,
comí mejor que en sillas, ni doseles;
y, para postre, mano y paz de Francia,
que puesto que temiendo la fragancia,
la limpieza pastilla, y no ser fea,
disimular pudiera la gragea.
¿Comiste tú?

DON JUAN:

Pedile a la morena
un libro, por pasar mejor la pena
de tanta soledad; y ella, que ignora
qué historias salen en la Corte agora,
en vez de tanta prosa, verso y fama,
me trujo la nobleza de su ama,
de mil colores y oro, y la he leído;
con que también estuve entretenido,
como con los donaires del Parnaso,
del Orfeo, del nuevo Garcilaso.
Es tanta, finalmente, su belleza,
que puede competir con su nobleza.
Vino, Martín, tras esto la comida,
guisada de la dama defendida,
con tal regalo, olor, gusto y aseo,
que solo le ha faltado a mi deseo
el postre que te dio la mulatilla.

MARTÍN:

¡Qué bizarra es la gente de Sevilla!
¡Qué liberal, qué limpia y generosa!

DON JUAN:

¿No es Leonarda discreta? ¿No es hermosa?

MARTÍN:

¿Cómo discreta? Cicerón, Cervantes,
ni Juan de Mena, ni otro después, ni antes,
no fueron tan discretos y entendidos;
en una harpa templada en los oídos,
es sentencia en favor por el consejo,
consonancia en cristal de vino añejo.
Son de doblón en mesa o plata doble,
cortés respuesta de persona noble,
ruido de arroyuelo ardiendo Febo,
soneto de don Luis, Séneca nuevo;
con hambre, los torreznos que se fríen;
con tercianas, las fuentes que se ríen,
o más sonoro que en la espalda suele,
de los que azotan a quien no le duele,
o en un falso testigo o alcahueta,
el eco de la solfa de baqueta.
Pues en llegando a hablar de la hermosura,
Diana es fea, Filomena oscura,
la doncella de Francia y la doncella
de Dinamarca, nones son con ella,
porque el sol es muy lindo, y nos enfada
por los caniculares, y esta agrada.
Quedémonos aquí, pues has topado
las Indias sin la mar, que tú embarcado
irás a tu aposento con Leonarda,
y yo con la mulata que me aguarda
en mi pajar sin larga las escotas;
porque si aquí se encierran treinta flotas,
¿qué es menester buscar mayor tesoro,
que aun esta esclava, si la vendo, es oro?

DON JUAN:

¡Cómo piensas, Martín, lo que has soñado!
¡Bien parece que en paja te has echado!

MARTÍN:

Sí, mas no la he comido; que me dieron
naranjas que la cólera rompieron,
un pernil con las hebras como grana,
que abriera a un hipocóndrico la gana,
y a estar hecha en figura más perfeta,
de un cardenal pudiera ser muceta
una ave enamorada.

DON JUAN:

¿Enamorada?

MARTÍN:

De tierna, derretida y bien asada,
hubo su rabanito, oliva y queso,
que pudieran venderme por el peso,
con esto y diez tragadas de cazalla,
dije, poniendo aparte la toalla,
los ojos ya del buen licor testigos:
«muleta, ¿dónde están los enemigos?»

DON JUAN:

¡Ay, Martín! ¡Cómo todo me alegrara,
si en Madrid a doña Ángela dejara!,
pero ver que es mi hermana, y que afligida
ha de estar del peligro de mi vida,
no me permite gusto, ni contento.

MARTÍN:

¡Quedo, que está Leonarda en tu aposento!

(Salen LEONARDA y RUFINA.)
LEONARDA:

  Habréis pasado muy mal
de aposento y de comida.

DON JUAN:

No la he tenido en mi vida,
hermosa señora, igual.

LEONARDA:

Dar un palacio real
a vuestro valor quisiera.

DON JUAN:

Menos a mi intento fuera;
por ser de esclava le alabo;
que, siendo yo vuestro esclavo,
me disteis mi propia esfera.
  Vine a mi centro en venir
donde vuestra esclava vive.
Parece que me apercibe
de que os tengo de servir.
Si aquí os puedo ver y oír,
toda mi ventura encierra,
todos mis males destierra,
porque después de no estar
en el cielo, no hay buscar
mayor descanso en la tierra.
  Pero, ¿qué ha de ser de mí,
ya que en tal lugar estoy,
si en siendo noche me voy
de aqueste día en que os vi?
Si tan presto el bien perdí,
fímera fue mi ventura.
No es bien, el que poco dura,
mas, quién, señora, pensara
que mis contrarios vengara
vuestra divina hermosura.
  Cuál es el muerto, no acierto,
bella Leonarda, a juzgar;
si el no veros me ha de dar
la muerte, yo soy el muerto.

DON JUAN:

Pensé que llegaba al puerto
de mis desdichas, y llego
donde a la muerte navego
con tal tormenta y rigor,
que quiere anegar amor
el alma en un mar de fuego.
  ¿Qué hice yo a vuestros ojos,
que vengan mis enemigos,
cuando los hice testigos
de mis lágrimas y enojos?
Juzgaréis que son antojos
decirme que me desalma
amor, que me tiene en calma;
pero vuestra discreción
sabe que la obligación
abre las puertas al alma.
  Primero os amé que os vi;
¿quién vio tan nuevo obligar?
Y no lo podéis negar,
pues sabéis que os defendí.
Mirad cómo merecí
favores antes de veros;
pero fue para perderos,
pues en viéndonos los dos,
no me defendí de vós,
aunque supe defenderos.

LEONARDA:

  Señor don Juan, si tenéis
determinado partiros,
mal podré yo persuadiros
contra lo que vós queréis;
y basta que me dejéis
con tantas obligaciones
sin decirme esas razones,
para más pena y dolor;
que no le detiene amor
a quien deja las prisiones.
  Defenderme antes de verme
no fue amor, nobleza fue,
o condición vuestra, en fe
de obligarme y conocerme;
pero si fue defenderme
nobleza, nobleza [ha sido]
el haberos defendido;
con que diréis, con razón,
que cumple su obligación
beneficio agradecido.
  Vós os vais porque queréis,
y algún deseo lleváis,
pues porque queréis os vais,
cuando quedaros podéis.

LEONARDA:

Al peligro anteponéis
el ángel que en la posada
debe de estar lastimada.
¡Mirad qué estraños desvelos,
que os estoy pidiendo celos,
sin amor ni ser amada!
  Dicen que la enfermedad
tiene la espada desnuda,
cuando está la vida en duda;
y en mí el ejemplo mirad.
A matar la libertad,
la espada desnuda entrastes,
aunque piadosa me hallastes;
pero el efeto que hicistes
no os lo dije, pues os fuistes
con más prisa que llegastes.
  Id en buen hora a buscar
esa dama venturosa,
que estará tan cuidadosa
como me habéis de dejar.
Mirad si queréis llevar
alguna cosa de aquí;
que os aseguro que fui
dichosa en que luego os vais,
porque si más os tardáis,
me llevárades a mí.

DON JUAN:

  Leonarda, si yo me voy
es por no daros enfado,
que del ángel lastimado
legítimo hermano soy;
y el favor que me dais hoy,
en el alma le imprimí.
Bien quisiera estarme aquí,
si tuviera atrevimiento,
porque este humilde aposento
fuera cielo para mí.
  El cuidado de mi hermana
confieso que me le da.

LEONARDA:

¿Qué es vuestra hermana?

DON JUAN:

No está
lejos, sabedlo mañana.

MARTÍN:

  ¿Para qué andáis por rodeos
donde se os ven los enojos,
pues por la boca y los ojos
andáis trocando deseos?
  Pensad la partida bien;
que él se muere por no irse,
y tú, si puede decirse,
porque se quede, también.
  Por lo menos, ya que fuese
prisión esta voluntad,
hasta saber la verdad
responde, aprueba y estese.
  ¡Ea!, ¿qué os estáis mirando?

DON JUAN:

Por mí, yo me quedo aquí.

LEONARDA:

Y yo, ¿qué diré de mí?

MARTÍN:

Di que lo estás deseando.

RUFINA:

  ¿Y él no tiene hermana allá?

MARTÍN:

No, perra, perla quería
decir, que tú lo eres mía.

RUFINA:

Tu hermano ha venido ya.

LEONARDA:

  Salgamos del aposento,
y cierra tú.

DON JUAN:

Adiós.

LEONARDA:

Adiós.

RUFINA:

En fin, ¿se quedan los dos?

LEONARDA:

O es amor, o atrevimiento.

(Vanse, queda LEONARDA, y sale FELICIANO.)
FELICIANO:

  Leonarda, señora mía.

LEONARDA:

Cuánto me alegro de verte,
que me has tenido con pena
de ver que tan loco fueses
a acompañar otro loco.
¿Qué ha sucedido?, ¿qué tienes?
¿Habéis hallado, por dicha,
al forastero valiente?
Mas, ¿que le habéis muerto?

FELICIANO:

Yo
soy el que vengo a la muerte.

LEONARDA:

¡Ay, cielos!, ¿estás herido?
¿Dónde? ¿Cómo?

FELICIANO:

Espera, tente,
que es una herida invisible,
de que sola el alma muere.

LEONARDA:

¿El alma puede morir?

FELICIANO:

¿De amor, hermana, no puede?

LEONARDA:

¿Pues tú sabes qué es amor?
que con gusto indiferente
a ninguna quieres bien,
y dices que a todas quieres?

FELICIANO:

Como yo pienso, Leonarda,
que mi dinero pretenden,
guardo el alma, y doy la bolsa,
que es lo que ellas apetecen.
Dijéronnos la posada
de aquel don Juan, y cual suelen
romper los aires los rayos,
fuimos a cal de la sierpe;
entramos, pensando hallar
prendas de don Juan, y enfrente
estaba un retrato suyo,
con alma entre viva y nieve.
una doña Ángela, un ángel,
claro está, pues lo parece,
con unas lágrimas tristes,
que hicieran la noche alegre.
Las lágrimas te encarezco,
para que por ellas pienses
cuál deben de ser los cielos
que tales lágrimas llueven.
Pero si llorando y tristes
nombre de cielos merecen,
¿qué serán con alegría
ojos que tal gloria tienen?

FELICIANO:

Abrió por medio un clavel;
¡ya quisieran los claveles
tomar las perlas que vi!,
y dijo en razones breves
la desdicha en que se hallaba.
Hablela yo tiernamente,
que no supo a tanto sol
el corazón defenderse;
pesó a perlas mis palabras,
enternecida de verme
de su parte en su desdicha,
que a veces, Leonarda, mueve
al llanto en las desventuras
el ver que alguno las siente.
Prometí darla favor;
don Pedro enojose, y fuese,
y aunque yo también me fui,
diré la verdad, quedeme.
Di para regalos de hoy
cincuenta escudos al huésped,
que llevaba en un bolsillo.
Con esto he venido a verte,
porque sepas que don Pedro
puede buscar quien le vengue;
porque yo pienso, Leonarda
(y ríñeme como sueles),
tener el ángel que digo,
por mi dueño, para siempre.

LEONARDA:

Lo que yo pienso reñirte,
pues sabes que las mujeres,
de ver otras en desdichas
se lastiman fácilmente,
es que a persona tan noble
esa miseria le dieses,
cuando le dabas el alma.

FELICIANO:

Razón, mi Leonarda, tienes,
mas, ¿no ves que las que pesan,
por miedo de los fïeles,
a lo principal añaden
otra cosa diferente?
Así al alma puse el oro,
no porque valor hubiese,
pero por cumplir el peso,
aunque me pesa de verme
en peso tan desigual;
si bien es un tiempo aqueste
que a peso del oro hay almas
y almas que por él se pierden.
Ya lo di, corrido estoy.

LEONARDA:

Poco el oro me parece
para contrapeso de alma.

DON JUAN:

No tuve más, ¿qué me quieres?

LEONARDA:

En tal ocasión, hermano,
y más si amor te enloquece,
era lo cierto decir,
como hombre cuerdo y prudente:
«Yo tengo en casa una hermana,
que en esta ocasión os puede
tener consigo entretanto
que este negocio remedien
ruegos, dineros y amigos.»

FELICIANO:

Luego si yo la trujese,
¿la tendrías tú contigo?

LEONARDA:

¿Eso dudas? ¿Luego entiendes
que tengo el alma de piedra?
Iré por ella si quieres,
y si hay lugar en tristezas,
le diré lo que mereces.

FELICIANO:

¡Ay, Leonarda de mis ojos!
A tus pies quiero atreverme
a pedirte que me obligues,
y que esta dama consueles.
Haz poner el coche, y parte
a la calle, que parece
que, estando a los pies de un ángel,
entonces fue de la sierpe.
Toma mi hacienda, mi vida,
como sola el alma dejes,
y esto porque no la tengo.

LEONARDA:

Llama, Rufina, esa gente,
hoy que el ángel de mi hermano
el coche en oro convierte.

RUFINA:

¡Basta, que estáis dos a dos!

FELICIANO:

¡Ay, Ángela, si te viesen
en esta casa mis ojos!

LEONARDA:

¡Ay, don Juan, cuánto me debes!

RUFINA:

¡Ay Martín!, si a mi color
tal San Martín le viniese.