El primer cónsul inglés

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Tradiciones peruanas
Cuarta serie (1894) de Ricardo Palma
El primer cónsul inglés


(A don Modesto Basadre)


A principios de 1824, y como acto que implicaba el reconocimiento de la autonomía peruana, acreditó el gabinete de San James a mister Tomás Rowcroft con el carácter de cónsul de Inglaterra en Lima.

Cuando llegó al Perú el agente británico, encontró la capital y el Callao en poder de los realistas por consecuencia de la revolución de Moyano.

Lima, la festiva ciudad de Pizarro, presentaba el sombrío aspecto de un cementerio, y la hierba crecía en las calles por falta de transeúntes. El brigadier español don Mateo Ramírez traía, con la ferocidad de sus actos, aterrorizados a los vecinos.

«Asomado a un balcón del convento de la Merced -dice un notable historiador contemporáneo-, se divertía en hacer subir a los pocos jóvenes elegantes que atravesaban la plazuela y les hacía rapar la cabeza, pretextando que llevaban el cabello a la republicana. El señor Besanilla, anciano respetable, fue puesto en cruz frente a la puerta de la Merced, por haber dicho que de un día a otro llegaría Bolívar con fuerzas patriotas. Un farol colocado sobre la cabeza del martirizado caballero permitía leer el siguiente cartel: «Aquí estará colgado Besanilla, hasta que venga la insurgente gavilla».

Aun las mujeres eran víctimas del despótico brigadier, que hacía encerrar por algunas horas en los calabozos del cuartel a las limeñas que lucían aretes de coral o rizos en el peinado, adornos que el Robespierre del Perú, como se le llamaba, calificó de revolucionarios.

Prohibió que las tapadas usaran saya celeste u otras prendas de ese color que estuvo a la moda en la época de San Martín, y condenó al servicio de los hospitales a varias muchachas del genio alegre, por el crimen de haber cantado esta copla muy popular a la sazón:


«A D. Simón Bolívar
por Dios le pido,
que de sus oficiales
me dé marido».


El brigadier don Ramón Rodil manteníase en el Callao al mando de tres mil soldados, y gozaba de gran prestigio y popularidad en el vecindario, unánimemente realista, de esa plaza. El castellano del Real Felipe no había aún recurrido a las medidas de rigor extremo que más tarde le conquistaron siniestro renombre.

Tal era la situación a la llegada del cónsul inglés.

Mister Rowcroft frisaba en los cincuenta años, y era el perfecto tipo del gentleman. Acompañábalo su hija, miss Ellen, una de esas willis vaporosas y de ideal belleza, que tanto cautivan al viajero en un palco de Covent-garden o en las avenidas de Regent's Park.

Bolívar se encontraba en el Norte, y allí le envió sus credenciales el agente británico, a las que el Libertador puso inmediatamente el exequatur.

El 5 de diciembre los realistas de Lima emprendieron la retirada al Callao. Sabíase con fijeza que el 7 debía entrar Bolívar en la capital.

A las diez de la mañana del 6 mister Rowcroft, acompañado de su hija, se dirigió en su coche al Callao, donde ya lo esperaba una embarcación de la fragata inglesa Cambridge. Hasta las cuatro de la tarde permaneció a bordo el cónsul en conferencia con el comandante de la nave.

A Rodil no podía dejar de ocurrírsele que aquella entrevista en vísperas de llegar Bolívar era motivada por razones de política adversas a la causa del rey, y se paseaba impaciente en el corredor del resguardo.

Al desembarcar el cónsul se le acercó el brigadier, dio galantemente el brazo a miss Ellen y la acompañó hasta el estribo del coche.

-Señor general -preguntó en mal español mister Rowcroft-, ¿no haber peligro en el camino?

-Ninguno, señor cónsul -contestó Rodil-, sin embargo, aquí tengo listo un pase firmado por mí para las avanzadas del rey.

-¡Very well! (muchas gracias) -repuso el cónsul, guardándose el papel en el bolsillo.

-Si hay peligro para usted -continuó Rodil- será por parte de la montonera insurgente.

-¡Oh, no! Patriotas conocer mí mucho... Montoneras my friends... estar amigos.

Sonriose Rodil, se estrecharon la mano, sentose el cónsul al lado de su hija, y el carruaje se puso en marcha.

La última avanzada de los españoles estaba en Bellavista, protegida por los cañones del castillo. El oficial que la mandaba aproximose a la portañuela del coche, se impuso del salvoconducto, y dijo:

-Hasta aquí, señor cónsul, se ha entendido usía con nosotros y no le ha ido mal. En el resto del camino entiéndase con los insurgentes. ¡Buen viaje!

Miss Ellen, a pesar de no entender el español, creyó encontrar algo de siniestra burla o de encubierta amenaza en el acento del oficial: tuvo lo que se llama una corazonada, una de esas intuiciones misteriosas, de que Dios fue pródigo para con la mujer, y dijo en inglés a su padre:

-Tengo miedo, regresemos al Callao.

-¡Niña, niña! -murmuró el cónsul con tono cariñoso y de paternal reproche-. Tengo deberes que cumplir en Lima... Media hora más y habremos llegado.

Y dirigiéndose al auriga, añadió:

-¡Go head!

Cuatro minutos después, al pasar por el Carrizal de Baquíjano, una lluvia de balas cayó sobre el carruaje.

El cochero torció bridas, y a escape tomó el camino del Callao.

La débil joven iba desmayada, y mister Rowcroft, atravesado el vientre por una bala, se retorcía en angustiosas convulsiones.

Rodil, que continuaba su paseo en el corredor del arsenal, se manifestó muy solícito para asistir al herido, que murió doce horas después, auxiliado por el cirujano de la Cambridge.

El día 11, y después de embalsamado el cuerpo, desembarcaron cien marineros de la fragata, la oficialidad inglesa y la de la corbeta francesa Diligente. Embarcose el fúnebre cortejo en quince lanchas, disparose de minuto en minuto un cañonazo, y el cadáver fue sepultado en la isla de San Lorenzo... ¿A quién culpar de este crimen?

Don Gaspar Rico y Angulo, periodista español, redactor de El Depositario, literato sin literatura, gran aficionado al chiste grosero, hombre de carácter atrabiliario y confidente de Rodil, pretendió en su infame papelucho echar la responsabilidad sobre los guerrilleros patriotas. Mas, por la descripción que hizo del entierro, hay derecho para juzgar que entre los realistas del Callao se tributaron aplausos al crimen. Y para que no se diga que opinamos a la birlonga o sin fundamento, copiaremos un artículo que, firmado por Rico y Angulo, apareció en El Depositario del Callao correspondiente al 17 de diciembre, víspera del día en que llegó a Lima la gran noticia de la victoria de Ayacucho:


ESPECTÁCULOS PÚBLICOS.- El día 11 se presentó uno muy pomposo a la vista de este pueblo en el entierro de don Tomás Rowcroft sin tripas. Parte de ellas se las achicharraron a balazos los montoneros de la Patria gran p...erra, y el residuo de las que formaban el bandullo se lo extrajeron para embalsamarlo. Cuando emprendieron esta operación, muy rara en estos países, dijeron los dolientes que la practicaban para poder llevar a Londres reliquias del difunto; pero hubo de ocurrir algún embarazo, y las llevaron a la vecina y desierta isla de San Lorenzo, donde descansan en paz, si no les hacen guerra las aves de rapiña que tienen y no tienen alas. Unas gentes decían que el féretro pesaba mucho porque iba lleno de onzas de oro, y otras propalaban que el difunto olía a azufre porque se lo llevaron los diablos. Si todo eso se dice y se oye en un pueblo civilizado y en el siglo de las luces, ¿qué habrían dicho en un siglo de barbarie? Nuestros beatos, beatas y algún fraile de los espectadores repararon en un clérigo, que no hay demonio que les persuada ser eclesiástico de la comunión católica, porque no le vieron capa pluvial, casulla, sobrepelliz, estola, ni vieron adjunto sacristán, cruz, acetre, hisopo ni agua bendita. Y no digo lo que dijeron de este ministro consolador de los luteranos, porque no es bueno descubrir todos los disparates que se pronuncian.



Para muestra basta un botón. Así y con mayor crudeza de palabras, pues el escritor tenía a gala ser erudito en el vocabulario obsceno, están escritos todos los números de El Depositario. Afortunadamente, Rico y Angulo no ha fundado escuela en el periodismo peruano. Fue un borroneador de papel que no valía media oblea partida por la mitad.

Cuando, formalizado el sitio de los castillos, empezaron las enfermedades y la escasez de víveres a hacer estragos entre los realistas, murió víctima del escorbuto el ramplón periodista que hallara en un entierro motivo para burla.

Ocupándonos, para concluir, de la acusación que Rico y Angulo lanzó contra los guerrilleros de la patria, basta para desvanecerla el considerar que los patriotas no tenían por qué sacrificar a quien notoriamente les era adicto, y que en ese día regresaba del Callao después de conferenciar con el comandante de la Cambridge en servicio de la causa americana. Fueron, pues, los realistas los que, a pocas cuadras de distancia de su línea de operaciones, prepararon la emboscada de que fue víctima el primer cónsul británico en el Perú.