El principio del fin. Memorias de José López Portillo

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1986 El principio del fin. José López Portillo

1º de mayo de 1986

Giras, despedidas, decisiones de última hora, discursos y empaques, consumieron los últimos tiempos de mi mandato. Después de la última gira, a Quintana Roo, me despedí de mi leal y eficiente Estado Mayor y anuncié que guardaría silencio.

Llegó, sin que mi corazón languideciera, el último día, el 30 de noviembre de 1982. Desperté todavía en Los Pinos, en aquel gran cuarto que ya no era el mío, tan desmantelado el último como estaba el primer día que ahí dormí. Sólo que ahora las paredes estaban sombreadas donde habían estado cuadros y muebles que, con las manchas inevitables del uso, daban testimonio del paso del tiempo.

Siempre he tenido la clara conciencia de las «primeras veces» que, cuando se atestiguan las «últimas», cierran ciclos que van enriqueciendo y a la vez consumando la vida. Y aquélla fue la «última vez» de estancia en Los Pinos.

Afuera se cumpliría el ritual político. Y ahora era yo el que, sin banda, escuchaba lo que decía el que ya la tenía, para hacer su propio planteo de la misma realidad. Ya no era yo el centro del acto; sino la referencia. Empezaba a medir mis intenciones con los resultados. Mi protagonismo se cerraba con una crisis más para nuestro desarrollo dependiente. Era yo causa y excusa. Entendí los austeros nuevos tiempos, que empezaban con la helada recomendación de que en el acto no hubiera aplausos.

Al terminar la ceremonia de Protesta, sólo la estricta cortesía del protocolo evitó una abandonada soledad allá arriba, en el estrado atropelladamente desalojado para seguir al nuevo sol que un día yo también fui y ya no era.

Llegó el tiempo en el que la razón tiene que vencer la inercia vivida como responsabilidad, todavía trabada entre el corazón y el plexo y que angustiaba mi cambiada realidad. Ya no tenía yo ni qué decir, ni qué hacer. Ni siquiera dónde dormir, pues la nueva casa no estaba terminada y antes de que fuera posible irme a la de Pepe, mi hijo, acepté el techo amigo de Carlos Hank que, a partir de ese momento, extremó el trato amistoso, afectuoso, considerado y leal. En su casa comimos en unión de los miembros de mi Gabinete, en reunión desconcertada y todavía no nostálgica, antes de la diáspora burocrática.

Y, después, tiempos y espacios vacíos de la responsabilidad del poder. Recobrada, para mí solo, la libertad con que lo conduje. Libre; pero inerte y desconcertado; sin tener que dar respuestas; sin deber dar respuestas; sin poder dar respuestas. Sólo un horizonte de silencio.

Dominar el temperamento y aprender a tolerar la injuria, el desahogo, la mentira, la difamación contra mi familia, mis amigos, mis muertos. Aprender a aguantar el manoseo de los cobardes y la baba de los traidores. Aprender a aguantar; entender que tal era el imperativo de mi hombría y mi convicción de servicio.

Y una fuerte corriente venía de afuera y aquí se retorcía y juntaba con muchas de adentro.

La estructura era evidente. Decir que se trata de una conjura, puede sonar a pretensión de importancia protagónica o delirio de persecución. Antes de calificada la describiré.

La gran base se sustenta, impune, en el imperativo de defensa y garantía de los intereses y seguridades de nuestro colosal vecino. Está cimentada desde las profundidades poinsettianas. Es sólida, eficiente y muy experimentada. Mi caso es un detalle en el gran propósito hegemónico; es, simplemente, una anécdota en los años ochentas: la eliminación aséptica de una incomodidad; el pago de cuentecillas por saldar. Una honra, un prestigio que no son nada frente a los intereses superiores del imperio. Fue fácil y sabia la maniobra base; sobre ella se sumaron otras:

Desde los últimos meses de mi mandato, los banqueros expropiados se organizaron para dar la batalla y rescatar su privilegio; crearon el «Fondo del Desprestigio». Lo primero era el argumento contra el hombre, para desprestigiar la medida y derrumbar en el lodo, en el descrédito, al autor de sus males, el representante del régimen capaz de la Nacionalización. Con ello se propiciaría, amén del placer de la venganza, avanzar en la reversión. Esta campaña coincidía en recíprocos ecos, con la que de afuera venía y a ella se sumaban los miembros de la burguesía enriquecida contagiados de ideología libertaria, afectados en su riqueza especialmente por el golpe dado a la especulación, cuando se establece el control de cambios y se paga el mexdólar con moneda mexicana. La clase que había sacado dinero del país y había adquirido inmuebles en el extranjero, vivió el terror de que se publicaran sus nombres en las listas de que yo disponía, lo que significaba, amén de vergüenzas, el riesgo grave de la investigación fiscal. Se las tenía yo que pagar. Y nada mejor, para ello, que acusarme de lo que ellos eran y habían hecho. La peor de las injurias.

Y a ello se sumaron los rencores que el ejercicio del poder crea; a las venganzas; a las envidias, a los celos, a la maledicencia que da lugar a francotiradores que también atacan desde la impunidad. Cualquier enano puede dar lanzadas al moro muerto. Y juega sus satisfacciones compitiendo en el rescate de adjetivos: "No, yo fui el que por primera vez le dije «frívolo»; y yo «saqueador»; y yo «irresponsable»; yo ya me atreví a llamarle «ladrón»; y yo «miserable»; y yo...; y yo..." ¡Oh, los adjetivos! Cualquier estatura podía medirse satisfactoriamente con el derrumbe.

Desde la base norteamericana a los francotiradores de derecha, todos buscan expresa o implícitamente, un cambio en el sistema político mexicano. y todos ellos coinciden en el que proponen las estructuras actuantes de los E.U.A. (congresistas, fundaciones, militares, CIA y demás) y que, por otra parte, dada la debilidad de las izquierdas, es en México el único viable: modalizar, debilitándolo, el presidencialismo mexicano, mediante el fortalecimiento de un Partido de derecha en el que estén representados los intereses de la burguesía transnacional y que, como Partido opositor del PRI, constituya un bipartidismo actuante, que elimine el pluralismo y su pluripartidismo, como vía real para modificar la Constitución y acabar con la Revolución Mexicana expresada en los Artículos lo., 30., 27, 28, 123, 130, 131 y todos los que la expresen; las leyes de ellos emanadas y las grandes nacionalizaciones cumplidas en el país. Así de simple, sabio y eficiente.

Y esta simplificación de tan inocente apariencia, significaría el enfrentamiento interno institucionalizado entre la Revolución Mexicana y los intereses del imperialismo norteamericano representado por el Partido de sus testaferros. Sería el Partido de la Burguesía Mexicana Transnacionalizada. Poinsett en el Congreso.

Tal es el esquema de la estructura que lucha contra el actual régimen revolucionario. Todo posible, después de desprestigiar a representantes y al Sistema. Antes, durante y después está ahí la catequización de la teología libertaria, como estrategia en pleno ejercicio.

Y debo decirlo: el efecto de la estructura y la estrategia, se facilita por nuestra peculiar idiosincrasia, hecha de ciclos holocáusticos aztecas y juicios de residencia españoles.

Inseguridades, desconfianzas, morbosos júbilos por inmolaciones y linchamientos, autoinmolaciones y maledicencia han facilitado, sexenio tras sexenio, la maniobra. Y es que, así como los rusos de la prerrevolución respondían por todos los pecados del mundo, nosotros, los mexicanos, en afán de sinceridad cósmica, nos involucramos en todos los defectos y derrotas de la humanidad y los cantamos a todo el mundo en himnos de holocausto con los que morbosamente gozamos, con la autenticidad de nuestra desgarrante franqueza, que es, tal vez, una mesiánica tendencia al sacrificio cósmico sin redención pretendida.

Nada dicen los demás que antes no hayamos dicho nosotros de nosotros mismos. Así somos, por nuestras dos raíces: desde el autosacrificio inmolatorio de los indios, a las desgarrantes denuncias de Las Casas. Los demás, ¡oh, los demás! Hechos del mismo barro, se amparan en silencios complacientes de su hipócrita puritanismo. Y nunca tendrán en su contra el propio argumento. Por ello, para ellos, la acusación es ofensa; en tanto que, para nosotros, es autodenigración, relevo de prueba. Así somos. Tema este en el que no me atrevo a penetrar más, inhibido por la consideración de que soy parte del conflicto.

Y todavía añado: a aquellos elementos estructurales se suman, con otro propósito, todas las oposiciones políticas. El argumento contra el hombre lo es en contra del Sistema. Y en la política, como en la guerra, todo se vale. y los opositores, aprovechan la ocasión.

Y a ellos se suman los ideólogos sin Partido, con o sin torre de marfil, inconformes con nuestra realidad, que en mi caso, una especie de intelectual político, encontraron ocasión para desahogar sus inconformidades y aun sus problemas de personalidad.

He encontrado, además, todos los resentimientos de los heridos por el ejercicio que del poder hice en mi mandato, así fuera haber formado valla de aplausos para que en medio de ella pasara; más los periodistas a quienes «se las iba a pagar». Más los ingenuos, los creídos y los idiotas indispensables de todas las latitudes, compañeros de viaje de las grandes intenciones... Y, claro, las víctimas de mis errores...

Y con todos ellos, muchos más, algunos sujetos a las obscuridades subconscientes de la conversión del patrón amor-odio; admiración-desprecio.

Y me atrevo a apoyar esta afirmación en una anécdota: estando en Roma, 1984, casualmente me encontré con un destacado psicólogo mexicano, rigurosamente freudiano, quien, a boca de jarro, me disparó esta singular pregunta: "¿Qué me dice usted de la conversión de amor en odio?" Yo le contesté, sorprendido, con las balbuceantes banalidades de que fui capaz. Y él tuvo la gentileza de aclararme la pregunta: "Mire", me dijo, "muchos de mis clientes, mujeres y hombres de todas las edades psicologables, cuando usted era Presidente, me confiaban que con mucha frecuencia soñaban con usted y esos mismos clientes, ahora, me dicen que lo odian". Y después de oír una defensa parecida a la que aquí me hago, concluía el psiquiatra con la convicción freudiana de que, si el ser es la palabra, tendría yo que decir la mía.

Y yo le dije que un ex Presidente mexicano ya no tiene la palabra, pues a otro le corresponde hablar.

Y entonces reflexioné en que, finalmente, el proceso estructural de mi desprestigio se oficializó en un discurso pontifical de Jesús Reyes Heroles, dicho el 15 de enero de 1983, con motivo del Segundo Informe de Gobierno del licenciado Guillermo Jiménez Morales, Gobernador del Estado de Puebla. En la parte relativa, Reyes Heroles con toda la fuerza de su inmaculado prestigio, dogmatizó así:

"La corrupción en México llegó a niveles inconcebibles. No es anecdótica o circunstancial; tendía a convertirse en regla y los recursos de la Nación, que mediante ellos se desviaban, gravitaban negativamente sobre nuestra magra capacidad de desarrollo y mejoramiento."

Así de ligero; así de fácil; así de irresponsable y gratuito; pero con el sentido general del discurso, un buen discurso, como todos los de mi ex Secretario de Gobernación, se consolidó la explicación simplista aberrante, de cortocircuito, de la crisis cíclica reiniciada en 1981. Sus causas, quería decir Chucho, no son las subrayadas en el Informe de Gobierno de 1982 y relativas a nuestro desarrollo dependiente (baja en el precio de las materias primas, petróleo principalmente; alza de tasas de interés sin precedente en nuestra era; limitaciones financieras y aun cierre del mercado de dinero, con la consecuente imposibilidad de manejo de la deuda externa y, sobre todo, fuga de capitales en depósitos y adquisición de inmuebles en el extranjero, consecuencia del irresponsable manejo de los privilegios de la mexicanización que, abusando de la libertad cambiaria, descapitalizaban al país). No, la causa de la crisis era la corrupción del régimen anterior, en el que Jesús concentraba la de todos los tiempos, en un fraseo hermosamente farisaico. Había que darle carne a la renovación moral; que acabar con el prestigio revolucionario con que concluyó el anterior Presidente. El discurso expresaba criterio, «línea»; garantizaba impunidad y hasta simpatía. ¡Adelante con la cruzada sacralizada por el buen Jesús!

Y así, gallardas, se elevaron todas las voces críticas, las acusaciones, sentencias y condenas y retumbaron en todos los tímpanos.

Así las de la Prensa oficialista, como las de la oposición y aun la profesional, a las que se sumaron las de los pasquines; las de los libros de fortuna que explotaban el morbo. Todo lo que fuera acusar y condenar a López Portillo, era éxito editorial.

Era el imperativo. La denuncia, el cargo. Cualquier cargo, el adjetivo y el adverbio eran satisfacción impune de todas las motivaciones del desprestigio en cuanto satisfacía algún interés político o económico; algún rencor; la venganza; el represtigio de la envidia; el desahogo de la frustración; la gloria de usar la lanza y mojada en la sangre del moro muerto y escribir con ella para exhibir fortaleza, santidad, pureza y condena y repudio a Satanás y el glorioso desprecio del fariseo al publicano. Fue un verdadero linchamiento.

Después de leer el discurso de Reyes Heroles con el que se oficializaba el desprestigio a todo lo que podía yo significar, pinté el cuadro que me había prometido desde que escribí el Don Q: la gran Carcajada de la dignidad humana. Inscribí mi risa en el horrendo vacío del éter para rescatar mi dignidad expuesta por la invectiva oficial de mi admirado compañero, mi amigo, mi Secretario de Estado. A continuación pinté, otro cuadro: Vida, muerte y transfiguración, en el que al giro de la espiral del tiempo y con motivos manuales describo mi vida política en la Presidencia, partiendo de la Protesta, hasta la entrega del poder, cuando mi huella en la historia se desgarra por la maledicencia y, por el linchamiento, se me da muerte política, de la que, por el libre albedrío de mi voluntad, me transfiguro al reafirmar mis intereses vitales.

Así enfrenté los primeros meses de 1983, hasta finales de mayo en que viajé a Europa e inicié, en el trayecto, la redacción de este testimonio. Cinco desagradables meses residí en mi México, por si se requería mi presencia. Cinco meses en los que empecé a soportar todo lo que sobre mí se decía.

En fin, se dijo tanto que repetido es cansarse.

Frente a la mentira vil y la calumnia impune, sólo puedo afirmar un categórico

¡NO ES CIERTO! Se sabe que probar la negación es imposible. Se llama la prueba diabólica. Por eso el derecho ha consagrado un principio elemental: el que afirma debe probar.

Yo sólo puedo negar con indignación.

Claro que se dice que es difícil probar. Y yo contesto: como es difícil probar, lo fácil es calumniar.

En fin, es éste un desahogo indispensable que me hace descender al Iodo.

No quisiera que de lodo estuviera hecho el final de mi testimonio.

Tengo la certidumbre, por otro lado, de que en el cuerpo de éste he explicado y justificado las decisiones fundamentales de mi régimen; planteado las 'cuestiones y reconocido los errores. A ello, desde este final, me remito. Sí, destaco, una vez más, que la causa de la crisis que ha padecido y padece México, se explica porque el orden económico internacional establecido por los poderosos no está concebido para que los países de desarrollo dependiente, como nosotros, lo culminemos. Eso, afuera y, desde adentro, en la contradicción entre los intereses privado y público, que el Estado no puede resolver y cuya expresión extrema es la fuga de capitales que se concentran brutalmente en un sistema de propiedad privada y libertades sin corresponsabilidad. En ello insisto, porque tiende a olvidarse en la ambivalencia de los criterios que analizan. Yo me responsabilicé con las decisiones de septiembre de 1982, limitando, por el interés general, los excesos de la libertad cambiaria y nacionalizando la banca y sus empresas, no sólo mexicanizándola.

Y afuera, propuse en la ONU, en el mismo 1982, un reciclaje en la economía nacional, de los capitales fugados, mediante el procedimiento que resulte idóneo y que podría ser vigente con la voluntad de los controladores mundiales de la moneda.

Pero descubro que empiezo a reiterar en este afán apologético.

Y por ello y ahora sí, desconcertado, creo que debo concluir mi testimonio, mientras sigo viviendo mi biografía inconclusa, frente al misterio del juicio pendiente de la historia. Ese misterio y todos los misterios.

Porque cada día siguen activas conciencia, memoria, voluntad; cada día confirmo la utilidad de este cuerpo por el que el tiempo no pasa en vano y gozo la luz de mi entendimiento y me deleito con mi capacidad creadora, escribir, pintar, recibiendo, gratuitamente, los dones clásicos de la vida y, no sé si merecidamente, también sus dolores, atento al paso también misterioso de los tiempos. El tiempo, mi tiempo. Todo el tiempo.

Primero de mayo de 1986.

(1). Estos párrafos fueron escritos mucho antes de las elecciones del 6 de julio de 1988, cuyos resultados obligan a modalizar estas afirmaciones: es evidente que la fuerza electoral de los grupos progresistas en México, ha aplazado el proyecto norteamericano, ahora convencido de lo peligroso para sus intereses y seguridades de que cambie el sistema de la estabilidad política.

Tomado de López Portillo José. Mis Tiempos. Biografía y Testimonio Político. Dos tomos. Fernández Editores. México. 1988.