El principio federativo: Introducción
La guerra que en 1859 sostuvieron Italia y Francia contra el imperio de Austria terminó, como es sabido, por el tratado de paz de Villafranca, que reunía en una confederación todos los reinos del antiguo Lacio. Fue esta medida enérgica y universalmente combatida, no sólo en Italia, sino también en las demás naciones de Europa, principalmente en Francia y Bélgica, donde se abogaba calurosamente por la recién desenterrada teoría de las nacionalidades. Proudhon salió a su defensa. Manifestó los graves peligros que correría la libertad en Italia si llegasen a reunirse bajo el cetro de Víctor Manuel todos los pueblos que la componían; y sostuvo que era de suyo tan bueno y fecundo el principio de la federación que, aun aplicado de la manera que lo estaba en Alemania y se trataba de que lo estuviese en Italia, era preferible al establecimiento de la mejor de las monarquías.
Enfurecióse la democracia de todas partes al oírle, y le llenó de ultrajes. Atribúyase por unos su conducta al solo afán de singularizarse; por otros, a la mala intención de perder a los mismos cuya defensa afectaba tomar con tanto celo; por otros, a una infame traición; por otros, a un estrecho patriotismo. Llovían acusaciones contra él, y se le presentaba como el más acérrimo enemigo de la unidad de Italia.
Puesto Proudhon en la necesidad de defenderse y confundir a sus enemigos, examinó más a fondo el principio federativo y escribió este libro, uno de los más didácticos y acabados que han salido de su vigorosa pluma. Explica este libro en pocas páginas las causas de la inestabilidad de todos los sistemas y formas de gobierno, la razón por que las sociedades han girado hasta aquí dentro de un círculo del cual no han podido sacarlas ni aun las más sangrientas revoluciones, los caminos por donde hemos venido a la degradación y al caos de nuestros aciagos tiempos, el medio que nos queda para salir del atolladero y llegar a consolidar la libertad y el orden. Manifiesta la eterna coexistencia de la autoridad y la libertad, principios antitéticos que no pueden menos de estar en continua guerra, y que precisamente por estarlo engendran el movimiento político; estudia la índole y la naturaleza de los sistemas de gobierno deducidos a priori de cada uno de los dos principios, y demuestra la imposibilidad de que concepciones meramente lógicas se realicen dentro de los límites de su respectiva idea; examina los gobiernos mixtos que a causa de esa imposibilidad se forman, y descubre todas las causas de lucha y de anarquía que encierran, la corrupción a que tarde o temprano llevan, la inevitable muerte que producirían si los pueblos, movidos por su instinto de conservación, no terminaran por sepultarlos en mares de sangre; analiza por fin el papel que desempeñan en ese continuo vaivén político los diversos y aun contrapuestos intereses de las diversas clases sociales, cuyas opiniones y tendencias determina; y con esto, al paso que traza a grandes rasgos las revoluciones de los imperios, nos da la ley a que obedecen.
Patentiza Proudhon, por ese rápido bosquejo histórico, que la autoridad, en su lucha con la libertad, va siempre perdiendo terreno, y la libertad, por lo contrario, ganándolo, tanto que al cabo los pueblos se emancipan, ya su ciega sumisión de antes sustituyen el contrato. Entra por ahí nuestro autor en el examen de la convención política, y busca cuáles son las condiciones esenciales de la más conforme a la justicia y más digna de la independencia y de la grandeza del hombre. Las encuentra en la federación, y pasa de lleno al desenvolvimiento de la tesis objeto de su libro.
El pacto federativo es, a los ojos de Proudhon, el gran pacto. Es sinalagmático, es conmutativo, es limitado y concreto; deja a salvo la libertad de los que lo estipulan y dentro de insuperables límites la autoridad que crean; da a los contratantes mucho más de la que ceden, les garantiza lo que se reservan y los pone a cubierto de las usurpaciones del poder central, siempre absorbente en los demás sistemas de gobierno; establece equilibrio, orden, paz en lo interior y en la exterior, y acaba con las guerras ofensivas y la necesidad de los ejércitos permanentes. Lo ve fecundísimo Proudhon, principalmente si, después de establecido en el terreno político, se le hace extensivo a las relaciones económicas, y hay dentro de la Confederación confederaciones especiales para la recíproca protección del comercio y de la industria, para la construcción de caminos y canales, para la organización del crédito y los seguros, para el desarrollo, en una palabra, de todas las fuerzas vivas de nuestras sociedades. La federación con todas sus aplicaciones, termina por decir Proudhon, constituye todo mi programa.
¿Es esto racional? ¿Es sensato? No se propone el que estas líneas escribe hacer aquí una detenida crítica del libro. Está conforme con muchas ideas, no lo está con algunas; y si quisiera examinarlas todas, debería escribir un prólogo mayor que el cuerpo de la obra. Prescindirá de la filiación que da el autor al principio federativo, y se limitará a decir algo del principio mismo.
Está ahora muy en boga una teoría de que hemos hecho ya mérito: la de las nacionalidades. Créese generalmente que la naturaleza y la historia determinan a una los límites de los diversos pueblos que ha de haber en el mundo, y que la tarea política de hoy consiste en reducirlos a esas fronteras o restituírselas si les han sido usurpadas. Así, sobre todo en Europa, se piensa casi exclusivamente en la reconstitución de las naciones. Se ha reconstituido Italia, está a medio reconstituir Alemania, pugna por reconstituirse Grecia, se suspira por ver reconstituida Polonia, hay quien quisiera reconstituir España agregándole el antiguo reino lusitano, se trata de reconstituir toda la raza eslava desmembrando, o lo que es lo mismo, reconstituyendo Austria y Turquía.
Esta teoría ¿es verdadera? Observemos por de pronto que pueblos encerrados dentro de esas pretendidas fronteras naturales, lejos de simpatizar ni de tender a reunirse en un solo cuerpo, se aborrecen de muerte; que algunos, antes separados, hace ya siglos que constituyen una sola nación y aún hoy se miran con mal ojo y volverían con gusto a su antigua independencia; que aun dentro de las nacionalidades más vigorosa y sólidamente formadas hay provincias que, si unidas materialmente por la geografía, están moralmente disgregadas, no ya tan sólo por su historia, sino también por la diversidad de carácter, de costumbres, de industria, de lengua y hasta de raza; que abandonados esos pueblos y provincias a su voluntad, principalmente si llegasen a perder de vista los intereses que su unidad ha creado, tenderían, no a formar nuevos y más vastos imperios, sino a dividirse y distribuirse en mucho menores grupos. Parece contradecirnos la reciente formación de Italia y Alemania; mas no lo parecerá si se considera que las diversas provincias italianas se han incorporado voluntariamente a Cerdeña, para salir unas del poder de un gobierno extranjero y tiránico, y otras para sacudir de sus hombros el yugo de reyes déspotas; y que de las alemanas, las que no han sido agregadas a Prusia por la fuerza de las armas, han entrado a formar parte, no de la nación prusiana, sino de una nueva confederación germánica donde cada una conserva su autonomía.
Añádase ahora que las llamadas fronteras geográficas no suelen ser consideradas tales sino por constituir o haber constituido mucho tiempo los límites de dos pueblos; que acá se pretende que las forma un río, allá una cordillera; que dentro de una misma nación hay con frecuencia otros ríos y cordilleras de tanta o más extensión e importancia que, a ser la teoría cierta, la cortarían en dos o más naciones; que la idea de raza, por otra parte, contiene géneros y especies, y, como podría llegarse por éstas a dividir la humanidad en un gran número de pequeños Estados, cabría por aquellos distribuirla en un cortísimo número de vastos y dilatados imperios: que la historia por fin no es tampoco criterio para la determinación de las nacionalidades, pues las más de las agrupaciones históricas han sido debidas al derecho de la fuerza y no a la fuerza del derecho.
Todas estas consideraciones, que nos limitamos a indicar por no salir de los límites de un prólogo, no creemos que favorezcan mucho la teoría de las nacionalidades, determinadas en parte, es cierto, por todos esos elementos-geografía, historia, raza, lengua, etc.-, pero especialmente por simpatías e intereses, ya económicos, ya políticos, si las más de las veces permanentes, algunas pasajeros. Pero aun suponiendo que la teoría fuese verdadera, ¿se seguiría de ella que las nuevas naciones debiesen para constituirse pasar a formar reinos como el de Italia?
Es un hecho histórico inconcluso que los reinos y los imperios, cuanto más vastos son y sobre todo cuanto más compuestos están de provincias ayer independientes, tanto más centralizados viven y tanto más absoluta y tiránica es la autoridad a que obedecen. La necesidad de mantener unidas colectividades que por los vivos recuerdos de lo que fueron tienden aún a disgregarse, la imposibilidad de conseguirlo sin ir apagando toda vida local y sin organizar un poder que en un momento dado pueda hacer sentir su acción en todas partes, la natural tendencia de la autoridad a absorber las funciones todas del cuerpo social en cuanto se le abre el menor camino por donde pueda satisfacer su instinto, van con más o menos rapidez, según las circunstancias, socavando y destruyendo, ya la autonomía de la provincia, ya la del municipio, ya la del ciudadano, hasta dejar en lo posible la libertad nula, la autoridad omnipotente. Ni obsta para que esto suceda que los nuevos reinos vivan bajo un régimen más o menos constitucional y tengan los derechos políticos garantidos por una ley escrita; la garantía es de todo punto ilusoria desde el momento en que se cree la unidad nacional en peligro, y el sucesivo aumento de centralización va apareciendo de cada día una necesidad mayor a los ojos de todos los hombres de gobierno.
En España, sin ir más lejos, vimos desaparecer hasta los últimos restos de nuestras antiguas libertades después de redondeada la monarquía con la unión de la corona aragonesa a la de Castilla. Fue creciendo el despotismo a medida y a causa de la extensión que había tomado el reino; tanto que, según resulta de cartas escritas por Carlos V a Felipe II, si se desplegó en el siglo XVI tan bárbaro rigor contra los herejes, principalmente contra los que se creía partidarios de la Reforma, debe atribuirse, más que a celo religioso, a la mira política de conservar unidas, siquiera por la unidad de culto, provincias que apenas lo estaban por otro lazo y se temía ver separadas de Castilla a la primera coyuntura. Fuese poco a poco debilitando y derogando los fueros de Aragón y Cataluña y rasgando los municipales de todas partes, hasta el punto de llegar a sustituir los concejos de libre elección de otros tiempos por ayuntamientos compuestos de alcaldes y regidores perpetuos. ¡Y qué! ¿Ha dejado de existir en España la centralización porque se haya constitucionalizado la monarquía? Si se la ha relajado alguna vez, no ha tardado en venir el arrepentimiento.
No deja de suceder gran parte de esto, y es más, aun en las repúblicas unitarias. No hablaremos de las antiguas, más despóticas para los pueblos que incorporaron a su territorio que los imperios que las reemplazaron. La francesa de 1793 fue altamente centralizadora, y miró como sus enemigos capitales a los que pretendían restituir la vida a sus antiguas provincias; la de 1848 no alteró esencialmente en nada el régimen administrativo de la monarquía. Y una y otra vinieron también a hacer al fin ilusorias las mismas libertades individuales, aquella suspendiéndolas y esta reglamentándolas.
¿Por qué hoy, aleccionadas ya por la historia, no han de tratar de constituirse sobre un principio mejor las nuevas como las viejas naciones? ¿Por qué, en vez de seguir fundándose en el principio de autoridad, no han de poder establecerse sobre el de libertad, que es hoy el predominante? ¿Por qué, si por aquella senda corre tan gran riesgo la autonomía del individuo, del municipio y de la provincia, no han de empezar sancionándola y acabar por la creación o el reconocimiento de un poder central destinado tan sólo a sostenerla y a dirigir el desenvolvimiento de los intereses nacionales? ¿Por qué, en una palabra, no han de abandonar el régimen autocrático por el federativo? Antes que la nación, ¿no ha existido acaso la provincia, y antes que la provincia el pueblo? ¿No son acaso el pueblo y la provincia, aunque de orden inferior, colectividades por lo menos tan naturales y espontáneas como pueden haberlo sido más tarde las naciones? ¿Por qué, pues, sacrificar las unas a las otras? ¿Por qué no obligarlas a vivir juntas? ¿Por qué no dejarlas mover todas libremente dentro de su respectiva esfera de acción, susceptible, a no dudarlo, de ser determinada en el pacto federal que se celebre? Aun las libertades y los derechos del individuo podrían ser determinados y consignados en ese importante contrato político.
Los pueblos, adviértase bien, aman por instinto el régimen federativo. No se unen voluntariamente a otro pueblo, que no empiecen por estipular, bajo una u otra forma, la conservación de su autonomía. Testigo nuestra misma España. Las provincias que se fueron agregando sucesivamente a la corona de Castilla no perdieron de pronto sus fueros; y al verlos atacados después por los reyes, se alzaron y vertieron por ellos torrentes de sangre. Hoy, después de siglos de haberlos perdido, ¡con qué sentimiento no recuerdan aún que los tuvieron! Un pequeño grupo de provincias, las Vascongadas, ha logrado salvar los suyos: temerosas de perderlos bajo el gobierno de Isabel II, las hemos visto en nuestros mismos tiempos levantando banderas por Don Carlos y sosteniendo una lucha de siete años. ¿Qué más? España, en lo que va de siglo, ha pasado no solo por una revolución, más larga que intensa, sino también por una guerra extranjera. En todas y cada una de sus crisis, sus provincias han tendido al punto a organizarse por sí y a prepararse, ya para la defensa, ya para el ataque; siendo de notar que esto, lejos de quitarle fuerza, se la ha dado, y ha contribuido mucho a sus triunfos. Sin ese espíritu provincial, España habría sucumbido de seguro bajo la espada de Francia después de la toma de Madrid por Napoleón, y quizá después del Dos de Mayo. ¡Con qué placer, con cuán inmenso júbilo, no acogerían ahora esas provincias el pensamiento de una confederación ibérica! Harto lo saben ellas: la unión de España y Portugal, hoy dificilísima, sería entonces fácil. Cada provincia se desenvolvería en plena conformidad a su carácter, a su genio especial, a sus particulares elementos de vida. Recobrarían todas la animación que en otros días tuvieron; verían redundar en provecho propio el producto de sus contribuciones y sus sacrificios, que hoy ven desaparecer miserablemente en el mar sin fondo del Tesoro; aseguradas a la vez la paz y el orden, simplificada la administración, no estarían como ahora condenadas a invertirlo en ruinosos ejércitos ni en legiones innumerables de funcionarios públicos. No verían por fin, como hoy, la sombra de la autoridad central reflejada constantemente en su camino.
Sí, es popular, es verdaderamente popular el régimen federativo. Pero se le quiere aún inconscientemente, sin darse cuenta de su origen ni de su naturaleza, sin que se conozcan bien sus condiciones ni aun sus mismos resultados. Proudhon parece haber escrito este libro principalmente para llenar ese vacío; y aquí está para nosotros la importancia de su obra. Por ella pueden adquirir los pueblos conciencia de sus propias aspiraciones y aprender la manera de precisarlas y realizarlas; por ella conocer no solo las circunstancias esenciales del contrato federal, sino también las cláusulas que debe contener para que llene cumplidamente su objeto; por ella ver la doble y contrapuesta serie de consecuencias que emanan del unitarismo y del federalismo, y comprender por qué les lleva su instinto a buscar en la descentralización, o la que es lo mismo, en una confederación, el término de sus sufrimientos y la consolidación de la libertad y el orden.
Precisamente en esto es donde Proudhon está más claro, más lógico, más firme. ¿Qué importa que haya más o menos verdad, más o menos exageración en el resto? Lo que convenía era sentar el principio, determinarlo, desenvolverlo, examinar sus condiciones de apreciación, hacerlo sensible, palpable, vivificarlo en la conciencia de los pueblos. Proudhon la ha hecho, y brillantemente: no le exijamos más en tan pequeño libro. Sobrado ha hecho, principalmente cuando ha manifestado la necesidad de extender el principio al orden económico, no perdiendo, como no debería nunca perderse, de vista que no hay ni puede haber nada estable donde no marchen a un mismo paso y juntas la revolución social y la revolución política.
Este libro, uno de los del autor que han tenido menos boga en Francia, hoy como hace mucho tiempo extraviada por sus sueños de gloria, merece sin duda alguna fijar la atención de todos los hombres políticos y aun de todos los que se interesan por los progresos de su patria y de su especie. ¿Hay que reconstituir efectivamente algunas nacionalidades? Reconstitúyaselas en hora buena, pero sobre nuevas bases, sobre las bases que sostienen en Europa la libertad y la tranquilidad de Suiza, en América la libertad y la grandeza de los Estados Unidos. Sólo sobre estas bases hallarán su asiento así los nuevos como los viejos pueblos.
Francisco Pi y Margall.