El puño
Los que recuerdan esta historia la sitúan en los años en que Marineda era todavía uno de esos pueblos pacíficos y semiadormilados donde ocurren precisamente las mayores tragedias individuales. La línea sombría de las fortificaciones rodeaba aún a la población como una cintura de hierro; las comunicaciones eran difíciles; se creería que ningún hecho pudiese envolverse en misterio, y que la gente viviese como bajo vidrio; y, sin embargo, latía el drama a favor de la misma calma pantanosa, del yerto sosiego que envolvía a la ciudad, dividida en dos grupos: el pueblo viejo, con sus iglesias, conventos y edificios públicos, Audiencia y Capitanía, y el barrio de los pescadores, con sus casuchas humildes y su naciente comercio.
Al margen del descampado que separaba a las dos mitades de la urbe, en una calle de las antiguas, empinadísima -tan empinada que llevaba el nombre poético y gráfico de la calle de la Amargura-, se ve aún la morada donde el caso sucedió. Era y es de ruin fachada: de mezquino aspecto por fuera, de angustiado portal, fétido y húmedo; pero si se ascendía la escalera negruzca y se lograba cruzar la segunda puerta, recia y resguardada interiormente por fuertes cerrojos, que daba acceso a la vivienda, se comprendía desde el primer instante que ésta no era ni reducida ni muy pobre. Era sórdida, que es distinto. Se adivinaba la estrecha economía en mil detalles; y, al mismo tiempo, entre las modestias exageradas de un ajuar cuyos servicios se prolongaban más tiempo del humanamente posible, asomaba a veces un signo indudable de desahogo, hasta de riqueza. Una jarra de plata, espléndidamente cincelada, sobre el aparador; un soberbio reloj inglés, de los que entonces empezaban a usarse, en la sala; un biombo de talla y damasco; una pintura en cobre, con todo el sello de Rubens, sobre el sofá. Y es que los moradores y dueños de la casa eran tratantes, como allí se dice, en alhajas, plata y muebles, y (adelantándose a los modernos chamarileros) solían hacer viajes a las aldeas y pueblecillos, trayendo objetos de mérito y valor, que revendían ventajosamente, en Marineda y en Estela, a la aristocracia de los caserones blasonados que aún hoy se ven en las hermosas calles de la ciudad antigua. Los dos hermanos, los Tomé, eran ambos semicontrahechos y en sumo grado listos y agenciadores, amén de tan ahorradores, que alrededor de su fortuna iba formándose una leyenda. «Más rico que los Tomé», decían habitualmente en el barrio. Y ellos se enfurecían, protestaban, lloraban, compraban en la plaza del Mercado, entre suspiros, el pescado barato y los pollos estíticos...; pero no les valía: «¡Más rico que los Tomé!».
Los Tomé no tenían criada. Eran misóginos, y ellos mismos, entre compra y compra de objetos preciosos, se hacían el puchero y se barrían el cuarto. Cuando se les preguntaba, alegaban razones de economía: la verdad era que temían que la criada, en alguna de sus frecuentes ausencias, les robase el tesoro que ocultaban en un escondrijo sólo de ellos conocido, pero que el diablo podía hacer que ella a su vez conociese...
Y vivían así, en el terror del robo, despertándose cada noche con el pelo de punta y la camisa empapada en sudor, trémulos por la pesadilla que acababa de mostrarles su caudal, trabajosamente ganado, arrebatado por un malhechor que, no contento con llevarse el dinero, les clavaba, antes de huir, largo y afilado puñal... Es justo decir que tales visiones teníalas principalmente el mayor de los dos, Jesús, que era pobre de espíritu, aunque sagaz para su granjería. Farruco, el segundo, en cambio, desconfiado «como un raposo», era resuelto, y solía murmurar entre dientes cuando se le mentaba a los ladrones:
-¡Que vengan! ¡Ya verán lo que es bueno!
Lo más singular de todo -lo que permitió que sucediese el caso atroz- que nadie sabía, en aquel momento, que existiese en Marineda ladrón alguno, o, por lo menos, de un grupo de ladrones capaces de organizarse para asaltar una casa habitada. Pero si en Marineda se ignoraba la presencia de tales elementos, se murmuraba en voz baja que en El Ferrol funcionaba una «gavilla» seria y organizada, y formaban parte de ella personalidades cuyos nombres se susurraban, sin decirse claramente: ¡tal asombro y escándalo envolvía la directa acusación! ¡Escribanos, comerciantes renombrados por su probidad, hasta oidores de la Audiencia!, figuraban entre los encubridores secretos y entre los valedores y directores de aquella asociación criminal, cuyos golpes de mano eran siempre contra pazos, donde se guardaban tesoros en buenas onzas peluconas de los últimos tres reinados, y contra conductas del correo que llevaban valores; en fin, para recoger botín cuantioso, nunca para pringarse en hurtos mezquinos. La «gavilla» actuaba pocas veces y a ganancia pingüe; mientras combinaba el golpe, reposaba en acecho. El duro Eguía, el terrible capitán general, no avanzaba un paso contra esta asociación, ni logró descubrir sus fechorías hasta más tarde, cuando, relevado el jefe político y militar de El Ferrol, puso en su lugar a otro, a un coronel llamado don Tomás Zumalacárregui.
Al ocurrir este episodio estaba aún de jefe Michelena, y la «gavilla» tenía aterrorizado al país.
Los dos hermanos Tomé, en su comedor, alumbrado por velón tríptico, acababan de cenar. Habían cerrado la puerta, según la patriarcal costumbre de entonces, desde el anochecer, y previas unas cuentas, asaz complicadas y prolijas, de los últimos negocios, se habían sentado a la mesa al toque de las diez. Era en invierno; llovía tenaz y pausadamente, y los canalones, que servían de desaguadero, hacían un ruido ahogado y vehemente, como de sollozos interrumpidos por un espasmo de dolor. El silencio era profundo: nadie pasaba por la calle, y en las viejas vigas de la techumbre, el trote de los roedores resonaba furtivo y burlón, como diablura de escondido duendezuelo.
Despachada la cena, rezados los dieces del rosario soñoliento, los hermanos, alzado el mantel, volvieron a cuchichear apasionadamente, porque no eran del mismo parecer: Jesús, el medroso, comunicaba a Farruco, el valiente, por centésima vez, su terror al guardar en casa aquella riqueza reunida a costa de trabajos y privaciones, y murmuraba:
-Tú dices que es más seguro esto que llevarlo a esconder en la aldea. Yo digo que no, y diré siempre que no. Porque si la escondemos con maña en un rincón de la casa de campo, como no estamos allí, los ladrones entrarán: no nos encontrarán para darnos tormento y confesemos el secreto del escondite; no van a derribar la casa..., y quedan burlados. Mientras que aquí, si entran y nos atan y nos dan cochura, habremos de confesar... y se llevarán, en una noche, toda la labor de nuestra vida.
Farruco, risueño, contestaba:
-No es tan fácil entrar aquí... ¡El escondrijo es bueno!... En todo caso, se llevarían cuatro chucherías de plata.
-¿Y si nos matan, hermano? -insinuó, trémulo, el jorobadito.
Un rayo de ferocidad pasó por la cara amarillenta, biliosa, del que pudiéramos llamar jorobado también, aunque su espalda era menos encorvada. Apretó los puños, enseñó los dientes y murmuró:
-Bueno, ya veremos... Tú déjalos venir, hombre.
Las once dieron en el reloj inglés, de argentino sonido, y las campanadas cayeron entre el gorgoteo de la lluvia, como un aviso de que el tiempo se va con la vida, mientras discurrimos planes que acaso no hayan de realizarse... En el mismo instante en que el péndulo dejó extinguirse su vibración última, Jesús murmuró con acento de pavor: «¡Silencio!». La mirada, el gesto, dijeron lo demás... En la puerta de la escalera, cerrada con dobles cerrojos, había sonado un ruidito singular, análogo al de los dientes de un roedor, un riqui-riqui cauteloso y porfiado, mordedura de acero en la madera resistente...
En los momentos de peligro, por instinto, hay uno que toma el mando. Viendo a su hermano lívido, Farruco ordenó:
-Apaga el velón callandito... Descálzate... Coge el candil pequeño de la cocina y una soga..., la de colgar los jamones...
Jesús obedecía a su hermano menor, protestando con una especie de ahogado suspiro de miedo. Lo que se debía hacer era asomarse inmediatamente a la ventana y alborotar a la vecindad a gritos, porque, no cabía duda, al verse descubiertos, los ladrones huirían. Pero, debilitada por el terror, su voluntad sufría el ascendiente de otra voluntad que el peligro encontraba serena, violenta, férrea. El mayor de los dos deformes hizo cuanto le ordenaban, y, a una seña del menor, como soldado cobarde que entra en fuego mal de su grado, se acercó a la antesala llevando el candil en la mano trémula, y andando con tal cuidado que no hiciesen sus pasos el menor ruido...
Farruco puso el dedo en la boca, y después señaló a la puerta. Esta vez no era el tímido roer del ratón furtivo y porfiado: la sierra ya apretaba de firme: desde fuera hacían un agujero amplio, redondo, para que cupiese por él la mano del ladrón, y descorriendo los cerrojos, pudiese franquear la entrada... Jesús notaba hielo en las sienes. Su corazón armaba un ruido de fragua. Pero Farruco, imperioso, se imponía. Y aguardaban, ignorando lo que iba a sobrevenir...
El agujero crecía rápidamente... La mano era experta. ¡La mano! El temblor de Jesús aumentaba al pensar que pronto, por el hueco que abría el fino serrucho, cuya extremidad de víbora de acero veían, asomaría una mano humana... ¡Oh, profundo horror! Una mano viviente, armada quizá, más terrible por ignorarse a qué cuerpo corresponde... Y, en efecto, la sierra apresuró sus mordeduras, el redondel de madera se tambaleó un instante, cayó entre serrín, y la mano asomó, velluda, forzuda, ardiente a la presa, como boca de alano... Pero, antes que hubiese tocado el cerrojo que buscaba, Farruco, rápido como un rayo, la ciñó con el nudo corredizo, tiró y amarró la mano, ahorcada y contraída, a la fuerte aldaba de la puerta, al mismo cerrojo que quería descorrer. La mano resistía desesperadamente, pugnando por desasirse; Farruco apretaba y atirantaba la cuerda recia, ensebada para que el lazo resbalase mejor..., y ni una voz fuera ni dentro, ni un gemido, ni nada, sino silencio hondo y espantoso... Hecho el último nudo, Farruco sonrió satisfecho.
-Ahora -dijo- está en la ratonera el ratón; ahora, tonto, es cuando se puede llamar a la vecindad...
Y así lo hicieron; y, despavoridos, fueron algunos vecinos bajando a la calle... Los hermanos no se atrevían a abrir la puerta ni acercarse a ella. Desde el balcón explicaban: «Hay un ladrón... ¡Está amarrado! No se podrá defender... Suban; lo tenemos atado, seguro...»
El tropel de vecinos, que, en efecto, ya subía armado, furioso, gritó a una voz: «¡No hay nadie! ¡No hay nadie!». Y entonces se atrevieron los hermanos; descorrieron el cerrojo, voltearon la llave... La mano estaba allí..., engarrotada, pálida, como una araña difunta... Sólo que no tenía cuerpo el puño..., y en el descanso resbalaban los pies en un charco de sangre...
Y nunca, nunca se logró saber quién era el dueño de aquella mano cortada, horrible. Un rastro de gotas rojas se perdía en las contiguas callejuelas... ¿Adónde se habían llevado al mutilado sus compañeros? ¿Dónde le ocultaban? ¿Cómo le curaron? ¿Quién le asistió? ¡Bah! No olvidemos que en la gavilla formidable había médicos, boticarios, oidores, señorío...
El mayor de los Tomé se impresionó de tal suerte, que murió al poco tiempo, dejando toda su fortuna a los hospitales y por su alma. Y entonces se supo el verdadero caudal de los Tomé. Más de tres millones de reales cada uno. Para aquel tiempo, una cosa fabulosa.