El reconocimiento
Una abadesa, en Córdoba, ignoraba
que en su convento introducido estaba
bajo el velo sagrado
un mancebo, de monja disfrazado;
que, el tunante dormía,
para estar más caliente,
cada noche con monja diferente,
y que ellas lo callaban
porque a todas sus fiestas agradaban,
de modo que era el gallo
de aquel santo y purísimo serrallo.
Las cosas más ocultas
mil veces las descubren las resultas
y esto acaeció con las cuitadas monjas,
porque, perdiendo el uso sus esponjas,
se fueron opilando
y de humor masculino el vientre hinchando.
Hizo reparo en ello por delante
su confesor, gilito penetrante,
por su grande experiencia en el asunto,
y, conociendo al punto
que estaban fecundadas
las esposas a Cristo consagradas,
mandó que a toda priesa
bajase al locutorio la abadesa.
Esta acudió al mandato
por otra vieja monja conducida,
pues la vista perdida
tenía ya del flato,
y al verla, el reverendo,
con un tono tremendo,
la dijo: -¿Cómo así tan descuidada,
sor Telesfora, tiene abandonada
su tropa virginal? Pero mal dije,
pues ya ninguna tiene intacto el dije.
¿No sabe que, en su daño,
hay obra de varón en su rebaño?
Las novicias, las monjas, las criadas...
¿Lo diré? Sí; todas están preñadas.
-¡Miserere mei,. Domine!, responde
sor Telesfora. ¿ En dónde
estar podemos de parir seguras,
si no bastan clausuras?
Váyase, padre, luego,
que yo hallaré al autor de tan vil juego
entre las monjas. Voy a convocarlas
y con mi propio dedo a registrarlas.
El confesor marchose;
subió sor Telesfora, y publicose
al punto en el convento
de las monjas el reconocimiento.
Ellas, en tanto, buscan presurosas
al joven, y llorosas
el secreto le cuentan
y el temor que por él experimentan.
-¡Vaya! No hay que encogerse,
él dice. Todo puede componerse,
porque todas estáis de poco tiempo.
Yo me ataré un cordel en la pelleja
que cubre mi caudal cuando está flojo;
veréis que me la cojo
detrás; junto las piernas, y la vieja
cegata, estando atado a la cintura,
no puede tropezar con mi armadura.
Se adoptó el expediente,
se practicó, y las monjas le llevaron
al coro, donde hallaron
la abadesa impaciente
culpando la tardanza.
En fin, para esta danza
en dos filas las puso;
las gafas pone en uso
y, una vela tomando
encendida, las iba remangando.
Una por una, el dedo las metía
y después, «no hay engendro», repetía.
El mancebo miraba
lo que sor Telesfora destapaba,
y se le iba estirando
el bulto, y el torzal casi estallando;
de modo que tocándole la suerte
de ser reconocido,
dio un estirón tan fuerte
que el torzal consabido
se rompió y soltó al preso
al tiempo que lo espeso
del bosque la abadesa lo alumbraba;
y así, cuando para esto se bajaba,
en la nariz llevó tal latigazo
que al terrible porrazo
la vela, la abadesa y los anteojos
en el suelo quedaron por despojos.
-¡ San Abundio me valga!,
ella exclamó. ¡Ninguna de aquí salga,
pues ya, bien a mi costa,
reconozco que hay moros en la costa!
Mientras la levantaron
al mancebo ocultaron
y en su lugar pusieron
otra monja, la falda remangada,
que, siendo preguntada
de con qué a la abadesa el golpe dieron,
la respondió: -Habrá sido
con mi abanico, que se me ha caído.
A que la vieja replicó furiosa:
-¡Mentira! ¡ En otra cosa
podrán papilla darme,
pero no en el olfato han de engañarme,
que yo le olí muy bien cuando hizo el daño,
y era un dánosle hoy de buen tamaño!