El reloj de sol
En el sereno parque vela el viejo cuadrante.
Todo es quietud en torno. La libélula errante,
la abeja de áureos élitros, la oruga y el gusano,
como bajo el influjo de un señorío arcano
extáticos se arroban ante su potestad.
El cuenta el Tiempo eterno, sin límite ni edad,
en un rincón perdido, solitario y fragante.
¡Y qué limpias las horas que recoge el cuadrante!
Como es más pura el agua, que en el mismo regajo,
se abrevan los labriegos, en mitad del trabajo,
así es más puro el tiempo que en devoto mutismo,
todo candor y paz, viene del cielo mismo.
El aire, tiene un leve misticismo de incienso;
el sol pródigo y bueno, en el azul inmenso
se desplaza inmutable; y las horas aladas,
descienden del cénit, como alondras doradas,
a posarse, en silencio, sobre el reloj luciente.
A veces, ni el rumor del follaje se siente,
y hay pausas prolongadas en el parque callado...
Cerca del noble jaspe del reloj asoleado,
en un derruido banco señorial, un anciano
del otro siglo, sueña, bajo el sol meridiano,
en quién sabe qué historias de su existencia moza.
Sobre el lejano prado magnifica se esboza
entre un enjambre de oro la casa solariega;
en las remotas granjas la cigarra despliega
su invisible abanico, templado y sonoroso.
Tal vez, de cuando en cuando, se oiga el eco mimoso
de los niños que juegan en el patio distante;
y mudo, entre una atmósfera luminosa y sedante,
como si la emoción anudara su voz,
vela el reloj de sol que es el reloj de Dios!