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El retrato vivo

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Brisas de primavera
El retrato vivo

de Julia de Asensi


¡Pobres mujeres y pobres niños! Ancianos y jóvenes habían formado un valeroso ejército para combatir al enemigo que había venido a sitiarlos a los mejores de sus pueblos y, no habiendo logrado vencer, habían perecido casi todos. Los pocos que vivían, hechos prisioneros, no podían ser ya el sostén de la madre, de la esposa y de los tiernos hijos. El vencedor, no contento con este triunfo, había dado orden de salir de aquella tierra a tan débiles seres.

Recogieron sus ropas y todo cuanto era fácil llevar sobre sí y que no tenía valor material alguno, y llorando los unos, suspirando los otros, y sin comprender lo que perdían los más, se alejaron despacio de sus hogares, en los que meses antes fueran tan felices.

Ya a larga distancia de su patria, los tristes emigrantes se detuvieron para descansar y también para tomar una resolución para lo porvenir.

Los que tenían familia en otras poblaciones pensaban buscar su protección; los que no, decidían, las jóvenes madres trabajar para sus hijos, las muchachas servir en casas acomodadas, los niños aprender cualquier oficio fácil, las viejas mendigar.

Pero había entre aquellos seres un niño de nueve años, que no tenía madre ni hermanos, que antes vivía solo con su padre y, después de muerto este en la pelea, quedaba abandonado en el mundo.

Se acercó a una antigua vecina suya implorando su protección.

-Nada puedo hacer por ti, Gustavo, le dijo ella, harto tendré que pensar para buscar los medios de mantener a mis dos niñas.

-Cada cual se arregle como pueda, repuso otra; no faltará en cualquier país quien te tome a su servicio, aunque sólo sea para guardar el ganado.

-Para eso llevo yo tres hijos -añadió otra mujer-; primero son ellos que Gustavo.

Y en balde se acercó el niño a los demás. Cada cual siguió su camino, y el pobre huérfano, comprendiendo que nada debía esperar de los emigrados que con él iban y entre los que no contaba con un amigo sincero, los dejó antes de la noche tomando distinta senda que los otros.

El pobre niño estaba rendido de fatiga, de hambre y de sed. Se acordaba de que en su modesto hogar nunca había carecido de nada.

Se hallaba cerca de una hermosa población, pero no creía poder llegar a ella, tal era su cansancio. En aquel camino vio un arroyo en el que bebió, y el agua le dio nuevas fuerzas para seguir andando. Antes de entrar en la ciudad divisó un pequeño castillo; las puertas y ventanas cerradas parecían indicar que no estaba habitado. A su espalda tenía un hermoso jardín, cuya cerca ruinosa permitía ver, por entre numerosas grietas, los elevados árboles, las calles cubiertas de rastrojos y muchas estatuas y fuentes. También divisó Gustavo, al resplandor del astro de la noche que enviaba sus melancólicos rayos a la tierra, un pabellón que tenía entreabierta una de sus ventanas.

-Si yo pudiese dormir ahí esta noche, se dijo, mañana encontraría quizás un albergue mejor.

Una vez pensado esto, saltó, no sin alguna dificultad, la tapia; se dirigió al pabellón y, abriendo del todo la ventana, penetró resueltamente en la habitación. Esta no era muy espaciosa y no tenía más muebles que una mesa y un diván. Del techo pendía una lámpara y en los muros, cubiertos de tapices, se divisaba un cuadro que Gustavo no podía distinguir a causa de la obscuridad que allí reinaba. Sólo veía brillar el marco dorado. No logrando satisfacer el hambre, pensó dormir al menos, y echándose en el diván, que le pareció un lecho muy blando, apoyó la cabeza en uno de sus brazos para que le sirviera de almohada.

A poco rato oyó el triste tañido de una campana distante y, llenándose sus ojos de lágrimas, murmuró:

-Así sonaba la de mi parroquia cuando yo, tenía patria.

Pero como Gustavo era un niño, aquella preocupación le duró poco, y al fin se durmió profundamente.

Cuando se despertó habían pasado algunas horas y los rayos de la luna penetraban en la habitación. Uno de ellos iluminaba el cuadro, y Gustavo pudo ver que representaba el retrato de cuerpo entero y de tamaño natural de una mujer. Era joven, bellísima, con el cabello castaño, los ojos grandes y expresivos y las facciones todas de extraordinaria perfección. Iba vestida de negro, y en una de sus blancas manos sostenía un libro encuadernado lujosamente.

Gustavo la miró largo rato; no había visto jamás un rostro más hermoso ni una mujer de mayor atractivo. Pero cuando estaba más absorto, una nube veló la luna, y el retrato volvió a quedar envuelto en las sombras.

A la mañana siguiente se despertó, resuelto a continuar su camino, pero entonces advirtió, no sin sorpresa, que la ventana por donde había entrado estaba cerrada y encendida la lámpara, que pendía del techo. ¿Iría a morir allí de hambre y de sed?

Quiso abrir las maderas, pero no lo consiguió; gritó, mas su voz no fue oída, y temiendo que le hubieran hecho prisionero, pensó, no sin espanto, que había caído en poder de algunos infames que no le soltarían fácilmente, puesto que nada podía dar para su rescate.

Mirando bien a todos lados, no tardó en ver una cesta con provisiones y un jarro de agua. ¿Será esto para mí? -se dijo mientras sacaba todo lo que contenía la cesta sobre la mesa-. Hay pan, carne, fiambre, un pollo y frutas, ¿Cuándo he comido yo cosas tan buenas? No debo dudar: puesto que han dejado esto aquí y me han encerrado, es que es mío.

Y comió con un apetito excelente.

Una vez satisfecha el hambre se encontró bastante aburrido; su única distracción era contemplar el retrato de aquella dama que parecía también mirarle.

Así se pasó el día; el aceite de la lámpara se consumió y esta cesó de arder. Apenas quedó Gustavo en la obscuridad, buscó el diván a tientas, se echó sobre él y a poco rato durmió.

Le despertó un ruido extraño y una súbita claridad; volvió los ojos hacia el retrato y vio sólo el marco.

Delante se hallaba una mujer vestida de negro, que llevaba una lámpara en la mano. Era el retrato que se había animado, tenía vida y, bajando de su lienzo, se dirigía al lado de Gustavo que le miraba con el mayor asombro.

Sí, no había duda, era ella, la hermosa dama de cabello obscuro y ojos negros; la inanimada pintura de la noche antes tenía un cuerpo, un alma, una expresión.

Gustavo creyó que soñaba, y más aún lo pensó cuando la singular mujer, llegando junto a él le miró fijamente y le dijo esta palabra sola:

-Mañana.

Tuvo el niño miedo y cerró los ojos; cuando al cabo de un rato los abrió, la visión había desaparecido, el retrato estaba en su dorado marco, pero había dejado una prueba de su presencia, la lámpara encendida. Entonces, ya excitado por lo ocurrido anteriormente, Gustavo creyó que el retrato continuaba vivo y se atrevió a hacerle diversas preguntas, a las que naturalmente no tuvo respuesta ninguna, llegando a sospechar que aquello no había sido más que una alucinación.

Al día siguiente comió el resto de sus provisiones y tuvo el intento de permanecer despierto para cuando fuese el retrato, pero, como la noche anterior, se apagó la lámpara y, Gustavo, a obscuras y solo, no pudo resistir el sueño que en breve se apoderó de él.

Al despertarse, el retrato estaba vivo otra vez; la bella dama miraba a Gustavo con ternura; iluminando su rostro la luz de la lámpara que, como la noche anterior, ardía sobre la mesa. Un vago temor se apoderó del niño, que cerró los ojos. Pero después oyó que un hombre y una mujer, el retrato, sin duda, hablaban cerca de él.

-¿No te aseguraba yo -decía ella-, que mi niño no había muerto, y que más tarde o más temprano le hallaría?

-Pero ¿es en realidad tu niño? -preguntaba el hombre.

-Ciertamente; mírale bien. Tiene el cabello castaño obscuro, como yo, la frente altiva de su padre, y en la expresión del rostro hay algo de los dos. Haciendo tanto tiempo que no me ve, le asusta mi presencia, pero ya le explicaré todo y me amará como cuando era más pequeño.

-Y ¿quién le ha traído aquí? -interrogó el hombre.

-Un ángel, sin duda, que se ha compadecido de mi llanto. Cógele en tus brazos y llévale al castillo, padre mío.

Gustavo, al oír esto, se puso súbitamente en pie y vio a un hombre de unos sesenta años, al lado de la que él continuaba llamando el retrato vivo.

-Ven, Alfredo- dijo ella.

-Señora -murmuró el niño-, mi nombre es Gustavo, y no conozco a V.

-Eso crees tú, porque te han engañado: pero yo probaré lo contrario. Sígueme.

El anciano cogió a Gustavo de la mano y, aunque él opuso una débil resistencia, le hizo salir por el marco del retrato, que era una puerta que conducía a una galería que comunicaba con el castillo.

Allí encontró a varios servidores, que le miraron con extrañeza, y la dama dejó al niño con el caballero un instante.

-Oye con atención -le dijo el anciano-, y procura no olvidar mis palabras. Esa mujer que acabas de ver es mi hija. Quedó viuda a los dos años de matrimonio, teniendo un niño de diez meses, al que hizo la desgracia viese morir también más tarde; entonces perdió ella la razón. Los médicos me dijeron que sólo una gran alegría podría salvarla; pero ¿cómo proporcionarla a la que nada debía esperar en la tierra? Al verte, ha creído que eres su hijo y la razón le vuelve poco a poco. Hace cinco años que va todas las noches a ese pabellón; ahora tú me dirás cómo te ha encontrado en él.

Gustavo refirió en breves y sentidas frases su triste historia y, viendo que el huérfano no tenía a nadie en el mundo, profirió el caballero:

-Si eres bueno, tu fortuna está hecha; mi hija y yo somos muy ricos y todo será para ti: para eso es necesario que renuncies a esa patria, a la que tanto amas a pesar de tus cortos años, y a tu nombre: serás Alfredo y no Gustavo, y yo te deberé el supremo bien de que mi hija recobre la razón creyéndote su niño. No descubras jamás este forzoso engaño, y así tendrás un amor maternal que nunca hubieses podido encontrar en el mundo.

En aquel momento entró la dama.

-¡Alfredo! -exclamó.

-¡Madre! -dijo el niño echándose en sus brazos.

Ella le besó con transporte, y luego dulces lágrimas brotaron de sus ojos, llanto de felicidad que indicaba que su vacilante razón no estaba ya perdida.

En efecto, no tardó en curarse del todo, llenando de júbilo a su anciano padre que tanto la amaba.

Gustavo, o más bien Alfredo, obtuvo todo el cariño, toda la abnegación que hubiese alcanzado el verdadero hijo de la dama, que siempre se había obstinado en creer que su niño no había muerto.

Y mientras el huérfano desvalido y abandonado, cuando salió de su patria se veía lisonjeado con los más gratos favores de la suerte, los otros emigrados arrastraban una existencia miserable, sufriendo privaciones de todos géneros. El pabellón donde hallaron a Gustavo, fue objeto de constante veneración para la dama y para el niño, el que durante mucho tiempo siguió creyendo que su supuesta madre era el retrato vivo que vio la noche de su llegada, porque, habiéndose roto el resorte que hacía se comunicase el pabellón con la galería, por medio de una puerta oculta, el lienzo no volvió a ocupar jamás su primitivo puesto.


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