El revólver
La campaña, donde el hombre aislado no dispone de otra energía que la suya propia, exige el uso del revólver para relacionarse con los bandidos y con las fieras. Son allí oportunos igualmente los instintos primitivos que, como la crueldad y la astucia, encerramos todos en cantidad distinta, y envidiable también la finura puramente animal del oído y del olfato.
Cuando se formaron grandes centros, en que a la natural placidez de las costumbres se añadieron la cortesía inherente al juego social y el establecimiento de la policía y de los juzgados, se debió esperar que el revólver sería sólo indispensable a los viajeros, a los comisionistas, a los exploradores, a los miembros del ejército y de la marina y a los asesinos.
No resultó así. Cada cual lleva por nuestras calles cinco vidas ajenas en un bolsillo del pantalón. El estudiante, el empleado inofensivo no podrán comprarse un reloj, pero sí un revólver. Los jóvenes chic dejan en el guardarropa de los bailes su Smith al lado del clac. Señores maduros van con una artillería de maridos engañados o de conspiradores a leer al club su periódico preferido. Abogados, médicos y quizá ministros de Dios se arman cuidadosamente al salir de su casa. Se respira un ambiente trágico. Se codean héroes.
Mezclado familiarmente con la existencia diaria, el revólver es el remate de las disputas, un gesto casi legítimo, un argumento, y sirve para poner con balas los puntos sobre las íes.
Se le respeta tanto más cuanto que rara vez hiere a quien apunta. Su mérito consiste en que es torpe como la Providencia, y en que convierte una cuestión particular en un riesgo público. Este instrumento loco, dócil a la fugitiva presión de un dedo, es el que prefieren los impulsivos, el favorito de las mujeres y de los incapaces de dar una bofetada. Según se ha dicho profundamente, iguala a los adversarios. Entrega la fuerza, la salud y el equilibrio al espasmo histérico de un enclenque.
Tiene otras ventajas. Amenaza perpetua, mantiene el miedo entre los ciudadanos. La razón calla para que no la ametrallen. La calumnia, segura de no ser agredida, corre al aire libre. Las polémicas periodísticas se transforman en prudentes colecciones de insultos a distancia. El jurado se enternece con el revólver, y arregla benévolamente los casos desgraciados. Así se conserva una pacífica depresión moral.
Creo que hay disposiciones contra las armas de fuego. Pero el rigor de las leyes reside en su cumplimiento, y no en la letra. Los tribunales respetan el derecho de propiedad, que se confunde, por lo que atañe al revólver, con el derecho a que nos fusilen.
Publicado en "Los Sucesos", 21 de octubre de 1905.