El rey de las ovejas

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Los milagros de la Argentina
El rey de las ovejas​
 de Godofredo Daireaux


Cuidaba Juan, en su tierra, como pastor a sueldo -¡y qué sueldo!- un rebañito de cincuenta ovejas. Cincuenta ovejas, allá, no las tiene cualquier pobre, y el rebaño que cuidaba Juan pertenecía a un propietario rico de su pueblo natal. Pero quería a sus, ovejas como si hubieran sido de él; las conocía a todas y a cada una, sabía sus mañas, se acordaba de qué madre era hija tal o cual de ellas, y cuando nacían los corderos redoblaba sus atenciones para que ninguno se perdiese. Asimismo, no dejaba de avisar a su amo cuando algunos animales habían engordado bastante para ser entregados con provecho al carnicero, pues el amor que les tenía no podía impedir que cumpliese con su deber, por cruel que fuera.

Sucedió que un día murió el dueño de las ovejas y que sus herederos las remataron y despidieron a Juan. Fue grande su desconsuelo; cuidaba admirablemente las ovejas, pero no sabía ni quería hacer otra cosa, y como no encontrara colocación de pastor, corría el riesgo de morirse de hambre, cuando volvió de la Argentina uno de sus compañeros de infancia. Este traía, después de algunos años de ausencia, bastantes ahorros; había cuidado él también ovejas, pero en la Pampa; y contaba que allí las majadas no son de veinte o cincuenta ovejas, sino de miles de cabezas, y que se cuidan a caballo, no en el borde de los caminos y en las orillas de los trigales o de los montes, sino en llanuras inmensas, pastosas y casi desiertas.

-«¿Por qué no vas? -le dijo a Juan-. Allí te han de dar una majada grande, de mil cabezas por lo menos, a interés, y, como eres buen cuidador, pronto te pones rico».

Juan pudo juntar algunos francos, trabajando de jornalero en cualquier cosa, y siguiendo el consejo de su amigo, se embarcó en Burdeos. Al llegar a Buenos Aires, pronto encontró conchabo para el campo y fue como peón a una estancia del Azul. Nunca en su tierra había andado a caballo y lo emplearon primero en trabajos de a pie; pero no perdía ocasión de montar, aunque fuera por un rato, en algún mancarrón, y demostraba tanto interés por las ovejas, tratando siempre de ponerse al corriente de todo lo que a cuidado de majadas correspondía, que, al poco tiempo, su patrón le confió un puesto con mil ovejas al tercio, como entonces era costumbre.

El año vino regular: en las majadas hubo poca sarna, bastante parición y los capones engordaron bien; pero en la de Juan no hubo ni rastro de sarna, su parición fue sobresaliente y de ella apartó el resero doble número de capones que de cualquier otra. El patrón se admiraba; pero Juan le explicó que, siendo soltero, carneaba raras veces y sólo ovejas viejas; que todas las mañanas, permitiéndolo el tiempo, hacía pasar por el chiquero dos puntitas de ovejas para curar las manchas de sarna que pudiera haber, y que cuando iba a empezar la parición, apartaba las ovejas preñadas y no se despegaba de ellas ni de día ni de noche hasta que estuvieran señalados los corderos. El resto del año se lo pasaba en el campo con la majada, pastoreándola en los mejores retazos, sin estorbarla asimismo, ni impedir que se extendiera a su gusto y comiese bien.

De este modo, no podía cundir la sarna en sus ovejas, la lana era de mucho peso y de primera calidad; no se le perdía un solo animal, todos los capones quedaban para el matadero, los corderos no se aguachaban y las mismas ovejas viejas eran aprovechadas.

Al cabo del segundo año, el patrón de Juan, además de su majada al tercio, le dio un interés sobre todas las ovejas de la estancia, con tal que vigilase un poco a los demás puesteros y les enseñase a cuidar como él lo sabía hacer. La mayor parte de ellos empezaban a hablar de curar la sarna cuando ya andaban las ovejas harapientas y andrajosas, que ni con bañarlas se hubiera podido conseguir el vellón entero; todos tenían por costumbre confiar la majada a los muchachos; la soltaban por la mañana, dejándola ir a donde quería y se mandaban mudar para la esquina; carneaban los capones más gordos, malgastaban la carne, dejaban los cueros echarse a perder, se les extraviaban puntas de ovejas, las viejas morían por allí entre las pajas y se perdían con cuero y todo, los corderos se aguachaban, y al fin del año, se encontraba el patrón con poca lana y de poco valor, pocos capones, poco aumento, y renegaba contra los puesteros, y éstos también renegaban, porque no ganaban nada.

Juan tuvo que tomar también un muchacho para que le ayudase a cuidar la majada, pero sólo lo dejaba a ratos, cuando tenía que ir a algún puesto o a recorrer el campo, y con orden de no abandonar la majada hasta que volviese. A cualquier hora caía en los puestos para ver lo que hacían los puesteros; los obligaba a pastorear sus majadas, les enseñaba que sólo el pastor que quiere a sus ovejas saca provecho de ellas; les ayudaba a curar la sarna, a apartar las madres; les señalaba las ovejas viejas que podían comer; en una palabra, los instruía con sus consejos y su ejemplo, y al fin del año pudieron ver todos, desde el patrón hasta el último puestero, que si no dan casi nada las ovejas mal cuidadas, mucho dan cuando se las atiende como es debido.

Juan llegó así a tener, al cabo de algunos años, un capitalito bastante regular y pensando con razón que para trabajar en la Argentina toda la vida conchabado, mejor hubiera sido quedarse en su tierra, dejó a otro el puesto y compró un campito y dos mil ovejas.

Si siempre, por cuenta ajena, había cuidado con amor, empezó, cuando se trató de ovejas propias, a cuidarlas con pasión. A fuerza de asiduidad y de esmero les hizo rendir productos desconocidos hasta entonces; mejoraba sin cesar la cría, vendiendo o comiendo toda oveja gorda que no fuese de muy buena lana o hubiese pasado de cierta edad, comprando carneros finos en la medida de sus medios, pero con ojo tan certero que siempre le salían baratos; y sucedió que bien pronto no tuvo capones para vender, pues todos sus corderos machos se los disputaban los estancieros vecinos para carneros de sus majadas de campo.

Los primeros pesos siempre son difíciles se adquirir; pero con ellos viene la experiencia, y una vez que uno los tiene bien seguros, se reproducen a menudo con pasmosa rapidez; y así le pasó a Juan. Cuando hubo juntado otra buena cantidad, compró otro campito y también lo pobló de ovejas, y desde entonces cada vez que le alcanzaban para ello las fuerzas, compraba otro campo y lo poblaba del mismo modo.

Los mismos puesteros que habían trabajado con él desde un principio, le servían para dirigir y vigilar a los demás, pues a medida que aumentaba el número de sus estancias, necesitaba más mayordomos, capataces y puesteros; y acordándose de lo pobre que había sido y de la ayuda que le habían valido su trabajo y su buena conducta, se mostraba liberal él también con todos los que lo habían servido bien, cuidando las ovejas como se les había enseñado.

Y ahora, cada año, en la esquila, la bola de nieve de los blancos vellones de lana de sus innumerables ovejas, representaba una fortuna; una, dos, tres estancias nuevas se venían a agregar a las que ya poseía, y se poblaban de majadas, con su dotación de carneros refinados, siendo cuidadas por puesteros bien enseñados que de antemano sabían que para quedar en sus puestos tenían que cumplir con todas las obligaciones del buen pastor, y que la primera es querer a sus ovejas hasta sacrificarse por ellas.

Juan, por supuesto, ya sólo podía recorrer sus numerosas estancias, y con esto, no más, tenía bastante que hacer; pero no dejaba pasar nada, y como, el día menos pensado, caía en cualquiera de sus establecimientos y lo inspeccionaba todo, no por encima, como suelen hacer muchos patrones que nunca han sido peones, sino hasta en los más pequeños detalles, los mayordomos siempre se mantenían alerta y ni por un momento hubieran aflojado la rienda a su gente.

El resultado fue que, al cabo de unos veinte años, Juan, en su tierra humilde pastor a sueldo de cincuenta ovejas, era dueño de dos millones de ovejunos que pacían en múltiples campos de su propiedad, diseminados en las fértiles pampas de la República Argentina, rebaño enorme que ni en Rusia, ni en Australia tiene ni ha tenido rival, ni lo tendrá jamás.

... Esto también, ¿no es cierto?, parece cuento de hadas, y, sin embargo, no es cuento.



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