El rey de las praderas/III
Capítulo III
Al saber, en Nueva York, que Foster (padre) estaba en San Francisco, atravesó inmediatamente los Estados Unidos.
Se había vuelto de repente mujer de orden; deseaba enterarse del estado de sus negocios; creía necesario conferenciar con su tutor. No sabía ciertamente qué podría decirle; pero consideraba urgente el verle, por el solo hecho de que vivía en California.
Cuando llegó á San Francisco, supo que Foster se hallaba en una propiedad suya, á dos horas de ferrocarril, y desistió de su visita. Ya le vería más adelante; estaba cansada; le asustaba estas dos horas de tren, después de haber pasado una semana entera en vagón. Y, á pesar del tal cansancio, salió inmediatamente para Los Ángeles, un viaje cinco veces mayor.
Pero tampoco en Los Ángeles estaba su reposo, y no paró hasta tres cuartos de hora más allá, en el pueblo de Hollywood, donde se fabrican la mayor parte de los films que entretienen á la humanidad presente.
Admiró la fresca hermosura de una población creada en pocos años, por la necesidad de sol y de cielo límpido que tiene la cinematografía. Vió avenidas formadas solamente de jardines y de estudios. Varios miles de artistas de ambos sexos, de maquinistas escénicos y de fotógrafos constituyen su único vecindario. En las calles, á la hora del lunch, se encuentran odaliscas arrastrando sus velos, españolas con mantilla, ó pieles rojas con penachos de plumas, según es el film que está en ejecución. Las figurantas van á sus casas á almorzar sin quitarse el traje, por no perder tiempo.
Sobre las vallas de los estudios se elevan, unas veces, la torre Eiffel, si la obra transcurre en París, y otras, el palacio de los Dogas venecianos ó los agudos minaretes de una mezquita oriental. Cuando el fotógrafo termina de dar vueltas á la última película, los albañiles demuelen estas sólidas construcciones de cemento para levantar otras inmediatamente, cambiando el aspecto de la «ciudad-camaleón».
Mina fué rectamente en busca de lo que le había atraído cuando estaba al otro lado de la tierra. Avanzó con resolución, por lo mismo que estaba segura de que le esperaba un cruel desengaño. Esta celebridad sería, seguramente, como las otras.
Una agencia de informes había puesto en movimiento sus detectives para hacer conocer á la millonaria todo el pasado de «El rey de las praderas».
Lionel Gould—un nombre de teatro—había sido estudiante; pero su afición á la vida intensa y á las novelas de aventuras le hicieron abandonar la casa de sus padres á los diez y siete años, yéndose á Texas para llevar la existencia ruda de los cow-boys que tantas veces había admirado en los libros. A los veintidós años, otro cambio de aficiones. El jinete de las llanuras, cansado de guardar vacas, se había hecho actor, sufriendo la vida errante y no menos aventurera que llevan en los Estados Unidos las gentes de teatro mediocres, saltando de pueblo en pueblo para trabajar una noche nada más.
El éxito universal de la cinematografía le sacó de pronto de esta miserable situación. Todo lo que había aprendido en las praderas de Texas le sirvió para su gloria artística. Ningún actor supo como él montar á caballo, echar el lazo, batirse á puñetazos, manejar las armas. Allá, entre vaqueros de verdad, había sido un discípulo mediocre, un muchacho de la burguesía empeñado en hacerse cow-boy bajo la obsesión de ciertas lecturas. En el cinematógrafo no tuvo rival, y fué al poco tiempo «El rey de las praderas».
Antes de los treinta años había juntado una fortuna considerable y su nombre era famoso en la tierra entera.
Un ayuda de cámara irlandés se encargaba de contestar, imitando su firma, los centenares de cartas femeniles que llegaban semanalmente de todos los extremos del planeta pidiendo á Gould un autógrafo sentimental.
Mina vió su casa, elegante edificio de madera, verde y blanco, entre jardines siempre primaverales. Después lo vió á él, una tarde que trabajaba en el interior del estudio cinematográfico, bajo una luz lívida. «El rey de las praderas» se batía en aquellos momentos á silletazos y tiros de revólver con todos los parroquianos de una taberna del desierto.
La primera impresión no fué buena. Miss Craven le vió alto, fornido, de arrogantes movimientos, tal como lo había contemplado muchas veces en los films, pero con la cara pintada de blanco, lo mismo que un Pierrot. La luz lívida y sepulcral de los tubos de mercurio exigía esta pintura de artista de circo.
Pero Gould, impresionado por la presencia de la millonaria que era hija del difunto Craven y tenía por tutor á Foster (padre), dos nombres ilustres del Oeste, la saludó con una torpeza conmovedora. En su confusión, lanzó la mirada, la famosa mirada de héroe niño que parecía pedir auxilio, y Mina dejó de ver la cara cubierta de almidón, para fijarse únicamente en sus ojos implorantes.
Desde este día, el gran artista terminó más pronto sus trabajos, para ir á Los Ángeles, donde miss Craven le había invitado á comer, ó para acompañarla en sus interesantes paseos á la hora en que muere el sol.
Lionel recitaba versos, estaba más enterado que Mina de las cosas literarias, y ella acabó por admirarle como un espíritu delicado, como un «alma romántica», capaz de llenar de poesía la existencia de una mujer. Además, era «El rey de las praderas», el atleta irresistible que ningún hombre podía domeñar.
Una visita inesperada perturbó esta existencia idílica.
Se presentó en el lujoso hotel de Los Ángeles Foster (hijo), con todo su equipaje de escopetas y demás aparatos para la caza de bestias feroces.
—¡Mi querida Mina! ¡Qué casualidad encontrarnos!... Vengo de Nueva York, para embarcarme en San Francisco. Voy al Congo....
Y ruborizándose por este absurdo rodeo geográfico, se apresuró á añadir:
—Quiero cazar donde no cazó el coronel Roosevelt. Voy á correr los países que él no visitó nunca.
Un secreto instinto le avisaba, sin duda, el peligro, y venciendo esta vez la cortedad de su carácter, manifestó sus deseos. Mina Craven y James Foster (hijo) podían hacer una linda pareja. ¿Por qué no se casaban?...
El gesto de lástima simpática que puso ella fué para acobardar al más valeroso cazador.
—Yo sólo me casaré con un hombre célebre.
Foster quiso protestar. Él no tenía la celebridad de un boxeador ó de un cantante de ópera; pero era alguien. Los periódicos hablaban de él.
—Yo sólo me casaré con un héroe—añadió Mina.
James creyó necesario insistir en sus méritos. Hizo memoria de los regalos enviados á Mina, especialmente de dos pieles de oso, enormes, con unas cabezas que metían espanto. Él, completamente solo, los había matado en Alaska.
—¡Unos osos!—dijo ella, levantando los hombros—. Eso lo mata cualquiera.... ¿Cuántos tigres ha cazado usted, James?...
El hijo de Foster inclinó la cabeza. Apenas quedaban tigres en el mundo. Él había pasado varios meses en la India, y, después de largas esperas, gastos y penalidades, sólo había conseguido matar uno.
—¡Un tigre nada más!...
Mina sonrió otra vez de lástima. Ella conocía á un cazador que llevaba matados más de treinta ante sus propios ojos, y no con largos intervalos, sino todas las noches.
Foster (hijo), como hombre práctico, abandonó inmediatamente sus pretensiones, juzgándolas imposibles. «¡Adiós, Mina!» Ya no pensó en sobrepasar las hazañas africanas de Roosevelt. Lo que deseaba era tropezar en el Congo con un hipopótamo, un león ó cualquiera otra bestia misericordiosa, que, al desgarrarlo en pequeños pedazos, le librase del recuerdo de miss Craven la ingrata.
Después de esta entrevista, la millonaria creyó necesario acelerar los acontecimientos. Ella fué la que tomó la iniciativa, sabiendo que «El rey de las praderas» se mostraba tímido en su presencia, quedando como adormecido bajo el poder de sus ojos.
—Ya estoy cansada de ser miss Craven. Ahora deseo ser mistress Gould. ¿Está usted conforme, Lionel?
Aunque él hubiese dicho que no, Mina habría preparado lo mismo el matrimonio.
Llevando tras de ella al célebre Lionel, como si lo raptase, se marchó á San Francisco para visitar á su tutor. Esta vez Foster (padre) estaba en su despacho.
—Le presento á mi futuro esposo. Me caso esta misma semana con «El rey de las praderas».
El millonario abrió la boca á impulsos de la sorpresa, mostrando todo el oro y el marfil de su interior. Luego pensó que un hombre de negocios no debe asombrarse nunca, y acabó por reír, con una carcajada ruidosa que dejó visible otra vez toda la riqueza de su dentadura.
—¡Original!... ¡Verdaderamente original!