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El sabor de la tierruca/IX

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Quien haya visto el mar después de un temporal deshecho, tenderse en la playa, rumoroso y ondulante, lamiendo manso lo que antes azotó iracundo, y trocados en arrullos sus bramidos, tendrá una idea del estado de don Juan de Prezanes, horas después de la borrasca que el lector presenció. En el fondo de aquella alma, transparente como el más limpio cristal, no se descubría un solo rencor. Remordimientos y heridas, sí. Remordimientos, porque su buen sentido, libre de las cadenas de la pasión, decíale que para defender su derecho no había necesidad de enfurecerse como él se enfurecía, dando con ello monstruosas proporciones a lo que de suyo era, en sus comienzos, pequeño y baladí, y rebajando lastimosamente el nivel de su propia dignidad. Hasta concedía cierto derecho a su amigo para desaprobar sus viejas alianzas con determinadas gentes, por que a la vista estaban los muchos males que habían producido al pueblo, y los grandes disgustos que a él le habían acarreado, sin un solo beneficio; pero nada más que cierto derecho: no en la amplitud en que su compadre se le tomaba y comprendía. Y por aquí andaba el punto doloroso. Grabadas estaban en su memoria palabras de acero que, en el calor de la disputa, se le habían lanzado al corazón, sin respeto alguno a la honradez de sus intenciones ni a la enfermedad de su temperamento, causa eficiente de los arrebatos a que de continuo se entregaba, contra sus deseos y propósitos.

Apenábale el dolor de estas heridas, hechas sobre frescas cicatrices, y, por lo mismo, doblemente dolorosas; pero curábalas con la reflexión de que otras tales había causado él en la batalla: con el bálsamo del perdón implorado por su contendiente, y con la esperanza de que la reciente reyerta sería la última entre él y el amigo a quien más quería en el mundo. Pero, hecha entre los dos la definitiva liquidación de agravios, y vuelto cada cual a su tienda, que no se le obligara a él a dar el primer paso en la nueva y edificante vida que ambos habían de hacer en adelante. Era él el más desgraciado, el más solo y el más ofendido de los dos, y no podía arraigar la reconciliación en el fondo del alma, si se cimentaba en tan palmaria injusticia. En cambio, si, libre y espontáneamente, su amigo, o cualquiera de la familia de su amigo, diera ese paso decisivo, ¡con qué ansia le saldría al encuentro y le recibiría en sus brazos, y firmaría entre ellos, con el olvido de todos los agravios, eternas y venturosas paces!

Así pensaba, arrimado a la mesa de su despacho, y en la palma de la mano reclinada la descolorida frente, mientras Ana, sentada a su lado y leyéndole los pensamientos (porque los hombres como don Juan de Prezanes, no solamente son niños toda la vida por su afición a las cosas pequeñas, sino por su propensión a meditar a voces), le prometía lo que él deseaba, y mucho más.

-Por si te equivocas -llegó a responder su padre-, bueno será que hagas el sacrificio de acompañarme esta tarde. La soledad es mala consejera, hija mía.

Lo que en rigor buscaba don Juan al tener a Ana toda la tarde a su lado, era el convencimiento de que si alguno de la otra casa iba a visitarle, lo haría por iniciativa propia, no por sugestiones, y quizá ruegos, de su hija, quien, hablando en rigor de verdad, en lo tocante a que se cumplieran sus promesas, no las tenía todas consigo.

En eso apareció Pablo en el corral, y a don Juan de Prezanes, al verle, se le escapó del pecho un rugido de gozo.

-¿Lo ve usted? -le dijo Ana sin disimular el grandísimo que ella sintió al mismo tiempo.

No podía, en aquella ocasión, enviarse al abogado de Cumbrales emisario más de su gusto. Sin embargo, recibió al mozo con estudiada seriedad. ¡Hasta en los menores detalles son niños los hombres quisquillosos!

-¡Ya es hora de que le veamos a usted por acá, señor don Pablo! -dijo, respondiendo al saludo cordial del joven.

-¡Como, a veces, no sabe uno en qué peca más!... -replicó éste.

-Como andaban ustedes de monos -añadió Ana-, habrá creído Pablo que no estaba el horno para rosquillas.

-Cabalmente, -dijo Pablo con la mayor sinceridad.

-¿Es decir -repuso don Juan con mal disimulada vehemencia-, que, por tu gusto, me hubieras visitado alguna vez?

-Pues como de costumbre: todos los días.

-¿De manera que al verte hoy a mi lado, sin miedo de que este ogro te devore, debo suponer que, en tu concepto, esos monos ya no existen?

-Justo y cabal.

-Y ¿quién se lo ha dicho a usted, caballerito? -preguntó aquí don Juan de Prezanes, dejando traslucir, en la mal fingida dureza de la pregunta, el propósito que ésta envolvía.

-¿Quién podía decírmelo sino mi padre? -contestó Pablo sencillamente, mientras Ana iba con anhelante mirada del uno al otro interlocutor.

-¿Luego su señor padre de usted -continuó don Juan-, no se opone a que se me haga esta visita?

-Como que traigo el encargo de brindarle a usted a tomar chocolate con él... digo, si no le queda a usted algún resentimiento...

-¡Qué cosas tiene tu padre, hombre! -exclamó el nervioso abogado, llenando todo su pecho de aquella especie de aura bienhechora que esparcía en la estancia el recado de su amigo- Yo no tengo resentimientos con nadie, y mucho menos con vosotros... ¡Vayan al diablo, si es preciso, esas cosas que no me interesan dos cominos y tan malos ratos me dan! Armonía con todos y sosiego en el hogar, Pablo: esto es vivir; que no está uno contento de sí mismo mientras se halle en guerra con los demás. Conque raya por debajo, y no volvamos a hablar del asunto.

Así comenzó a entregarse don Juan de Prezanes a la pasión de regocijo que le solicitaba rato hacía, creyendo a salvo ya todos los fueros de su amor propio. ¡Cuántas veces se había hallado en idéntica situación!

Preguntó a Pablo muchísimas cosas, sin orden ni concierto, mientras se paseaba a lo largo de la estancia; y su ahijado, muy cerquita de Ana, tan pronto contemplaba la labor que ésta tenía entre manos, como miraba las nubes por la ventana abierta. Llegando a preguntarle por la vida que traía, respondió el mozo en breves palabras, porque era escasa la materia y a la vista estaba en todo el lugar. A lo que dijo don Juan de Prezanes:

-Pues mira, hombre: si he de decirte lo que siento, tratándose de un muchacho de tus condiciones, no me gusta ese modo de vivir. Bueno que tomes apego a las faenas del campo; bueno, en fin, que trates de ser un labrador hecho y derecho, pues que en eso has de venir a parar, según las trazas; pero en lo demás... en lo demás, Pablo, deseara yo que anduvieras con mucho tiento. Quiero decir que guardaras las distancias un poco más de lo que las guardas. Estás llamado a ser, por tu posición, la persona principal de Cumbrales, y esta circunstancia te impone ciertos deberes. Conviene que estas gentes te vean, pero a tiempo y no a todas horas y en todas partes; que te traten, pero que no te manoseen, si mañana han de tenerte en algo y ha de aprovecharles tu importancia; que los aventajes en todo lo bueno, pero que no intentes igualarlos en lo que pueda desautorizarte a sus ojos. Natural es que juegues a los bolos cada día de fiesta con los mozos de tu edad; pero no lo es tanto que bailes a su lado con las mozas en las romerías, y mucho menos que te agregues de noche a sus rondas y parranderas. Bien sé yo que a los años hay que darles lo que es suyo, y que aquí no se halla otra cosa mejor que eso para lo que pide la mocedad; pero considera que hay que estar a las duras y a las maduras, y que las duras de esos pasatiempos pueden ser muy graves para ti, sobre todo si tratas de buscar el desquite. Cuando menos, esas costumbres tienen de malo el que su centro natural es la taberna; y en la taberna, Pablo, siempre hace un desdichado papel la levita.

Ana atajó aquí a su padre, temerosa de que el mozo se resintiera de la homilía que le estaban enderezando, y dijo a éste, en el tono zumbón que tan bien sentaba a la traviesa joven:

-No dirás, Pablo, que, para improvisado, es malo el sermón de tu padrino.

-¡Sermón no! -saltó don Juan, apresurado- ¡Líbreme Dios de meterme en esas honduras!... ¡Y cuando aún me rasco los coscorrones de uno muy amargo! No, hijo mío; no te predico ni trato de molestarte: digo sencillamente lo que siento, porque te quiero mucho y ha venido a pelo. Y con esta advertencia, y ya que lo tengo entre los labios, he de decirte, para concluir, que no me disgusta Nisco, el hijo del alcalde: es mozo de juicio, aunque pudiera ser menos presumido y valdría más; pero ¿por qué es tan amigo tuyo? De un tiempo acá, no os separáis. Ya sé que sois camaradas de la infancia; pero me parece demasiada intimidad la que os une para lo diversas que son vuestras educaciones. Lo probable es que se te pegue a ti su tosquedad, y no a él tu cultura.

-Pues ¡vea usted lo que son los juicios humanos! -respondió Pablo mientras Ana atendía al diálogo con vivísima curiosidad, particularmente desde que su padre había nombrado al hijo de Juanguirle-. Precisamente porque se le pegue eso que usted ha llamado mi cultura, anda Nisco tan cerca de mí un tiempo hace.

-Asegúranlo por ahí -dijo Ana con malicia-; y es raro el caso.

-Pues yo lo encuentro lo más natural del mundo -replicó Pablo.- Nisco es un mozo trabajador y muy despierto; harto más inteligente en su oficio que la cáfila de zopencos que le critican. Acompañábame al cierro del monte; me enseñaba lo que yo no sabía, y me ayudaba, y me ayuda, con su inteligencia y hasta con sus brazos, en aquellas faenas que están a mi cuidado exclusivo desde que el cierro se roturó. Escribía mal y leía peor, porque no le enseñaron otra cosa. Andando en mi casa y descansando en mi cuarto muy a menudo, vio libros sobre la mesa y quiso que le leyera algunos. Eran cuentos agradables; gustáronle y deseó saber leerlos como yo se los leía, para penetrarlos mejor; después deseó también soltarse en la escritura, y comencé a darle lecciones de uno y de otro con mucho gusto, porque yo observaba el muy grande con que él las recibía. Y así estamos. No llegará a ser nunca gran pendolista ni un lector de nota, porque el oficio que trae es incompatible con esos primores; pero adelanta, se sujeta mucho, despiértanse en él aficiones y gustos superiores a su condición, y esto es muy recomendable; y, sobre todo, padrino, Nisco es lo mejor del pueblo para los fines que usted me predica, y a Nisco me agarro.

-¡Bien vuelta, muchacho! -contestó don Juan hecho unas castañuelas-; lo cual no quita que el pobre mozo, por el camino que va, se queda tan lejos de ser hombre culto, como de las labranzas de su padre; y ¡entonces sí que le tocó la lotería! De modo que tampoco es Nisco lo que te conviene para mucho tiempo.

-Pues usted dirá, -repuso Pablo, con una formalidad tan noblota, que hizo reír a don Juan y a su hija.

-¿Es cosa resuelta -preguntó el primero-, que abandones la carrera que seguías en la Universidad?

-Resuelta.

-Pues entonces ¿qué demonio te diré yo, hombre? Si has de vivir perpetuamente en Cumbrales; si a la edad que tienes no sacas de ti mismo recursos para hacer la vida entretenida y llevadera, sin necesidad de tocar los extremos peligrosos de que antes te hablé; y si, a pesar de estos inconvenientes, has de ocupar con el decoro debido el puesto que aquí te corresponde, sólo veo un medio de conseguirlo: cásate.

¡Cosa rara! Ana, que seguía con la vista a su padre mientras hablaba así, no bien oyó su última palabra, se puso roja como una amapola, bajó la cabeza sobre la labor, y no encontraba postura cómoda en la silla. Cuanto a Pablo, sin duda porque no había otra mujer que Ana allí, volvió los ojos hacia ella... Y rojo se puso también al choque de su mirada curiosa con la turbada y eléctrica de la hermosa joven. ¡Singular efecto de una palabra vulgar y prosaica! Ni siquiera tuvo el color de la malicia, puesto que don Juan de Prezanes, cuando la pronunció, estaba arrimado a la ventana y mirando maquinalmente las nubes del horizonte.

Al volverse luego hacia Pablo en demanda de su respuesta, ya era éste dueño de sí.

-Con ¿qué te parece mi proposición? -dijo al mozo.

-Que tiene mucho que estudiar... y que se estudiará, padrino, -respondió Pablo con singular firmeza.

-Así me gustas, ahijado; y de tal modo, que si te decides por la afirmativa, me brindo a ser tu padrino de boda... Entre tanto, basta, si os parece, de conversación, y vamos a tomar ese chocolate que me ofrecen en tu casa. Créeme que tengo grandísimos deseos de ver a tu madre y a tu hermana, pobres víctimas inocentes de nuestras majaderías.

Dispúsose Ana a complacer a su padre; y con tal apresuramiento y tan de buena gana, por lo visto, que al recoger los avíos de costura en su primorosa canastilla, por cada cosa que guardaba ¡ella a quien jamás igualaron prestidigitadores en destreza y agilidad!, dejaba caer media docena. Mas allí estaba Pablo, que se desvivía con desusado afán por recogerlas en el aire y ponerlas en las blancas y finas, pero desatinadas manos de la azorada joven.