El sabor de la tierruca/VI
La casa a que llegó don Baldomero después de separarse de Pablo, estaba situada en lo más desabrigado, al vendaval de la barriada de la Iglesia. Era grande y vieja, sin portalada; con una accesoria, que en mejores tiempos había cumplido altos destinos, a un costado; al opuesto, un nogal medio podrido, y en la trasera un huerto lóbrego.
¡Qué tristes son en una aldea esos viejos testimonios de fenecidas prosperidades campestres! Tristes, porque al contemplarlos los ojos del sentimiento, más que las piezas herrumbrosas y dislocadas que tienen delante, ven la máquina activa que ya no existe. ¡Cuánto más alegre la miserable choza entre laureles y zarzas, con el becerrillo atado al tosco pesebre y una pollada picoteando en las goteras del corral, que el silencioso palación de abolengo, con las cuadras enjutas y encanecidas por desuso, y el pajar en esqueleto! La primera es la vida risueña, que no está reñida con la pobreza; el segundo es la muerte, o, cuando menos, la decrepitud con todos sus achaques, tristezas y desalientos.
Tal aspecto ofrecía la casa de que vamos hablando.
Abrió don Baldomero el entornado portón del estragal, y tomó escalera arriba por una de peldaños que yesca parecían por lo carcomidos y esponjosos. Ya en el piso, entró en un salón de negro tillo de viejísimo castaño abarquillado y con jibas; el techo era de viguetería pintada de barro amarillo, y de las no muy blancas paredes pendían un retrato de Espartero, en lugar preferente, y en los secundarios una Virgen de las Caldas y un plano de Jerusalén; todas estas estampas en marcos con chapa de caoba, deslucida por el polvo de los años y la incuria de sus dueños.
A lo largo de aquel salón, gesticulando y hablando solo al mismo tiempo, paseábase un hombre no muy alto, seco, moreno, verdoso y algo encorvado; pero ágil todavía, a pesar de sus muchos años. Comenzando a describirle por la cúspide, pues no había un punto en todo él de desperdicio para el dibujante, digo que la tenía coronada por un sombrero de copa alta, con funda de hule negro; seguía al sombrero una cara pequeñita y rugosa, cuyos detalles más notables eran los ojos verdes y chispeantes, como los del gato; las cejas blancas y erizadas; la nariz un poco remangada y gruesa, y debajo, a plomo de las ventanillas, sobre una boca desdentada, dos mechas cerdosas, separadas entre sí, formando lo que se llama, vulgar y gráficamente, bigote de pábilos. Las quijadas y la barbilla sustentábanse en las duras láminas de un corbatín militar de terciopelo raído, dentro de las que se movía el flácido pescuezo, como el del grillo entre su coraza. Vestía el singular personaje pantalón de color de hoja seca, corto y angosto de perneras y con pretina de trampa; chaleco azul, cerrado, por una fila de botones de metal amarillo, hasta la garganta, y, por último, casaquín de cuello derecho, con narices en los arranques de las aletas traseras, o faldones rudimentarios, prenda que fue muy usada, hasta no ha mucho tiempo, en la Montaña, por los señores de aldea. El de quien vamos hablando no se la quitaba de encima jamás, acaso por los vislumbres marciales que despedía, combinada con estudio con el chaleco cerrado, el corbatín de terciopelo y el sombrero con funda.
Ya habrá adivinado el lector que se trata del héroe de Luchana, don Valentín Gutiérrez de la Pernía, de quien nos ha dado algunas noticias su hijo don Baldomero, en el banco de la Cajigona.
No se cruzó un triste saludo, y estoy por asegurar que ni una mirada, entre uno y otro personaje; pero movidos ambos de un mismo pensamiento, acercáronse a una mesa que estaba arrimada a la pared y con una de sus alas levantada. Sobre el menguado y no limpio mantel, tendido encima, había una botella, dos vasos, otros tantos platos con los correspondientes cubiertos (de peltre, si no mentían las apariencias), una escudilla sobre cada plato, un cuchillo de mango negro, y como dos libras de pan en media hogaza, no de flor ni del día. Ni don Valentín se quitó el sombrero forrado de hule, ni su hijo el hongo roñoso; y no había cesado aún el clamoroso crujir de las sillas arrastradas sobre el áspero suelo, cuando se llegó a la mesa, a mucho andar, una mocetona desgreñada y en soletos, con una tartera de barro entre las manos, y en la tartera la olla humeante y lacrimosa.
Arrimándose la moza a don Valentín, acomodó la cobertera de modo que no quedara más que un resquicio en la boca del ollón; entornole sobre la escudilla, y la llenó de caldo, soplando al mismo tiempo y sin cesar la escanciadora, para que torcieran su rumbo los cálidos vapores que subían en espesa columna vertical. Cuando hubo hecho lo mismo al lado de don Baldomero, puso la olla sobre la tartera en el centro de la mesa, y se largó a buen paso hacia la cocina, como diciendo: -Ahí queda eso, y allá os las compongáis.
Y no se las compusieron del todo mal los dos comensales. Por de pronto, partieron sendas rebanadas de pan; luego las subdividieron en transparentes lonjas que remojaron en el caldo de las escudillas, y, por último, se tomaron la sopa resultante, que a néctar debió saberles, por lo que la pulsearon antes de paladearla. Tras este refuerzo al desmayado estómago, un trago de vino y dos castañeteos de lengua, don Valentín volcó la olla en la tartera, que encogollada quedó de potaje, sobre el cual cayeron, en las tres últimas y acompasadas sacudidas que al cacharro dio el héroe, sabedor de lo que dentro había y no acababa de salir, dos piltrafas de carne y una buena ración de tocino. Sirviéronse y engulleron abundosa cantidad de bazofia, y, tras ella, casi todo el tocino. De carne no quedó hebra.
Ni una palabra se había cruzado todavía entre el padre y el hijo, hasta que, limpios los respectivos platos y apurados por tercera vez los vasos, dijo don Valentín, tras un par de chupetones a los pábilos del bigote, y arrojando sobre la mesa una llave que guardaba en el bolsillo de su chaleco:
-Sácalo tú.
Y con ella en la mano, fuese don Baldomero a una alacena que en el mismo salón había, embutida en la pared, y tomó de sus negras entrañas un plato desportillado que contenía como hasta tres cuarterones de queso pasiego, duro y con ojos, señal de que ni era fresco ni era bueno.
Antes de hincar en él las mandíbulas (pues es averiguado que, desde mucho atrás, no quedaban en ella ni raigones), exclamó el veterano, entre iracundo y Plañidero, y como si continuara una serie no interrumpida de graves meditaciones:
-En verdad te digo que el hombre degenera de día en día, y que se acaban por instantes aquellas virtudes que hicieron del español, en otros tiempos, el modelo de los caballeros sin tacha. Ya no hay fe en los principios, ni verdadero amor a la patria, ni entusiasmo por la libertad.
Don Baldomero tragaba y sorbía, y nada respondió a su padre. ¡Estaba tan hecho a oírle cantar aquella sonata!
Don Valentín, mientras paladeaba el primer trozo de queso que se había llevado a la boca en la punta del cuchillo, continuó así:
-Digo y sostengo que no es de liberales de buena casta regalarse el cuerpo como nosotros, ni comer pan a manteles, mientras el faccioso tremola en el campo el negro pendón de la tiranía. ¿No es esto el evangelio?
-Bien podrá ser -respondió el otro, mascando a dos carrillos;- pero paréceme a mí que tendría más fuerza de verdad predicado antes de comer.
-¿Quieres decirme -saltó don Valentín-, que también yo me duermo en las delicias de Capua? ¿Quieres darme a entender, hombre sin vigor ni patriotismo, que no sé predicar con el ejemplo? Pues chasco te llevas, que, aunque viejo, todavía arde en mis venas la sangre que triunfó en Luchana; y bien sabes tú que si esta mano rugosa no esgrime el hierro centelleante en el campo del honor, no es culpa mía, sino de la raza afeminada y cobarde que me rodea y me oye, y se encoge de hombros, y se ríe de mi ardimiento, y se burla de los ayes de la patria roída por el cáncer del absolutismo.
Aquí don Valentín, devorando el último de los pedazos en que había dividido su ración de queso, arrastró hacia el centro de la mesa el plato que tenía delante; y después de beber de un sorbo, temblándole una mano y la barbilla, el tinto que en su vaso quedaba, y de plantarle vacío y con estruendo sobre el mantel, continuó de este modo, llevando la diestra al bolsillo interior del casaquín:
-Pero yo no he de faltar a mi deber, aunque el mundo entero prevarique y toda carne corrompa su camino; yo he de insistir, mientras aliento tenga, en que cada cual ocupe su puesto y lleve su ofrenda al templo de la libertad. Soy hijo del siglo; he bebido su esencia; me he amamantado en sus progresos (al hablar así reapareció su diestra empuñando una petaca de sucia y un rollo de hojas de maíz); y si hay hombres a quienes ofende la luz de nuestras conquistas y seduce la parsimonia estúpida de los viejos procedimientos, yo no soy de esos hombres.
No afirmaré que lo hiciera en demostración de su aserto; pero es la verdad que, mientras tales cosas decía, raspaba con su cortaplumas una de las hojas de maíz por ambas caras, y la recortaba cuidadosamente hasta dejarla reducida al tamaño de un papel de cigarro. Púsose a liar uno, y en tanto, seguía declamando de esta suerte:
-No hay modo de convencer a estos zafios destripaterrones, de que la ley del progreso impone deberes, lo mismo que la ley de Dios... Y el progreso es fruto natural de la libertad, y la libertad padece persecuciones en el presente momento histórico... Y el honor de los padres es el honor de los hijos; y donde padece la libertad, sufre el progreso; y si muere la una, acábase el otro... Pero la libertad es inmortal, porque Dios puso el sentimiento de ella en el corazón de los hombres; y siendo la libertad inmortal, el progreso no puede morir; pero pueden padecer... padecen ¡vive Dios!, padecen; y padecen desdoro, porque el perjuro, el vencido en Luchana, los combate otra vez; y por el solo hecho de combatirlos, los afrenta... Y el campo de batalla está a las puertas de nuestros hogares indefensos; indefensos, porque no hay patriotismo en ellos; y porque no le hay, se desoye mi voz que le invoca a cada instante, y sin cesar llama a la lid contra el pérfido... Pero yo no cejaré en mi empresa; yo levantaré el honor de Cumbrales peleando solo contra el tirano, si solo me dejan al frente de él, cuando profane este suelo con su planta inmunda. La muerte de un hombre libre lava la ignominia de un pueblo de esclavos. ¡infelices! Ignoran que, en las corrientes del progreso, quien no va con ellas es arrollado y deshecho. Por eso mi voz es desoída aquí... por eso, en cuanto a los más, costra grosera del pobre terruño; y en cuanto a los menos, ¿qué excusa podrá salvarlos cuando la patria les pida cuenta de su conducta sospechosa? Sospechosa, sí, porque no todo es trigo limpio en Cumbrales, ¡vive el invicto Duque! Aquí también hay fósiles de los tiempos bárbaros; seres incomprensibles para quienes el tiempo no pasa, ni instruye, ni reforma, ni inventa, ni demuele. ¿En qué se conocería que vivimos en el siglo de la luz y del progreso, si ellos fueran los llamados a dirigir las corrientes de las ideas; si junto a esa raza obscurantista y retrógrada, no se alzara la de los hombres como yo?
Cuando hubo dicho esto y liado el cigarro, púsole en la boca, restregose las palmas de las manos para sacudir el polvillo del tabaco adherido a ellas, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
-¡Sidora!..., ¡la chofeta!
Y Sidora acudió con la única que debía quedar en el siglo; venerable joya de metal de velones, con sus dos mangos torneados, tintos en almazarrón.
Dejó la moza el braserillo clásico sobre la mesa, y marchose, llevándose la olla vacía y la tartera con las sobras del potaje; y como ya no había qué comer ni qué beber a sus alcances, don Baldomero cogió la petaca de su padre, tomó de ella el tabaco necesario, y sin replicar ni siquiera prestar atención a lo que el veterano iba diciendo, hizo un cigarro con papel de su propio librillo, encendiole en las ascuas mortecinas de la chofeta, y comenzó a fumarle muy sosegadamente, entre eructos y carraspeos.
Don Valentín continuó un buen rato todavía declamando contra la poca fe liberal de los tiempos, hasta que reparó en su hijo, de quien se había olvidado en el calor de su fiebre patriótica; y al verle dormilento y distraído, alzose de la silla, y díjole en tono admirativo y corajudo:
-¡Hombre, parece mentira que seas sangre de mi sangre, y que no se te despierte ese espíritu holgazán... por respeto siquiera al nombre que llevas y que, en mal hora, te pusieron en la pila, en memoria del héroe ilustre con quien vencí en Luchana! ¡Sorda y ciega sea esta imagen de él que nos preside; que a trueque de que no vea lo que eres ni oiga lo que te digo, consiento en que ignore la fe que le guardo y el altar que tiene en mi corazón!
Por toda réplica, y mientras don Valentín miraba al retrato, descubriéndose la cabeza calva, su hijo hundió los brazos en los bolsillos del pantalón, estiró las piernas debajo de la mesa, cargó el tronco sobre el respaldo hasta dar con éste y con la nuca en la pared, y así se quedó, arrojando por las narices el humo de la colilla que tenía entre los labios.
El veterano le miró con ira despreciativa; volvió a cubrirse la cabeza, y salió a cumplir con lo que él llamaba su deber, después de empuñar un grueso roten, que estaba arrimado a la pared en un rincón de la sala.
Momentos después roncaba don Baldomero con la apagada punta del cigarro pegada al labio inferior.