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El sabor de la tierruca/VII

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De una persona que tiene estrabismo, dicen las gentes aldeanas de por acá que enguirla los ojos, o simplemente que enguirla; y se llama la acción y efecto de enguilar, enguirle. Ahora bien: Juan Garojos, hombre bien acomodado, trabajador, de sanas y honradas costumbres, alegre de genio y con sus puntas de socarrón, era un poco bizco; y como en esta tierra, lo mismo que en otras muchas, no bien se columbra el defecto en una persona, ya tiene ésta el mote encima, a Juan, desde que andaba a la escuela, dieron en llamarle Juan Enguirla: algunos, Juan Enguirle, y todos, al cabo de los años, Juanguirle, con el cual nombre se quedó por todos los días de su vida.

Pues este Juanguirle, un poco bizco, bien acomodado, honradote, chancero y socarrón, más cercano a los sesenta que al medio siglo, y alcalde de Cumbrales al ocurrir los sucesos que vamos relatando, hallábase en el portal de su casa, de las mejores del lugar entre las de labranza, con cercado solar enfrente, para lo tocante a forrajes y legumbres en las correspondientes estaciones, sin perjuicio de la cosecha del maíz a su tiempo (pues a todo se presta la tierra bien administrada, máxime si amparan sus frutos contra las injurias y demasías del procomún, cercados firmes y el ojo del amo, alerta y vigilante); bien provisto el corral de rozo y junco para las camas, y de matas y tueros para el hogar la socarreña accesoria, capaz también del carro y su armadura de quita y pon, la sarzuela y los adrales, un tosco banco de carpintería, el rastro y el ariego, y muchos trastos más del oficio, que no quiero apuntar porque no digan que peco de minucioso, aunque tengo para mí que, en esto de pintar con verdad, y, por ende, con arte, no debe omitirse detalle que no huelgue, por lo cual he de añadir, aunque añadiéndolo quebrante aquel propósito, que debajo de la pértiga dormitaba un perrazo de los llamados de pastor, blanco con grandes manchas negras, y que en el corral andaba desparramado un copioso averío, buscándose la vida a picotazos sobre el terreno que escarbaba.

Volviendo a Juanguirle, añado que estaba en mangas de camisa, canturriando unas seguidillas a media voz, pero desentonada, mientras pulía el asta que acababa de echar a un dalle; obra de prueba que pocos labradores son capaces de ejecutar debidamente. Raspaba el hombre con su navaja donde quiera que sus ojos veían una veta sobresaliendo, y luego aproximaba a sus ojos la más cercana extremidad del asta; y tocando el pie del dalle en el suelo, enfilaba una visual por los dos puntos extremos; y vuelta después a raspar, y vuelta a las visuales, y vuelta también a probar su obra, empuñando las manillas y haciendo que segaba.

Cuando se convenció de que el asta no tenía pero, echó una seguidilla casi por todo lo alto; y acabándola estaba en un calderón mal sostenido, cuando el perro comenzó a gruñir sin levantarse, y se le presentó delante don Valentín Gutiérrez de la Pernía. Saludó al alcalde en pocas palabras, y en otras tantas, pero regocijadas y en solfa, fue respondido.

-Le esperaba a usted hoy, señor don Valentín, -díjole en seguida Juanguirle, volviendo a retocar el asta aquí y allá con la navaja.

-Eso quiere decir que llego a tiempo -contestó el otro.- Y ¿por qué me esperabas hoy?

-Porque, salva la comparanza, es usted como el rayo; tan aína truena, ya está él encima.

-Luego, ¿ha tronado hoy, a tu entender?

-Y recio, ¡voto al chápiro verde!, y muy recio, señor don Valentín; ¡tan recio como no ha tronado en todo el año! Desde que me levanté, y fue antes que el sol, no he oído otra cosa en todo el santo día... Como que si uno fuera a creerlo según suena, cosa era de encomendarse a Dios. El menistro (con perdón de usted) que fue con un oficio mío a Praducos, por lo resultante de los ultrajes de ellos en el monte de acá, entendió que le cortaban el andar; y, por venirse por atajos y despeñaderos, llegó sin resuello y aticuenta que pidiendo la unción. De la pasiega no se diga, que hasta el cuévano trajo esta mañana encogollado de supuestos al respetive; y entre ésta y el otro, y el de aquí y el de allá, que lo corren y avientan, y que dale y que tumba y que así ha de ser, hasta los pájaros delaire cantan hoy la mesma solfa. De modo y manera que yo me dije: o don Valentín es sordo, o no tarda en darse una vuelta por acá, al auto de lo de costumbre.

-En efecto -respondió don Valentín:- en día estamos de grandes noticias; y esto me hace creer que no te hallaré, como otras veces, mano sobre mano.

-¡Mano sobre mano, voto a briosbaco y balillo!... Y ¿esto que tengo entre ellas? ¿Parécele a usted muestra de gandulería? Antayer era castaño de pie, que se curaba en el sarzo del desván: hoy está donde usted le ve, con el pulimento del caso. ¡Y que vengan los más amañantes del lugar y le pongan peros! Esto no es echar cambas, señor don Valentín, a golpe de mazo y corte usted por donde quiera: esto es obra fina, de espiga y mortaja... Y punto menos que sin herramienta, porque de un clavijón hice un vedano a fuerza de puño.

-Ya sé que te pintas solo para lo tocante al oficio; pero yo no vengo hoy a visitar a Juan Garojos, sino al señor alcalde de Cumbrales, para preguntarle qué medidas ha tomado en vista de las noticias que corren.

-Pues el alcalde de Cumbrales, señor don Valentín, cumple con su deber.

-¿De qué modo?

-Dejando esas cosas como Dios las dispone, y no metiéndose en andaduras que pueden costarle al pueblo muchos coscorrones. Ya sabe usted que es viejo mi pensar al respective.

-Pues para ese viaje no necesitábamos alforjas, mira.

-En las que yo le he pedido a usted me ajoguen, señor don Valentín. Y por último, usted, que no piensa en otra cosa, debe de saber lo que hay que hacer, lo que puede hacerse, y hasta cómo se hace.

-¡Eso pido, Juan, eso pido! Pero ¿quién me oye? ¿Quién me ayuda? ¿Quién me sigue?

-Pare usted, y vamos por partes, ¿qué es lo que teme?

-¡Que vengan!..., ¡que entren!

-¡Que vengan!..., ¡que entren! Pues tal día hará un año. ¡Vea usted que ajogo! Por aquí entrarán y por allí saldrán... o viste-berza.

-¡Bravo, señor alcalde! ¿Y el honor? ¿Y el deber?

-El honor y el deber a salvo quedan, señor don Valentín; que nadie está obligado a imposibles que rayan en locuras; y locura fuera, y hasta tentar a Dios, lo que usted pretende. Dejándolos venir, cuestión será de quitarles el hambre y abrirles el pajar para que se tiendan y maten el cansancio; pero cerrarles el paso es abrirnos todos la sepultura en los escombros del lugar. Conque tonto será quien al escoger se engañe.

-¡Que así se exprese la primera autoridad del pueblo!..., ¡el representante del gobierno constituido!

-La primera autoridad del pueblo ha cumplido con la ley dando los hombres que se le han pedido. Allá está la flor y nata de Cumbrales; parte de ella no volverá. Al rey serví en su día; y si hoy tengo el hijo en casa, buen por qué me cuesta. ¿Qué más quieren? ¿Qué más debo? ¿Mando, por si acaso, en alguna plaza fuerte? ¿Son quiénes cuatro viejos y un puñado de mozos que los amparan por deber natural, y sin más armas que el horcón y las trentes, para hacer cara a quien tiene la guerra por oficio?

-Cuando la libertad peligra, señor alcalde, no se cuentan los enemigos... ¡Numancia!... ¡Zaragoza!

-Mire usted, don Valentín, no entiendo mayormente de historias; pero en lo tocante a tener o no cada uno el alma en su lugar, que venga el moro o que vuelva el francés... Y hablaremos. Hoy por hoy, en saldo y finiquito, hermanos somos todos; la mesma lengua hablamos; a un mesmo Dios tememos...

-Juan, no están tus entendederas en armonía con la gravedad de los acontecimientos ni con el valor de mis advertencias patrióticas; pero hablándote en el único lenguaje que penetras, te diré que al son que me toquen he de bailar; como os portéis conmigo ahora, he de portarme con vosotros mañana. No tardará en presentarse una ocasión en que el parecer de uno solo valga más que la conformidad de todos los restantes del pueblo. Ese parecer puede ser el mío: acuérdate del año pasado. Asaduras fue el causante del conflicto, que, al cabo, se conjuró; pero yo no soy Asaduras, ni estoy, como él, suspendido a nadie que me obligue a desdecirme cuando una vez empeño mi palabra.

-¿Lo dice usted por el caso de la derrota?

-Por eso mismo.

-¡Bah!, señor don Valentín, usted no tiene punto de comparanza con Asaduras, y no se meterá usted donde él se metió sin qué ni para qué. Además, usted no es labrador ni ganadero.

-Pero lo son mis aparceros y colonos.

-No es igual; pero aunque lo fuera, ya nos entenderíamos, que usted no es hombre que intente el daño del vecino sólo por el aquel de hacerle.

-¡Verás qué chasco te llevas, Juan!

-Que no me le llevo, señor don Valentín. ¡Si le conoceré yo a usted! Además, en lo tocante a lo solicitado por usted, todo lo respondido por mí es pura chanza y fantesía de palabra... Si esa libertad llega a verse aquí en trance de muerte, ya sabremos sacarla avante. Para eso nos bastamos usted y yo, y, a todo tirar, Asaduras y Resquemín. Uno en este portillo, dos en el de más allá y el otro en el campanario... ¡Pin!, ¡pan!, ¡pun!, cuatro tiros hacia aquí, cuatro hacia allí, boca abajo el faccioso... Y se acabó la guerra.

Como si le hubiera picado un tábano, salió corralada afuera don Valentín al oír estas palabras de Juanguirle. Celebró éste con fuertes risotadas el efecto de su chanza, y continuó raspando el asta del dalle.

En esto salió del cuarto del portal, pieza de carácter en las casas montañesas, un mozo como un trinquete: recién peinado, bien vestido, aunque no de gala, y con los zapatos, sobre medias de color, ajustados al empeine con cordones verdes. No tenía tacha el mancebo, en lo tocante a lo físico: buena estatura, hermosa cabeza y artística corrección en las demás partes de su cuerpo; pero en el modo de llevar el sombrero, en lo artificioso del peinado y en la forzada rigidez de sus miembros al moverse dentro del vestido, del cual parecía esclavo más que dueño, muestras daba de ser, con exceso, presumido y fachendoso.

-No hay como tú, Nisco -díjole Juanguirle-. Hoy domingo, mañana fiesta: ¡buena vida es ésta!

-Gana de hablar es, padre, cuando sabe usté que a la hora presente tengo bien cumplida mi obligación. La ceba dejo en el pesebre, y las camas listas para cuando venga del monte el ganao. De leña picá, está el rincón de bote en bote.

-No lo dije por tanto, hombre; sino que, como te veo tan dao al zapato nuevo y al pelo reluciente de un tiempo acá, en días de entre semana...

-Voy con Pablo al cierro del monte.

-Por eso creía yo que sobraba la fantesía del vestir. ¡Para los tábanos que han de mirarte allá!...

-Pero entro antes en su casa... Y ya ve usté...

-Antes y después, Nisco. Lléveme el diablo si no vives más en ella que en la tuya. Pero, en fin, si aprendes de lo que no sabes y ensalza el valer de la persona... ¡Mira qué alhaja, hombre!

Dijo, y al mismo tiempo puso el dalle en manos del mancebo. Este echó sobre el asta varias visuales, hizo también como que segaba, y, por último, arrimó el trasto a la pared, con la guadaña en lo alto. Marcó un punto con el callo sin mover el asta, y haciendo centro con el extremo inferior de ésta, describió un arco hacia la derecha. La punta del dalle pasó entonces por la marca hecha con el callo.

-¡En lo justo, Nisco, en lo justo! Bien visto lo tengo.

-Ni menos ni más, -respondió solemnemente Nisco, entregando el dalle a su padre con todos los honores debidos al mérito de la obra.

-Ahora -añadió el alcalde, -voy a picarle, y luego a segar un garrote de verde; y si no me le siega el dalle de por sí solo, te digo que no vale mi sudor dos anfileres.

Con lo cual se marchó Nisco a casa de Pablo; y momentos después, medio tendido en el suelo, sobre las melenas de uncir los bueyes; apoyado el tronco sobre el codo del brazo izquierdo; el extremo del asta sobre la rodilla levantada, y el filo del dalle deslizándose, al suave empuje de la mano izquierda, por encima del yunque clavado en tierra, canturriaba una copla el bueno de Juanguirle, al compás del tic, tic, de su martillo, sin acordarse más del cargo que ejercía en el pueblo ni de la visita de don Valentín, que del día en que le llevaron a bautizar.