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El sabor de la tierruca/XII

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¡Bueno estuvo el agasajo aquel!... ¡Bueno de veras!... Primeramente, conservas de guindas y ciruelas claudias, queso de Flandes y miel de abejas; después, chocolate con sobadas de manteca, y bollos de Mallorca; y para endulzar el agua, azucarillos de color de rosa. De todo había en la despensa, gracias a Dios. De lo uno, porque abundaban los frutales y los dujos en la huerta, y las vacas de leche en los establos de don Pedro Mortera; y las manos de su señora (y aprovecho esta ocasión para decir que se llamaba doña Teresa Coteros, cepa de lustre en la Montaña), así como las de su hija, se pintaban solas para entender en ese ramo de golosinas. De lo demás y otro tanto, como la villa estaba cerca, nunca faltaba en casa la necesaria provisión.

Repito que estuvo bueno, ¡bueno de veras!, el agasajo, servido en amplia mesa, en mitad de la sala. Pero ¡bien le hizo los honores y le ponderó el complacidísimo don Juan de Prezanes!

-¡Buen punto de dulce! -decía al probar el de guinda- En este ramo, Ana, tienes que bajar la cabeza delante de tu madrina: no llegas a ella... ¡Y eso que lo haces bien! En cambio, no hay repostero que entienda las compotas como tú.

-Pues mira cómo te equivocas -respondió su comadre:- ese dulce es obra de María,

-¿Sí? Pues es señal de que la discípula va a dar quince y raya a la maestra. Sea enhorabuena, muchacha.

Al tomar luego chocolate, exclamó, después de olerlo y de probarlo:

-¡Soberbio!... Esto es de tres hervidas, como mandan los inteligentes: el chocolate ha de subir tres veces en la chocolatera; luego un poquito de reposo, y a la jícara en seguida... Dame un par de rebanadas de ese pan tostado, Pedro... Y esa mantequilla fresca para untarlas... ¡Cosa exquisita!

-El apetito que tú tienes, Juan -díjole su compadre-, y los buenos ojos con que lo miras todo. ¡Eso sí que es exquisito!

-No te diré que no, Pedro; que con el ánimo atribulado, suelen los estómagos ser melindrosos. Pero no por eso deja de ser bueno lo que es, como esto que yo alabo... Arrima hacia acá esos bollos de Mallorca, Teresa, que esponjas de miel deben ser para el chocolate... ¡Bien a mano los tenías, mujer, para regalarme hoy con ellos!

-Ayer se hicieron, Juan -respondió doña Teresa arrimando la canastilla llena de bollos a su compadre.

-¡Mira qué a tiempo!

-¡Ésta sí que es obra de María! -exclamó don Juan de Prezanes saboreando parte de uno, mojado en chocolate.

-Pues cabalmente los hizo mi madre -respondió, riéndose, María:- lo mismo que las sobadas.

-¡Superior estaba también la que he comido!

-Torpe andas hoy, Juan, en tus presunciones -díjole don Pedro Mortera con socarronería;- y esa torpeza no es disculpable en un jurisconsulto viejo, que debe tener buena nariz para todo.

-Cierto es eso, Pedro amigo; pero ¡hace tanto tiempo que dejé el oficio!... Sin embargo, no he olvidado el principio fundamental de la recta justicia: Suum cuique tribuere; en virtud del cual, doy a tu mujer la enhorabuena que pensaba dar a María. Conste que te felicito, Teresa.

Y así por el estilo. A todo lo cual callaba Pablo y no decía Ana mucho más que su amiga, que también callaba. Verdad es que don Juan de Prezanes no dejaba meter baza a nadie, porque hablaba por todos.

Media hora después de anochecido, Ana y María estaban en un rincón de la solana, embutida entre los dos cortafuegos, muy salientes, de la fachada. El aire continuaba siendo seco y pesado, y no había que temer daños del retente. Ana se mecía sobre los pies traseros de una silla, apoyando las puntas de los suyos diminutos en los gruesos y torneados balaustres del balcón, para guardar el equilibrio, cuando no descansaba reclinando la silla contra la pared. María, sentada a su lado, contemplaba la luna, redonda y resplandeciente como un disco de oro bruñido, en el no muy ancho lugar que los nubarrones le dejaban libre en el cielo; y aun allí no imperaba a su antojo sobre las tinieblas de la noche, pues de vez en cuando empañaban sus fulgores pardos crespones que el viento llevaba por delante de la senda que recorría en el espacio. Estaban envueltas en sombra las montañas, y sólo las del Sur perfilaban sus crestas gallardamente sobre un fondo diáfano y luminoso.

Rato hacía que las dos jóvenes callaban. De pronto Ana, cuyo carácter alegre y travieso no la permitía hacer largas amistades con el silencio, exclamó contemplando también la luna:

-Mírala, mujer, qué rechonchaza y papujona sale ahora. ¡De qué buena gana la daba un par de carrilladas en aquellos mofletes! Asomando entre las nubes, me recuerda la cara de tía Pepa Tortas cuando se quita la muselina.

María se echó a reír, y preguntó a su amiga:

-¿De veras hallas en la luna cosa que se parezca a un rostro humano?

-Yo no he visto eso en otras lunas que las pintadas en el calendario, María; pero, forzando un poco la imaginación, se distingue algo como nariz...

-Pues yo no veo sino un rimero de manchas...

-Justo, lo que ven los muchachos de Cumbrales: una vieja sentada encima de un coloño de espinos. Estaba robándolos de noche, y, en castigo, la sorbió la luna.

-Así dicen.

-Por bien poco se atufó esa señora... ¡Si el robo hubiera sido de un bolsillo de onzas siquiera!...

-¡Ésta sí que no es ilusión, Ana!... Mira aquella nube amarillenta y sola, a la derecha de la luna. ¿Has visto cosa más parecida a un león agazapado?

-Algo tiene de eso, efectivamente... Pero, si a ver vamos, mira estas pardas de la izquierda: yo veo en ellas un caballo a escape, y otro a su lado mordiéndole las crines; y detrás, un rebaño..., no sé de qué; y hasta los pastores con sus palos...

-¡Ave María purísima! Yo no veo señal de esas cosas.

-Pues yo sí, y no me asombran, que, aun sin subir tan arriba, se ven otras mucho más raras. Aquí abajo, en Cumbrales mismo, hay mujer que a su amiga ¡qué digo amiga!, a su hermana, le oculta el sentir de su corazón:

-¿Volvemos a lo de antes, Ana?

-Sí, señora... ¡Y mucho que vuelvo! Porque eso no se hace. ¡Tener ya envejecido, como quien dice, un amor en el pecho, y necesitar yo, su amiga y confidente, sacarle con tenazas lo poco que he llegado a saber!...

-Y ¿qué adelantaríamos, Ana, con que yo te hubiera dado cuenta de todo?

-Lo que se adelanta siempre en esos casos: por lo menos, hablar de ello a menudo.

-Un imposible. ¡Buen asunto para nuestras conversaciones!

-Se habla sobre el mejor modo de vencerle.

-Como yo sé que no lo he de vencer...

-Pues se la riñe a usted por haberse metido en tales honduras a tontas y a locas.

-Cuanto más se manosea una herida, más duele: es preferible hacer lo que yo hago, considerando la mía incurable: tratar de olvidarla en silencio.

-Pero, María -dijo aquí Ana acercando más su silla a la de su amiga, -hablando con toda formalidad-, ¿será posible que los síntomas que vengo observando en ti algún tiempo hace, y las pocas palabras que he podido arrancarte, acusen real y verdaderamente una enfermedad de tal naturaleza?

-¿De qué naturaleza? -preguntó María sorprendida.

-Me has asegurado que jamás tu padre aprobaría esa elección que has hecho...

-Y es verdad.

-Porque hay entre él y esa persona poco menos que un abismo.

-Cabal.

-Pues en ese abismo es donde se pierde mi curiosidad, María; que aunque todos los abismos convienen en ser «negros e insondables», según la fama (yo no he visto ninguno todavía), debe haberlos más y menos espantosos..., y hasta más y menos necesarios; y tales riesgos pueden existir para ti al otro lado del tuyo, que mi padrino haya obrado como un sabio al ponértele delante.

-Muchas gracias por el consuelo, Ana.

-No te lo dije por mortificarte, María, y perdóname..., pero escucha. Hay matrimonios, llamados imposibles, por discordancias de caracteres entre las dos familias interesadas; por diversidad de ideas religiosas o políticas; por notable desequilibrio en los bienes de fortuna o en la honra personal; por diferencia de alcurnias; y por último, los hay que, además, son ridículos, y si me apuras, grotescos, por no concordar los novios ni en caudales, ni en jerarquía, ni en educación. Con franqueza, María, ¿cuál de estos casos es el tuyo?

A lo cual dijo María con calor:

-¿Me prometes, si te lo confieso, responderme con la misma franqueza a las preguntas que yo te haga después?

-¿Sobre asunto parecido? -preguntó Ana.

-Idéntico, -respondió María.

Sonriose aquélla y dijo:

-¡Qué más quisiera yo, hija mía, que tener algo de eso que contarte!

-No trates de curarte en sana salud.

-Te contaré hasta mis aprensiones: ¿quieres más?

-Eso me basta. Trato hecho, y empiezo a cumplir mi compromiso..., es decir, a responder a tu pregunta.

En esto se oyó vocear a don Juan de Prezanes, que con sus compadres y Pablo continuaba charlando, a oscuras, en la sala. Sobresaltose Ana, más por lo especial del sonido que por la fuerza de la voz, y dijo a María interrumpiéndola:

-Se me antoja que no ha de ser muy duradera esta reconciliación si se dejan los genios a su albedrío. No va a haber otro remedio, María, que armar un pronunciamiento entre nosotras.

-¿Qué temes ahora? -preguntó María.

-Escucha a mi padre.

La voz de éste era recia y destemplada entonces.

-Ya que el diablo ha metido aquí la pata -decía,- echando sobre la mesa la envenenada manzana de la sempiterna cuestión de los genios dulces o amargos, déjese a cada cual defender el suyo en buena lid, que hablando se entiende la gente, y no metiéndose los dedos por los ojos, ¡caramba! Yo no pretendo ser mejor que nadie; pero tampoco me conformo con que otros presuman de ser mejores que yo. La forma no importa dos cominos: el fondo es lo que hay que mirar; justamente lo que menos se mira y se respeta en el mundo. Estoy cansado de oír: «don Fulano... ¡Gran sujeto!... Persona muy atenta, muy fina, incapaz de faltar a nadie»; y todo porque don Fulano jamás dijo una palabra más alta que otra, y tiene siempre una sonrisa en los labios..., hasta cuando despluma a su vecino, o vende la amistad jurada por un puñado de dinero o por cosa que no valga. Pues al contrario: «¡don Perengano!... ¡No se le puede aguantar; es un grosero; una fiera!», porque don Perengano se tasa en lo que vale y no engaña al mundo con sonrisas falsas.

-Te sales ya del carril, Juan -dijo entonces don Pedro.- Bueno es que el hombre lleve el corazón en la mano; pero en lo puramente genial, hay que irse con mucho tino; hay que contenerse, que dominarse un poco...

-Justamente, Pedro. Pero que no se eche toda la carga al irascible; que empiecen por contemplarle algo los que saben de qué enfermedad padece; que no le irriten; que no le puncen; que le concedan siquiera lo que en justicia se le debe... Y esto me trae a la memoria un ejemplo de todos los días. Cuatro personas se ponen a jugar, por pasar el tiempo. Tres de ellas son de las llamadas de mucha correa. Pierden, y permanecen serenas, inalterables, atentas, finas y comedidas en todo: lo mismo que cuando ganan. La otra persona es un hombre de los míos: nervioso, irritable, sulfúrico. Tócale perder a él, y comienza a descomponerse, y acaba por ser, real y verdaderamente, inaguantable... Pero ¿por qué? Por la falta de consideración de los demás. Lo que pierde es insignificante; y no es esto lo que le irrita. Acaso sea él el más desinteresado de todos; quizá, fuera de allí, sea un manirroto para el dinero, al paso que los otros tres den primero un diente que un ochavo. Pero a las primeras señales de su inquietud, comenzaron los señores «de mucha correa» a dejar de tenerla para él; a irritarle con gestos de desagrado, con sonrisas de burla o con palabras acres; hasta que, en fuerza de avivarse el fuego, llegó éste a la pólvora y voló la santabárbara.

-Pero ¿por qué el irascible no se contiene antes de dar ocasión a que sus compañeros, con razón sobrada, comiencen a renegar de él?

-Porque no puede: lisa y llanamente porque no puede. Cuando «los hombres de correa» pierden, no ven más sino que no ganan, que se les niega el naipe y que se levantarán de la mesa con unos reales menos de los que tenían en el bolsillo cuando se sentaron. Esto es todo lo que ven y esto es todo lo que sienten: nada de lo que siente y ve el otro.

-¿Qué puede ver y sentir ese otro, que más valga en el juego, aunque sea éste por mero pasatiempo?

-¿Qué puede ver y sentir? Un infierno de cosas y de impresiones. Ve, por de pronto, convertirse para él en leyes infalibles lo que para otros son coincidencias insignificantes. Por ejemplo: que las cartas sin valor que recibe y le hacen perder las bazas, son del palo de oros cuando da Fulano, o del de copas cuando da Mengano; que siempre que éste enciende un cigarro o el otro enreda con las fichas, le ganan a él un resto, o le dan codillo, o le acusan las cuarenta; que cada vez que Zutano se sonríe mirándole, le sacan uno a uno, y arrastrados ignominiosamente, los pocos triunfos que había podido adquirir... En suma, cada peripecia del juego parece fatalmente subordinada a un plan de la enemiga suerte. Jurara entonces que las figuras de la baraja, tendidas sobre la mesa, adquieren vida y movimiento, y que se burlan de él con sus caras ridículas y contrahechas. Pero hay algo más irritante aún que todo esto; y es una especie de diablillo que lo va señalando con el dedo para que nada pase inadvertido; diablo sin color ni formas, pero perfectamente visible a los ojos del espíritu excitado y vibrante. Toda esta infernal conjuración asedia sin descanso al jugador de mi ejemplo; y esto es lo que le incomoda y le saca de quicio; esto es lo que le ensoberbece y descompone, no los tres míseros ochavos que pierde en la partida; esto es, en fin, lo que no toman en consideración los hombres de «mucha correa» que le acosan en vez de ayudarle, no a ganar, que absurdo fuera entre contrarios, sino a vencer a los conjurados, con un poco de tolerancia y de afabilidad. ¡Valiente hazaña consuman los que de nada se quejan porque nada les duele! En cambio, quien tiene por naturaleza un manojo de cuerdas sonoras, ¿qué mucho que, cuando se le hiere, vibre alguna de ellas? Lo asombroso fuera lo contrario. Luego no se ha de buscar en él sólo el remedio contra ciertas desafinaciones de su temperamento, sino también en la prudencia de quienes se le acerquen y le traten.

-No me parece del todo mal esa teoría -dijo don Pedro- aunque algunos reparos se me ocurren en favor de las gentes cachazudas que juegan para divertirse y no para ejercitarse en la faena espinosa de conjurar las demasías de un compañero atrabiliario; pero ¿a qué viene toda esa cuestión aquí?

-¡Pues me gusta la pregunta! -repuso don Juan de Prezanes- ¿He sido yo, por ventura, quien la ha traído?... ¿O piensas que me mamo el dedo..., que no penetro lo que se me quiere decir?

-Por el amor de Dios, Juan, ¡no empecemos!

-¿Lo ve usted?... Ya voy yo a pagar los vidrios rotos.

-¡Te digo que no!

-¡Te digo que sí!

En este punto el altercado, entró Ana en la sala.

-Tiene razón mi padre -dijo muy formal y resuelta-: parece que se complace todo el mundo en llevarle la contraria. No es él quien ha sacado a relucir esa endiablada cuestión.

-Sí, hija mía, sí -añadió don Juan con nerviosa ironía-: si he sido yo, el insufrible, el energúmeno de tu padre. Aquí todos son buenos, mansos e inofensivos... Ya lo ves: hasta tu madrina calla como una muerta, señal de que también ella me quiere endosar el mochuelo... Y es natural, ¡como yo tengo la culpa!... De todo, ¡de todo lo malo la tengo yo, hija mía! Aquí no oirás otra cosa.

-Pero ¿qué quieres que haga yo, Juan -dijo doña Teresa muy apenada- si en cuanto comenzáis a hablar de eso ya me tiemblan las carnes? Lo que de buena gana haría, si pudiera, es poneros una mordaza algunas veces, como ahora.

-Con dar la razón al que la tiene, no se agravia a nadie y se evita que las cuestiones se caldeen, -observó don Juan de Prezanes.

-Pues figúrate que fue Pedro quien sacó la conversación...

-Yo no me he acordado de semejante cosa, ¡caramba! -saltó con presteza el aludido.

-Pues ni fue usted ni fue mi padre -dijo Ana.- Sépase de una vez la verdad: quien la sacó fue Pablo.

-¡Si no he despegado los labios hace media hora! -respondió el mozo desde un rincón de la sala.

-Pues sería yo..., o el diablo, que es lo más seguro -añadió Ana, incomodada de veras-. ¡Vea usted qué delito tan grave para que tanto nos empeñemos en sacudirnos de él! Tengan todos un poco de tolerancia, y verán cómo no pasan de lo justo las porfías.

-Por ese lado iban precisamente mis quejas, exclamó don Juan.

-Pues se quejaba usted con muchísima razón, -repuso su hija.

-Lo cierto es -dijo Pablo, tal vez respondiendo más a sus recónditos pensamientos que a las palabras que oía- que no bien comienza a sonreírle a uno un poco el corazón, ya tiene el nublado encima.

-Pues por esta vez al menos -contestó Ana- no han de faltarte brisas que le esparzan... Y le esparcerán... Ea, ¡ya le esparcieron!

Y como al decir esto se iluminara repentinamente la sala con los rayos de la luna, que reaparecía sin estorbos enfrente de las puertas del balcón, añadió con suma gracia, señalando al astro refulgente de la noche, mientras fijaba sus ojos picarescos en su padrino:

-¿Quién es el guapo que se atreve a desmentirme?

Celebró don Pedro con recias carcajadas la felicísima coincidencia, y aplaudiéronla los demás, excepto don Juan de Prezanes, que tuvo que morderse los labios porque no le desautorizara la risa que le retozaba en ellos.

-Y ahora -prosiguió Ana- sepan ustedes, si es que mi padre no lo ha dicho, como lo temo, que este santo que hoy se celebra aquí, tiene octava; en virtud de lo cual el señor don Juan Prezanes invita a ustedes a tomar chocolate mañana en su casa, donde espera demostrarles que si en rumbo y en despensa hay quien le aventaje, a nadie cede en cariño y buen deseo. ¿No es esto lo que usted pensaba decir, padre?

-Cabalmente -respondió de muy buena gana don Juan, que no había pensado en semejante cosa.- Sólo que con la conversación...

-Se le fue a usted el santo al cielo -concluyó Ana.- Eso sucede siempre que se habla de lo que no viene al caso. Y con esto, si ustedes no disponen otra cosa, nos retiramos mi padre y yo, que ya es hora.

Marcháronse, en efecto, tras una cordial despedida; y con marcharse estos personajes, se acabó el asunto del presente capítulo.