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El sabor de la tierruca/XIV

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Pablo contaba uno a uno los días que iban corriendo sin que desapareciera la extraña impresión que le había causado aquella palabra prosaica y vulgar, dicha por su padrino delante de Ana, y observaba, con asombro, que cuanto más tiempo corría, más honda se le grababa dentro de su corazón. Arrastrábanle fuerzas invencibles y desconocidas hacia el objeto de sus nuevas ansias; y, al hallarse a su lado, antes crecía que se calmaba la singular anhelación de su espíritu. Porque Ana no era entonces la traviesa y desengañada amiga de otras veces, que le entretenía, sin cautivarle, con donaires y zumbas en casto y fraternal abandono. Parecía haber perdido el atrevimiento, o, cuando menos, la confianza; y a menudo encomendaba a sus ojos tímidas empresas que debían acometer los labios. Estas miradas, al hallarse en el camino con las de Pablo, producían choques magnéticos, que repercutían en el corazón del sencillo mozo y se revelaban en Ana enrojeciendo sus tersas mejillas; y aquel color era para Pablo algo como fuego en que iba fundiéndose poco a poco el hielo de sus pasadas frialdades.

Cuando transcurrió una semana y vio el hijo de don Pedro Mortera que estos fenómenos continuaban en progresión creciente, declaró de gravedad el caso. El cual tenía para él dos aspectos muy distintos: risueño el uno, y desagradable el otro. Risueño, porque, desde la altura a que se había elevado su espíritu, descubría espacios y horizontes que jamás había contemplado con los ojos del sentimiento. Encantábale el espectáculo por nuevo y por bello, y de aquel mundo quería hacer, y hacía desde luego, la patria y el paraíso de su alma. Pero este mismo arrobamiento, tan dulce y sabroso, le alejaba del mundo de la realidad y de sus viejas tendencias y aficiones; de activo, fuerte y despreocupado, transformábale en muelle débil y caviloso; extrañábanle las personas de su trato, y él mismo se consideraba desarraigado y sin apego dentro del hogar y en el seno de la familia. Este era el aspecto desagradable del caso.

Pero el mozo se arreglaba mal con las situaciones complejas y con los caminos enmarañados; quería, aunque fuera escabroso, suelo firme y luz para caminar; considerábase a oscuras y en una senda erizada de obstáculos inextricables; no podía retroceder, porque la vehemencia misma de sus deseos le había cortado la retirada; y entrose por derecho, resuelto a llegar pronto adonde se viera claro y se pisara en firme.

Buscó a Ana, y la dijo en cuanto estuvo a su lado y sin testigos:

-¿Qué es esto que me sucede desde el día en que tu padre, delante de ti, me aconsejó que me casara?

Siempre sobresaltan a las jóvenes preguntas de esta clase, aunque las esperen; y Ana, con ser tan animosa y resuelta, de ordinario, no solamente se sobresaltó al oír la de su amigo, sino que se vio en grandes apuros para contestar, entre latidos del corazón y desmayos del espíritu, estas pocas palabras:

-Pues ¿qué te sucede, Pablo?

-Sucédeme -añadió Pablo- que desde aquel instante parece que me he transformado de pies a cabeza; que no soy lo que antes era; que miro y veo de otro modo, y siento en otra forma... En fin, Ana, que me desconozco. ¿Qué pasó allí?... Yo recuerdo que te miré, y jurara que lo hice sólo por curiosidad; que tú me miraste también, y que las dos miradas se encontraron; que tus ojos, que nunca fueron cobardes, huyeron entonces, y huyendo siguen, de los míos; que de aquel choque repentino resultó algo, a modo de luz, con la que yo vi acá dentro, en lo más hondo y oscuro de mí mismo, cosas que jamás había visto ni pensado, y sentí lo que nunca había sentido. Al propio tiempo, aquella luz, y tú, y mis ojos, y los tuyos, y mi corazón, y mis pensamientos... Y el aire que nos rodeaba, y el cielo que se distinguía..., todo era una misma cosa; cosa que yo no podía explicar, porque era más de sentir con el alma que de ver con el entendimiento. Apartéme de ti, y el encanto no se deshizo; pero noté que viéndote como eres, pintada en mi memoria, daba el mayor regalo a mis deseos. Desde entonces acá, en cuanto miran mis ojos sólo a ti ven; y si el campo y el aire y el sol me recrean, es porque todo lo contemplo con el ansia que siento, sin cesar de sentirla, de verte y de oírte. Esto no me pasaba a mí antes; yo te conocía y te trataba, como te conozco y te trato ahora, y tú eras la misma que eres. ¿En qué consiste esta mudanza?

Se deja comprender que Ana oyó toda esta parrafada, ruborosa y un tanto conmovida, y que, llegado el caso de responder a la ociosa pregunta final, lo hizo del modo más sencillo, natural y elocuente: clavando los ojos tímidos en Pablo y callándose la boca.

-¿No lo sabes? -añadió el impetuoso y sencillote galán- Pues lo mismo que ahora, me miraste aquel día, y la misma luz había en tu mirada. ¿Sientes, al mirarme, lo que siento yo, Ana?... ¿O es que tus ojos queman, sin abrasarte?

Sonriose la joven y preguntó, a su vez:

-¿Nunca habías pensado en mí hasta ahora, Pablo?

-Sí que he pensado, Ana; pero sin ser esclavo de esos pensamientos. Cavilando hoy en lo que he sido, en fuerza de asombrarme de lo que soy, acuérdome de que, en mis ausencias, era tu pensamiento el que más asaltaba en ciertos actos de la vida: por ejemplo, si me ponderaban una mujer por aguda o por hermosa, contigo la comparaba para calcular lo mucho que le faltaba para valer lo que decían; si algo me robaba la atención por nuevo o por divertido, lamentábame de que tú no lo vieras también; si un trapo de moda caía con gracia en el cuerpo de una elegante de fama, pensaba yo lo mucho más que luciría en el tuyo..., y así por este orden. Pero después se borraba el recuerdo con otros bien distintos. En fin, que, sin dejar de quererte mucho, pensaba yo que te quería..., como quiero a mi hermana, supongamos. ¡Pero esto otro es muy distinto!

-Y si estuviera en tu mano la elección -preguntole Ana- ¿con qué te quedarías, Pablo? ¿Con esto que hoy te asombra y desasosiega, o con lo que ayer sentías muy tranquilo?

-¿Quién deseará cegar, Ana?

-¿Y dices eso y lo sientes, y no sabes lo que es?

-Sí, lo sé, Ana, lo sé..., es decir, sé como lo llaman las gentes en el mundo: lo que ignoro es por qué lo siento ahora y no lo sentía antes; por que bastó una palabra casual para que del encuentro de dos miradas que tantas veces se habían encontrado sin conmoverse, se produjera en mí cambio tan raro y pronto.

-¿Y eso te asombra, Pablo?

-¿No ha de asombrarme?

-Oye un ejemplo. Sobre un hogar frío hay un montón de ceniza; pasas delante de él una y cien veces, y nada ves allí que la atención te llame. De pronto, hace la casualidad que las cenizas se remuevan, y aparece el fuego que ocultaban... ¿Lo entiendes?

-¿Luego tú crees que yo llevaba conmigo el fuego, y que la palabra de tu padre aventó las cenizas que le cubrían?

-Eso mismo.

-Pero el que brilló después en tus ojos, ¿dónde estuvo primero?

-¡Qué más te da, si le había?

-Pero no te sorprende el hallazgo.

-Porque tenía que suceder..., porque le esperaba.

-Y ¿por qué le esperabas?

-Porque..., porque Dios es justo y bueno.

-Mira -dijo aquí el mozo, echando el resto-: hablemos ya para entendernos de una vez: esto que yo siento, es amor, no tiene duda; y empiezo a comprender que es verdad lo que de él cuentan los enamorados: bien correspondido, da la vida; pero también es puñal que mata si no halla esa correspondencia... ¿Siéntesla tú en el pecho, Ana?

Cruda fue la pregunta, y harto excusada, por cierto; pero ya se habrá notado que a Pablo le gustaba mucho que le pusieran los puntos sobre las ii, y Ana no tuvo otro remedio que responder clara, precisa y terminantemente, según el sentir de su corazón; sentir tan viejo en ella, por las trazas, como las ya fenecidas indiferencias de Pablo; con lo que éste se encalabrinó hasta el punto de que quiso hacer público el suceso y llevar las tramitaciones por la posta.

-No tanto, Pablo, -díjole Ana entre chanzas y veras- que no por andar de prisa se llega primero. Nadie nos corre ahora; y no te vendrá mal un noviciado, aunque sea breve. No siempre se logra el fuego de que antes hablábamos: muchas veces se muere a poco de haberse descubierto. Cuida mucho el tuyo, y cuando estemos seguros de que no ha de apagarse, yo te avisaré. Reparte el tiempo entre ese cuidado y tus quehaceres y diversiones, lícitas, se entiende; mucho juicio... Y apártate allá ahora y haz que te paseas, que llega tu padrino.

Desde aquel día ya supo a que atenerse Pablo; penetró en los laberintos que le obstruían la senda y halló la luz que echaba de menos; y sin descender con la fantasía del Olimpo a que le habían elevado sus nuevas impresiones, volvió a ser en Cumbrales el amigo de Nisco, el jugador de bolos, el cultivador del cierro, el amante incansable de la naturaleza y de las costumbres de su país... Todo, menos el concurrente a zambras y bureos, como alguna vez lo fue, según nos dijo su padrino, en ocasión bien señalada para esta parejita de nuestros personajes. Es decir, que la pasión de Pablo dejó de ser impetuoso torrente, e iba transformándose en manso, rumoroso y cristalino arroyo (como dicen los poetas), con harto gusto y complacencia de Ana, que fundaba en el amor firme y arraigado de aquel noble mancebo todas las aspiraciones de su vida.