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El sabor de la tierruca/XXIX

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Al grito de don Juan de Prezanes y al fragor de las ventanas hechas trizas, acudieron las criadas que estaban al otro extremo de la casa. Halláronle tendido en el suelo, juzgáronle asesinado, aturdiéronse; y, sin otras averiguaciones, corrieron despavoridas a casa de don Pedro Mortera.

Aunque no dijeron cuanto pensaban y sentían, sus palabras, y más que sus palabras, el modo de decirlas, produjo el efecto que es de presumir; y entre aspavientos y gritos, trasladose en un verbo la familia entera, con sirvientes y adherentes, a casa de don Juan de Prezanes.

Ya estaba éste de pie- pero aturdido y medio alelado. Entro don Pedro delante; y al oírle hablar con su amigo, los que detrás iban, llevando medio acongojada a Ana, avanzaron en tropel. Todo lo que antes era angustia, se trocó en curiosidad al ver el aspecto que ofrecía el cuarto sembrado de astillas y de cascos de vidrio, y en medio don Juan, que no acababa de romper a hablar. Ana se colgó de su cuello; y aunque le colmaba de caricias, anhelante y llorosa, el hombre parecía una estatua.

Al fin, respondió al torbellino de preguntas con que le acosaban por todas partes:

-¡Yo no sé que demonios puede haber sido!... Estaba poniéndome el sombrero..., es decir, me te había puesto ya, para salir en busca tuya, hija mía... De pronto, oí ruido hacia la calleja, abrí un poco esa ventana, y..., ¡pin!, ¡pan!..., todo fue estruendo a mi alrededor, como si la casa se desplomara. No sé si alguna astilla..., o el sobresalto; pero es lo cierto que aquí me vi, un momento hace, tendido en el suelo, sin poder darme cuenta de nada... Luego entrasteis vosotros, y he recordado esto poco que os refiero. Nada en substancia, como véis... Pero ¿quién demonios soltó los tiros cuando yo..., es decir, cuando abrí la ventana... ¿Habéis oído algo vosotros, Pedro?

-Nosotros -respondió éste-, oímos esos tiros de que hablas, y otro más hacia la iglesia; y precisamente estábamos disputando sobre si habían sido tres o dos y el eco de ellos, cuando llegaron tus criadas que te vieron aquí tendido al acudir al grito que diste.

-¿A qué grito, hombre? -saltó don Juan apresuradamente- ¡Si yo no dije una palabra!

-Por lo que refirieron las muchachas -añadió don Pedro con socarronería-, lanzaste un ¡ay!, terrible, sin duda al caer...

-¡Vamos!..., al caer. Sí, porque lo que es antes de los tiros...

Al decir esto don Juan se estremeció de pies a cabeza, en una convulsión nerviosa.

-Lo esencial es que hayas salido ileso de la catástrofe -prosiguió don Pedro mientras los demás no apartaban los ojos de don Juan, que, poco a poco, iba serenándose-. ¿Quieres tomar algo?

-Nada, nada..., una taza de salvia, si acaso, porque estoy algo nervioso.

Voló Ana a preparar el antiespasmódico, y tornó a preguntar don Pedro a su compadre:

-¿Estás seguro de no haber recibido herida ni golpe?

-Ya lo veis..., nada siento, nada me duele... Digo mal, un coscorrón debo tener aquí...

Tenía, en efecto, don Juan un chichón en la cabeza; pero cosa insignificante.

-Sin duda contribuyó este golpe -dijo don Pedro, -a que perdieras el sentido cuando caíste.

Y añadió por lo bajo, al oído de su mujer:

-Apostaría las orejas a que tu compadre hizo una barbaridad. Aquella voz que yo oí antes de los tiros, fue la suya, no me cabe duda.

-Pero, a todo esto -insistió don Juan de Prezanes-, ¿de dónde salieron aquellos dos tiros cuando yo grité..., es decir, cuando abrí la ventana?

Y se estremeció de nuevo, como si le asaltara un escalofrío.

-Pues nadie lo sabe -respondiéronle-, como no se sabe quién soltó el de hacia la iglesia.

-¡El demonio ha andado suelto aquí esta noche!

-Días hace que no huelga en Cumbrales.

-En fin, de buena te has librado.

-Sí, sí... Y hablemos de otra cosa, si queréis, -concluyó don Juan volviendo a estremecerse.

-Es que el asunto es grave, y hay que averiguar...

-¡Vaya si lo es! Pero dejad siquiera que me tranquilice antes un poco.

Llegó luego Ana con la infusión de salvia; tomola el sobrexcitado señor, y se entonó mucho; pero no dejó de temblar cada vez que salía a colación el caso de los tiros, caso que no cesaba de salir.

Media hora después apareció Juanguirle en la sala con la gente de que le hemos visto acompañado en el capítulo anterior. Iba desalado porque le habían referido horrores de lo ocurrido en aquella casa.

-¡Pícaros! -dijo cuando se enteró de la verdad- ¡Si la intención es lo que vale, en garrote vil acabéis!

-Pero ¿quién fue? ¿Llegaremos a saberlo al fin? -preguntaron a Juanguirle.

-¡Quién había de ser, voto a briosbaco y balillo! El faicioso mesmo, -respondió el alcalde.

-¡Demonio! -exclamó don Pedro, mientras don Juan se estremecía y las mujeres se miraban sobresaltadas.

-Pero ¿dónde está ahora? -preguntó Pablo.

-Camino del monte, según mis noticias.

-Así me lo explico yo todo -decía, en tanto, don Juan-: siendo ellos, naturalmente habían de responder..., es decir, tenían que hacer una de las suyas. Vieron luz, vendrían acosados...

-¡Vea usted si don Valentín estaba en lo cierto!

-¡Don Valentín! -gritó don Juan de Prezanes-. Ahora recuerdo que, poco antes del suceso, estuvo aquí, de gran uniforme. ¡Desdichado de él si le han visto con aquella arboladura!

-Pues a rondar vamos, señor don Juan -dijo el alcalde-:y si no se le llevaron, que lo dudo, con él hemos de dar. Conque, ya que no hacemos falta aquí, después de dar el parabién por lo poco que ha sido en comparanza de lo que pudo ser...

-Pero ¿quién los ahuyentó, Juan? -preguntó don Pedro.

-Se cree que un tiro que oyeron hacia la iglesia, o que creyeron oír: tal venían ellos de recelosos y perseguidos. El intento era, según voces, llegar a mi casa y pedir raciones, o cosa que lo valiera... Conque lo dicho, y a la paz de Dios, que vamos a recorrer el pueblo para ver el rastro que han dejado.

Salió Juanguirle con su gente, y ya sabemos que halló a don Valentín; cómo le halló y lo que aconteció en su casa, hasta que amaneció el nuevo día.

Una hora después, mientras las campanas doblaban a muerto, el alcalde, acompañado solamente de Nisco y del alguacil, continuó la ronda, interrumpida durante la noche por los narrados sucesos; pero la mayor parte de los vecinos ni siquiera tenían noticia de lo acontecido. Felicitábase de ello el alcalde; y ya iba a dar por concluida su exploración, cuando se le ocurrió detenerse delante de la choza de la Rámila. Digo que se le ocurrió, porque su primera intención, por consejo de sus acompañantes, fue pasar de largo. ¿Qué había de buscar allí nadie, y mucho menos gente hambrienta y fugitiva? Y aunque hubiera ido alguien... Y aunque hubiera matado a la bruja, ¿qué? Esta reflexión no se la hizo Juanguirle, pero se la hicieron sus acompañantes, y por eso le aconsejaron tan inhumanamente.

-Criatura es de Dios como nosotros -dijo el alcalde después de vacilar un momento-, y derecho tiene a mi amparo como la que más.

Y entró resuelto en la choza; cosa que le costó bien poco trabajo, porque la puerta estaba entreabierta y desquiciada.

En el rincón de la izquierda había una mísera cama sobre un zarzo viejo, sostenido por cuatro estacas; y en aquella cama yacía la Rámila, quejándose y con la cabeza entrapajada. A las preguntas de Juanguirle respondió:

-Yo no sé qué decirte, hijo de Dios. En la cama estaba y oí golpes a la puerta y el hablar de mucha gente. Pedían agua para beber, y pareciome entenderles que querían saber por dónde se iba a casa del alcalde. Levantéme; los porrazos iban a más; y al ir a correr la llave, saltó la puerta, diome en la cabeza, caí, descalabreme de esta otra parte, y medio me descoyunté este brazo. Atontecióme el golpe... Y ahí me estuve en el suelo, lo más de la noche, sin saber lo que hicieron aquellos hombres, que me parecieron armados, aunque no lo jurara, porque con el golpe de la puerta sobró para que yo no viera más por entonces... Creo que esto no sea cosa de muerte; pero me resquema y me duele mucho. Sola me veo y sin más amparo que el de Dios. Ya que Él te trae acá, hazme la misericordia de decir en casa del señor don Pedro cómo me hallo... Y de enquiciar esa puerta, siquiera para que las bestias no entren aquí mientras yo no pueda salir de la cama... Si está de Dios que he de salir, para jalar otro poco de la cruz que arrastro por el mundo.

El bueno del alcalde, por de pronto, y al saber que la pobre vieja estaba en ayunas, mandó a su hijo y al alguacil a buscar a las casas más próximas lo que con mayor urgencia reclamaba el estado de la infeliz; le reconoció, mientras aquéllos volvían, las heridas de la cabeza, que eran varias aunque no graves; las lavó cuidadosamente y las cubrió de nuevo, único bálsamo de que podía disponer allí donde no había gota de aceite en la alcuza, ni casco que revelara que había contenido jamás un sorbo de vino; y cuando, pasado un rato, estuvo más consolado el estómago de la Rámila con lo que trajeron el alguacil y Nisco, fuéronse los tres, no sin enquiciar antes la puerta, bien seguro Juanguirle de que, tan pronto como relatara aquella gran necesidad en casa de don Pedro Mortera, de nada carecería ya la infeliz menesterosa.

Cerca de la iglesia, de vuelta para su casa, encontró Juanguirle a Tablucas. Preguntole éste por el resultado de su exploración, y controle el alcalde el percance de la Rámila, dándole por remate y en chanza la enhorabuena. Tablucas se puso pálido.

-¿Onde tiene las heridas? -preguntó al alcalde.

-En la cabeza, -respondió éste.

-¿Muchas?

-Varias.

-¿No muy grandes?

-Así, así..., regulares.

-Conque regulares... Y ¿no se queja de más?

-Un brazo del mismo lado tiene también de mala manera. ¡Del mismo lado!... ¡Y puede que sea el derecho!

-El derecho es.

-¡Corcia! ¡El derecho! ¡Conque el derecho!... ¡Y puede que diga que todo ello resultó de una caída!...

-Eso afirma, y verdad será; no porque lo que yo he visto no pudiera ser lo mismo de arma de fuego, y de refilón, según está el pellejo como una criba.

-¡De arma de fuego!..., ¡de refilón! ¡María, madre de gracia!... ¡Corcia!... ¡Corcia!... ¡Corcia!...

-¿Qué mil demonios de piojera te roe, que no paras, alma de Dios?

-¡No es cosa, no es cosa!... Es que ando yo así tiempo hace; y luego ¡tanto se corre hoy de unos y otros!... Y ¿no barrunta ella cómo fue?

-¿Pues no te relato punto por punto? ¿A que acabas por llorarla después de haberla plagado de maldiciones? ¡Por vida del chápiro verde, que si te entiendo me atenacen!

-¡Corcia!... ¡Y luego dirán de uno que si torna, que si vira!... ¡La luz mesma no es más clara que ello! ¡María Santísima de la Encarnación y el Sursumcorda Paráclito y Unigénito!...

Esto dijo Tablucas santiguándose aturrullado y tembloroso; se volvió hacia su casa, y apretó a andar, sin despedirse del alcalde que le vio alejarse, santiguándose del asombro, a su vez.

¡Era muy singular aquel Tablucas!

Ya nos dijo en una ocasión que tenía en el magín un proyecto para acabar con el mal demonio que le perseguía. Desde entonces, como también sabemos, su vida fue una incesante agonía: cada noche, los tamborilazos a la puerta; cada luna, el perro en el murio. A todo esto, solo con una familia y entregado con ella a los horrores de su tribulación; porque pensar que nadie entrara en aquella corralada después de anochecer, era pensar los imposibles. ¿Quién era el guapo que a tanto se atrevía? Alguien, bien acompañado, por supuesto, se aventuró a pasar por la calleja, muy cerca del murio, mientras brillaba la luna a más y mejor; pero nada vio encima del ruinoso paredón, sino los mencionados cantos, que se bamboleaban cuando apretaba el viento, y un ramajo tísico de laurel que asomaba entre ellos, de medio lado. De aquello no resultaba forma de perro ni de cosa que se le pareciera, y esto convenció al valiente explorador y a las gentes que le oyeron después, de que lo que veían Tablucas y su familia lo veían ellos solos, porque para ellos solos se mostraba allí, por arte del demonio.

Lo cierto es que Tablucas no pudo más, y que un día le pidió la escopeta a Resquemín. Díjole, en confianza, para qué la quería; y el tabernero, que era supersticioso, no solamente se la dio, sino que le aplaudió el intento.

-Apunta bien y a cañón posao -le dijo al entregarle el arma-: de oreja a peletilla; que en estos casos no está el mal en tirar al enemigo, sino en dejarle vida para vengarse... ¡Jinojo!

El mismo Resquemín cargó la escopeta con un puñado de pólvora y medio maquilero de metralla. Un palmo asomaba la baqueta fuera del cañón después de apretado el último taco. Puso también la cápsula en la chimenea, y, por si fallaba, dio a Tablucas media docena de ellas.

Pues, señor, que se fue Tablucas a casa al anochecer, precisamente cuando el pobre don Valentín salía de la suya a la del alcalde. Reunió la familia en la cocina; declaró ante ella su pensamiento, y terminó el discurso con estas palabras:

-Porque, hijos míos, esta vida no es para llevada mucho tiempo; y aquí traigo la muerte o la salvación de todos. Si retingla mucho, taparvos las orejas..., lo peor será para mí; pero lo que es tirar, ¡Corcia!, lo que es tirar, tiro aunque se me venga la casa encima.

Después se trató de cenar: ¡para cenar estaba la familia de Tablucas! Así como así, no había qué, sino un poco de borona fría y unos cascos de cebolla. De modo que cuando salió la luna y se oyeron los tamborilazos a la puerta, y, entre la consternación de su mujer y sus hijos, empuñó la escopeta y subió al desván Tablucas, casi podía éste comulgar. ¡Y bien le hubiera venido al pobre, según lo trasudado, amarillo y congojoso que iba!

Por último, se acercó a la ventana, se tumbó en el suelo boca abajo, y por una rendija muy ancha miró... ¡Allí estaba el perrazo, mitad blanco, mitad negro, con la boca abierta y los ojos saltones, fijos en la ventana; de medio adelante, echado sobre las manos tendidas; de medio atrás, empinado y con el rabo tieso, en actitud de lanzarse sobre la presa a la menor provocación! Tablucas cerró los ojos y pensó desmayarse. Luego se reanimo un poco.

-Veamos -se dijo-, qué cara me pone, haciendo que tiro.

Y sacó con mucho pulso el extremo del cañón por la rendija; le apoyó en la misma tabla; hizo la puntería... Y nada: el perro inmóvil como un canto. Alentó aquello al hombre; resolviose; apuntó donde le dijo Resquemín, y ¡Virgen de los Milagros, qué estruendo bajo aquel techo carcomido! ¡Qué llover cascotes el tejado, y qué rodar Tablucas por el suelo con una astilla de la culata en la mano, única porción que a la vista quedaba de la escopeta, tan bestialmente cargada por el tabernero!

Aquel tiro fue el que se oyó casi al mismo tiempo que los otros dos enderezados a don Juan de Prezanes.

Pero el perro no estaba ya en el murio.

-¡Ya lleva lo que necesita, corcia! -exclamó Tablucas cuando se cercioró de ello, y no le vieron tampoco su mujer y sus hijos, que subieron al desván inmediatamente- Lo peor es que de la escopeta no queda más que esta pizca; pero él se empeño en cargarla tanto, y con su pan se lo coma.

Un muchacho tropezó luego con el resto del arma en un rincón del desván. No había reventado el cañón; solamente se había partido la caja, y esto afirmó a Tablucas en la idea de que el tiro no se había extraviado en el camino que llevaba.

Que el suceso causó verdadero regocijo en la familia, no hay que decirlo. Hasta se atrevió Tablucas a salir fuera de la portalada, pensando hallar el perro descuartizado al pie del murio.

-Aquí hay unos cantos que antes no había; pero no hay señal de perro, muerto ni vivo -dijo la mujer, que le acompañaba- ¡Toma!... ¡Y son los de arriba que ya no están allí!

-Habrán caído con el perro -contestó Tablucas con el mayor convencimiento-. Y el que él no esté aquí, no te pasme. ¡Corcia!, que esas gentes no fenecen como nusotros, y suelen convertirse en jumera hidionda... Pus mira que algo de ella me da en la nariz, o yo no sé agoler ya... De toas suertes, mañana amanecerá Dios y se verá lo cierto. ¡Ah, corcia, lo que va a verse!

Ahora comprenderá el lector por qué a Tablucas le causaron tan honda impresión las noticias que de la Rámila le dio el alcalde.

Llevolas a casa y después a la taberna, muy en confianza; y como aquella noche, aunque alumbró la luna, ni hubo tamborilazos a la puerta ni perro en el murio, afirmose más Tablucas en sus trece; y fue rodando la bola, y todo Cumbrales lo supo al día siguiente; y muy pocos dejaban de creer que lo que a la Rámila le dolía era el metrallazo de Tablucas.

Mas el triunfo de este pobre hombre no fue completo. Había logrado demostrar que la bruja no era invulnerable; quizá dejar descubierto un camino por donde otros podían llegar hasta matarla, o matar a otras tan brujas como ella; pero la Rámila vivía; y aunque en el murio no se la vio más ni en la puerta se oyeron sus garrotazos, la bruja no podía dejar de vengarse; y el temor de aquella venganza fue el espadón que tuvo sobre su cabeza el pobre Tablucas; temor tan insufrible como las apariciones del perro, hasta que Dios dispuso de la infeliz anciana y se la llevó a mejor vida que la que le cupo en suerte entre los crédulos campesinos de Cumbrales, que no se han curado todavía, ni se curarán jamás, de esas flaquezas, como tantas otras gentes que no son de Cumbrales, ni montañesas, ni campesinas.