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El sabor de la tierruca/XXX

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Esto se acaba, lector, y ¡ojalá te pese de ello! Por mi gusto, hubiera soltado la pluma después de escrito el capítulo que antecede, pues, en rigor de verdad, todo lo que a decir voy no vale dos cominos, y ya no ha de salvarme si lo que atrás queda tira de mi pobre fama hacia lo hondo. Pero allá va, porque, al fin, soy hombre de cuenta y razón, y hay lectores que no perdonan ni los maravedís del pico.

Enterrado don Valentín; exterminado el perro del murio; hartos los vecinos todos de Cumbrales de hablar de los sucesos de aquella noche, que hicieron palidecer el recuerdo de los del domingo de marras, y atreviéndose ya Tablucas a volver solo a su casa a todas horas, acabó el pueblo de normalizarse con la noticia, oficial y auténtica, de que no quedaba rastro de facioso en muchas leguas a la redonda, y con la no menos grata y comprobada de que, al marcharse, se había llevado por delante al Sevillano, que, desde la felonía hecha a Pablo, andaba fugitivo de pueblo en pueblo y de encrucijada en encrucijada, en una de las que fue atrapado y metido en filas; lance que deploró Chiscón en gran manera, porque pensaba resarcirse de todas sus pesadumbres descoyuntando los huesos al pícaro matasiete que tanto le había comprometido y desacreditado a él.

Estando así las cosas y reinando otra vez el Sur, aunque con intermitencias de chubascos, porque, al cabo, asomaba diciembre; restablecido Pablo por completo y terminados los pertrechos de boda, don Juan de Prezanes...

¡Era muy raro lo que le acontecía a este señor desde los tiros aquellos! Se había convertido en una malva. Tan suave y tan dócil era. Por de pronto, le dijo a don Rodrigo Calderetas, después de ponerse de acuerdo con don Pedro Mortera:

-Que no cuente conmigo el marqués de la Cuérniga, ni ahora ni nunca. Por lo demás, aquí le queda el campo para que le explote a su gusto; pero será mejor que no se acuerde de ello, por si acaso. Lo mismo digo por el barón de Siete-Suelas y por cuantos personajes de su calaña traten de merodear por esta tierra bajo el amparo de usted o de cualquier otro en quien recaiga el virreinato cuando usted le deje o le pierda. Yo me permito aconsejarle otra vez más que le deje, en alivio de todos y especialmente de usted mismo. ¡Qué bien se está así, como yo estoy ahora, en paz y en gracia de Dios y con los nervios en reposo perfecto!

No era perfecto, sin embargo, el reposo, puesto que a menudo le acometían aquellos estremecimientos momentáneos, que ya observamos en él en la noche de los tiros. De tarde en cuando le decía el temperamento: «aquí estoy», y quería el jurisconsulto como emberrinchinarse; pero en seguida recordaba la última corajina que había tenido; asaltábale el temblor de arriba a abajo; pedía por Dios que se cambiara de conversación; complacíanle todos de buena gana, y se quedaba hecho unas dulzuras.

Pues digo que estando así don Juan de Prezanes, Pablo restablecido y los preparativos terminados, tal ansia mostró porque las bodas se celebraran pronto, y tan de acuerdo estuvieron con él los cuatro novios, que no hubo manera de contrariarle... Y se celebraron las bodas antes que mediara diciembre, en un día de sof esplendoroso, aunque muy frío de crepúsculos. Pero ¿qué importaban estas leves crudezas a los que llevaban la primavera en la mente y el estío en el corazón?

Casáronse, pues, Ana y María, y casose también, al mismo tiempo, Nisco con Catalina, a quien llenaron de regalos las dos venturosas jóvenes, como Pablo llenó a Nisco de otros no menos valiosos y adecuados. Fue aquél un día de fiesta para Cumbrales; pues entre deudos, amigos y curiosos, se llevaron de calle todo el vecindario. ¡Bien le fue entonces a la Rámila! ¡Bien les fue a todos los pobres! ¡Bien le fue al cura, y, sobre todo, a los muchachos que le ayudaron! Entre ellos-andaban Cabra y Lambieta. A más de cinco reales partieron, ¡que ya es partir!, pues nunca llegó a seis cuartos lo que sacó en los casorios y bautizos más solemnes cada muchacho de los arrimados allá.

A propósito de la Rámila. Don Pedro Mortera le habilitó -una casita con huerto que tenía cerca de la suya, y allí pasó los poquísimos años que vivió todavía, relativamente feliz y descuidada. Resquemín la surtía de pan, no de muy buena gana. aunque por cuenta de don Pedro, y Tablucas lo censuraba altamente. María no se cansó nunca de mirar por ella, aunque la Cotorrona se le arrimó muchas veces al salir de misa para aconsejarla que llevara sus caridades hacia otro lado, porque hacer bien al demonio era ofender a Dios y perder la limosna.

Ya ve el lector cómo va acabando esto no del todo mal que digamos, por lo que toca al paradero de cada personaje. Casi resulta un cuento ejemplar de lo más edificante, porque hay que añadir a lo dicho que la mujer aquélla que despabiló Juanguirle desde la escalera de don Valentín, volvió a insistir al día siguiente; y como no estaba allí el alcalde entonces, entró, y no volvió a salir; porque don Baldomero, después de pagar a Sidora la manda de su amo, la plantó en la calle y dejó en su lugar a la otra, que era la viuda de marras. Y quedándose allí la viuda, comenzó a mandar en casa más que su dueño; y mandando así, mandole un día que se casara con ella; y casose don Baldomero, que a aquellas fechas (dos semanas después de la muerte de su padre) dio en tomar cada curda' de aguardiente, que ardía. Pero las tomaba en casa, a cuenta y mitad con su mujer; y esto siempre era una circunstancia atenuante.

Excuso decir a ustedes que a Juanguirle no pudo hincarte el diente el secretario; antes fue éste quien estuvo a pique de ir a presidio, porque el alcalde le rebuscó los pliegues y le halló el contrabando. ¡Qué cosas descubrió! Pero tuvo lástima del pícaro, que era padre de familia, y se conformó con quitarle el destino, a ruego de don Rodrigo Calderetas, que se comprometió, en cambio, a no volver a amparar a ningún tunante; y lo cumplió entonces uniéndose a sus amigos de Cumbrales para perseguir a Asaduras y a su protegido el de Siete-Suelas; por lo que aquel año no hubo elecciones allí por falta de candidato.

Y en esto, avanzaba diciembre; desapareció por completo el Sur; y aunque la alfombra de verdura, con todos los imaginables tonos de este color, cubría la vega, la sierra y los montes, porque estas galas no las pierde jamás el incomparable paisaje montañés, los desnudos árboles lloraban gota a gota por las mañanas el rocío o la lluvia de la noche; relucía el barro de las callejas, porque el sol que alumbraba en los descansos de los aguaceros no calentaba bastante para secarle; andaba errabunda y quejumbrosa de bardal en bardal, arisca y azorada, la negra miruella, que en mayo alegra las enramadas con armoniosos cantos; picoteaba ya el nevero' en las corraladas, y acercábase el colorín al calorcillo de los hogares; derramábanse por las mieses nubes de tordipollos y otras aves de costa, arrojadas por los fríos y los temporales de sus playas del Norte; blanqueaban los altos picos lejanos cargados de nieve; cortaban las brisas; reinaba la soledad en los campos y la quietud en las barriadas; iba la pación de capa caída; y mientras al anochecer se arrimaban las gentes al calor de la zaramada, ardiendo sobre la borona que se cocía en el llar, y se estrellaba contra las paredes del vendaval la fría cellisca, la aguantaba el ganado, de vuelta de las encharcadas y raídas mieses, rumiando a la puerta del corral, con el lomo encorvado, erizado el pelo, la cabeza gacha, el cuello retorcido y el rabo entre las patas; señales, éstas y aquéllas, de que se estaba en el corazón del invierno, nunca tan triste ni tan crudo como la fama le pinta, ni tan malo como muchos de ultrapuertos, que la gozan de buenos sin merecerla. Pero otras injusticias mayores comete todavía esa señora con la Montaña.

¡Qué suerte la mía si con este librejo, ya que no lo haya logrado con tantos otros informados del mismo sentimiento, consiguiera yo, lector extraño y pío, darte siquiera una idea, pero exacta, de las gentes, de las costumbres y de las cosas; del país y sus celajes; en fin, del sabor de la tierruca!