El señor Bergeret en París/Capítulo III

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Capítulo III

El señor Bergeret al llegar a París habíase instalado con su hermana Zoé y su hija Paulina en una casa que pronto sería derribada, y, al saber que no era posible vivir allí mucho tiempo, encontróse a gusto en ella, ignorante de que, aun cuando no la derribaran, la señorita Bergeret había decidido ya dejarla pronto, pues la tomó solamente para darse tiempo de buscar otra más cómoda, por lo cual se opuso a que se hiciesen gastos de instalación.

Era una casa de la calle del Sena, por lo menos de cien años, que, sin haber sido nunca bonita, volvióse fea al envejecer. Su puerta principal se abría humildemente a un patio húmedo, entre la tienda de un zapatero y la de un embalador. El señor Bergeret ocupaba uno de los aposentos del segundo piso, y tenía por vecino a un restaurador de cuadros, cuya puerta, al entreabrirse, dejaba ver varios lienzos sin marco, colocados en torno de una estufa: paisajes, retratos antiguos y un desnudo de mujer de carne ambarina, tendida en un bosque sombrío bajo un cielo verdoso. La escalera, bastante clara y con telarañas en todos los rincones, tenía los peldaños de madera y suelo de baldosas en los descansillos, donde por la mañana se veían hojas de verduras caídas de las cestas de las inquilinas. Todo esto era desagradable para el señor Bergeret, y, sin embargo, le entristecía la idea de perderlo después de haber perdido tantas otras cosas que tampoco eran muy gratas, pero cuya sucesión formaba la trama de su vida. Después de sus tareas cotidianas, dedicado a buscar un aposento, dirigíase con preferencia por la orilla izquierda del Sena, donde su padre había vivido y donde creía respirar la existencia plácida y los estudios serios. Lo que más dificultaba sus investigaciones era el estado lamentable de las calles, en las que se abrían zanjas profundas y se alzaban montones de tierra, y de los malecones intransitables desfigurados para siempre. Nadie ignora que durante el año 1899 todo París estuvo removido ya porque las nuevas condiciones de la vida exigiesen la ejecución de muchas obras, ya porque la proximidadde una maravillosa feria universal excitara en todas partes actividades desmesuradas y un repentino afán de modificación. Al señor Bergeret le afligía el desconcierto de la ciudad, sin creerlo suficientemente justificado; pero, como era prudente, sus reflexiones le consolaban y tranquilizaban, y cuando llegaba a su hermoso muelle Malaquais tan cruelmente devastado por los implacables ingenieros, dolíase de los árboles arrancados, de los libreros de viejo desaparecidos, y pensaba serenamente:

"Al volver a esta ciudad no encuentro a mis amigos ni lo que me agradaba en ella. Su paz, su gracia, su hermosura, sus antiguas elegancias y su noble paisaje histórico desaparecen de pronto; pero es necesario que la razón se anteponga al sentimiento. No debemos entregarnos a lamentaciones vanas ni quejarnos de las variaciones que nos importunan, puesto que variar es la norma de la vida. Acaso estos trastornos sean indispensables, y acaso también sea preciso que esta ciudad pierda su belleza tradicional para que la existencia de la mayor parte de sus habitantes sea menos penosa y menos dura."

El señor Bergeret sumábase al grupo de los ociosos repartidores de pan y de los policías indolentes para ver cómo los braceros destruían el pavimento de la orilla ilustre, y reflexionaba:

"Adivino la imagen de la ciudad futura, donde los más grandiosos edificios están sólo señalados aún por hondas zanjas, lo cual hace suponer a los hombres poco perspicaces que los braceros empleados en la reforma de esta ciudad (cuyo esplendor nosotros no veremos) abren abismos, cuando realmente preparan tal vez la vivienda próspera, el refugio pacífico y alegre."

De tal modo el señor Bergeret, hombre bondadoso, juzgaba con benevolencia las reformas de la ciudad real, expuesto por sus constantes distracciones a caerse en un hoyo a cada paso.

Entre tanto, buscaba casa, pero con cierta fantasía; las casas antiguas le agradaban porque sus piedras tenían para él un significado; la calle de Gitle—Coeur le atraía singularmente; veía el cartelillo de una casa que se alquilaba, prendido junto al mascarón de la clave de un arco sobre una puerta, desde la cual se divisaba el arranque de una barandilla de hierro forjado, y al subir los escalones, seguido por una portera astrosa, respiraba un olorinfecto de mil generaciones de ratas que, de piso en piso, hacían más asfixiantes las emanaciones de las cocinas indigentes; los talleres de encuadernadores y de estuchistas añadían un repugnante hedor a engrudo y cola podridos, y el señor Bergeret se alejaba triste, desilusionado.

Y de regreso en su casa, mientras comían, explicaba a su hija Paulina y a su hermana Zoé el resultado lamentable de sus investigaciones. La señorita Zoé lo oía sin inmutarse, resuelta, desde un principio, a buscar y a encontrar la casa conveniente. Admiraba la inteligencia de su hermano, pero le creía incapaz de una idea razonable en la vida práctica.

—He visto un piso en el malecón de Conti. Ignoro si os parecerá bien. Recibe luces de un patio donde hay un pozo, hiedra y una estatua de Flora mohosa y mutilada; sin cabeza, teje aún su guirnalda de rosas. He visto otro pisito en la calle de la Chaisse; los balcones dan a un jardín donde arraiga un tilo enorme, una de cuyas ramas entrará en mi estudio cuando llegue la primavera. Paulina tendrá su gabinete espacioso, que puede adornar muy bien con algunos metros de cretona, rameada.

—¿Y mi alcoba? —preguntó la señorita Zoé— Nunca te ocupas de mi alcoba. Y también...

Se distrajo y no terminó la frase, porque daba poca importancia a lo que su hermano decía.

—Quizá nos veamos obligados a meternos en una casa nueva —adujo el señor Bergeret, prudente y acostumbrado a someter sus deseos a la razón.

—Mucho lo temo papá —dijo Paulina—; pero no te preocupes: encontraremos un arbolito que llegue a tu ventana; te lo aseguro.

Paulina se interesaba por lo de la casa, risueña y complaciente, sin preocuparse mucho de sí misma, tal vez porque las mudanzas no intimidan a las criaturas cuyo destino no está fijado aún y que viven como en espera del ignorado porvenir.

—Las casas modernas —repuso el señor Bergeret — están mejor decoradas que las antiguas, pero no me gustan, acaso porque al rodearme de lujo mezquino me hacen sentir más la torpeza de una vida angustiosa. No lamento, ni siquiera por vosotras, la medianía de mi posición, pero lo vulgar y lo común me desagrada... Os parecerá absurdo.

—¡Oh no, papá!

—En una casa moderna lo que me resulta más odioso es la exacta correspondencia de ladistribución, la estructura demasiado visible de las habitaciones, que se descubre desde fuera. Hace tiempo que los ciudadanos viven unos sobre otros; y puesto que tu tía no quiere oír hablar de una casita en las afueras, me resignaré a vivir en un piso tercero o cuarto; pero me duele renunciar a las casas antiguas, cuya irregularidad hace más soportable el hacinamiento. Al pasar por una calle moderna reflexiono inmediatamente que la superposición de los hogares en las construcciones recientes presenta una ridícula uniformidad. Sus comedorcitos, colocados unos sobre otros, con los mismos cristales y los mismos quinqués de bronce que se encienden a la misma hora; sus cocinas muy pequeñas, con las fresqueras por la parte del patio y con unas criadas muy sucias; los salones con sus pianos, colocados unos sobre otros. La casa moderna, por la precisión de su estructura, descubre las funciones cotidianas de los seres que a su amparo se cobijan tan claramente como si las paredes fueran de cristal; los inquilinos comen unos sobre otros, tocan el piano unos sobre otros, acuéstanse unos sobre otros con absoluta monotonía, y representan así un espectáculo cómico y humillante.

—Los inquilinos no se dan cuenta de ello — dijo Zoé, firmemente decidida a instalarse en una casa nueva.

—En verdad —observó Paulina, pensativa—, en verdad resulta un espectáculo cómico.

—Veo en diferentes sitios pisos que me gustan — repuso el señor Bergeret—, pero rentan mucho más de lo que puedo pagar. Esta experiencia me hace dudar de la veracidad de un principio establecido por un hombre admirable, Fourier, quien aseguraba que la diversidad de gustos es tal que los chiribitiles serían tan rebuscados como los palacios, si viviéramos en armonía, porque si nuestra vida fuese armónica tendríamos todos una cola adherente para colgarnos de los árboles. Fourier así lo ha dicho. Un hombre de bondad reconocida, el afable príncipe Kropotkin, nos aseguró recientemente que llegará un día en que los hoteles de las grandes avenidas serán abandonados por sus dueños, cuando éstos no encuentren criados que los sirvan; y será una satisfacción para los ricos cedérselos a las mujeres del pueblo, que, acostumbradas a trabajar, podrán habitarlos sin sentir la molestia de sus anchuras. Mientras esto llegue, el problema de la casa es arduo y difícil. Zoé, hazme el favor de ir a ver el piso delmalecón de Conti, de que ya os hablé. Se halla bastante deteriorado, porque ha servido de depósito durante treinta años a un fabricante de productos químicos. El dueño no quiere hacer obra y se propone alquilarlo para almacén. Sus ventanas son abuhardilladas, pero se ve desde ellas una pared cubierta de hiedra, un pozo musgoso y una estatua de Flora sin cabeza. No es fácil encontrar todo esto en un París.