El señor Bergeret en París/Capítulo XV

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Capítulo XV

Enrique de Brecé, José Lacrisse y Enrique León se hallaban reunidos en el local del Comité ejecutivo, en la calle de Berri. Después de despachar los asuntos del día, José Lacrisse le dijo a Enrique de Brecé:

—Querido presidente, le voy a pedir una Prefectura para un realista leal. Estoy seguro de que no me la negará usted cuando le haya expuesto las condiciones de mi candidato. Su padre, Fernando Dellion, dueño de una metalúrgica de Valcombe, merece en todos conceptos las atenciones del rey. Es un patrono que se preocupa mucho del bienestar físico y moral de sus obreros; distribuye entre ellos medicinas y cuida de que vayan los domingos a misa, de que envíen a sus hijos a las escuelas congregacionistas, de que voten como deben y de que no se asocien. Pero desgraciadamente, le combate el diputado Cottard y no le apoya como debiera el subprefecto de Valcombe. Su hijo Gustavo es uno de los miembros más adictos y más inteligentes de mi Comité provincial; ha dirigido con energía la campaña antisemita en nuestra ciudad y le detuvieron en Auteuil mientras vociferaba contra Loubet. No puede negarme, usted, querido presidente, una Prefectura para Gustavo Dellion.

—¡Una Prefectura! —murmuró Brecé mientras hojeaba el registro de los funcionarios—. Una Prefectura... Sólo nos queda Gueret y Draguiñán. ¿Quiere usted Gueret?

José Lacrisse sonrió, y dijo: —Querido Presidente, Gustavo Dellion es mi colaborador, y en la fecha convenida realizará conmigo la supresión violenta del prefecto Worms-Clavelin. Sería justo que le sustituyera.

Enrique de Brecé, con la mirada fija en el registro, respondió que le era imposible complacerle. El sucesor de Worms—Clavelin estaba ya nombrado. Monseñor había designado a Jacobo de Cadde, uno de los primeros suscriptores que figuran en las listas Henry.Lacrisse objetó que Jacobo de Cadde era desconocido en el departamento. Enrique de Brecé declaró que las órdenes del rey no se discuten, y la conversación tomaba ya un giro desagradable, cuando Enrique León, a horcajadas sobre una silla, extendió el brazo y adujo con expresión contundente:

—El sucesor de Worms-Clavelin no será Jacobo de Cadde ni Gustavo Dellion: será Worms-Clavelin.

Lacrisse y Brecé se indignaron.

—Sin duda, sería chocante —repitió León—. Worms-Clavelin, que antes de nuestra llegada enarbolará en el tejado de la Prefectura la bandera realista, y a quien el ministro del Interior nombrado por el rey habrá sostenido por teléfono al frente de la administración provincial.

—¡Worms-Clavelin prefecto de la monarquía! No puede ser —exclamó desdeñosamente Brecé.

—Sin duda, sería chocante —replicó Enrique León­; pero si nombran prefecto al "caballero Clavelin" nada habrá que reprochar. No nos hagamos ilusiones: no serán para nosotros los mejores puestos en el reparto que haga el rey. La ingratitud es el primer deber de un príncipe; ningún Borbón lo ha desmentido. Lo hago constar en elogio de la Casa de Francia.

"¿Creen ustedes que el rey gobernará con el clavel blanco, con la azulina, con la rosa de Francia? ¿Que nombrará ministros a Jockey y a Puteaux, y a Christiani jefe superior de Palacio? ¡Error! El clavel blanco, la azulina y la rosa de Francia seguirán arrinconados en la sombra donde se oculta la violeta. Christiani será puesto en libertad, pero nada más. Lo mirarán con desprecio por haber abollado el sombrero a Loubet. ¡Perfectamente!... Loubet, que sólo es ahora para nosotros un vil pelagatos será un predecesor cuando le reemplacemos. El rey ocupará su mismo sillón en las carreras de Auteuil, y seguro entonces de que Christiani ha establecido un precedente lastimoso, se lo reprochará. Nosotros, que conspiramos hoy, seremos sospechosos después del triunfo. Los conspiradores no inspiran confianza a los cortesanos. Hablo así para evitar a ustedes amargas decepciones. Vivir sin ilusionarse es el secreto de la felicidad. Yo, por mi parte, aunque mis servicios sean olvidados y despreciados, no me quejaré. La política no es asunto de sentimentalismo, y sé muy bien cuáles serán las obligaciones de su majestad cuando le hayamos repuesto en el trono desus padres. Antes de recompensar las abnegaciones gratuitas, paga un rey los servicios que le venden. No lo duden ustedes: los principales honores, los empleos más productivos serán para los republicanos, que formarán seguramente dos terceras partes de nuestro personal político y antes que nosotros pasarán por la caja. Es lo justo. Gromance el antiguo cabecilla resellado en la República de Meline explica su situación con mucha lucidez cuando nos dice: Me hacen ustedes perder un sillón del Senado; me deben un nombramiento de par. Lo tendrá, y, después de todo, lo merece. Pero la parte de los resellados será pequeña comparada con la de los republicanos fieles que sólo se hayan vendido en el momento supremo.

"A ésos irán a parar las carteras, los entorchados, los títulos y las prebendas. Nuestros primeros ministros y la mitad de los pares de Francia, ¿saben ustedes dónde se hallan en este momento? No los busquen en los Comités, donde nos exponemos a que nos prendan como a los rateros ni en la Corte errante de nuestro joven y hermoso monarca, cruelmente desterrado: los hallarán en las antesalas de los ministros radicales, en los salones del Elíseo y en todas las ventanillas donde la República paga.

¿No han oído ustedes hablar de Talleyrand y de Fouché? ¿No han leído la Historia, ni siquiera en los libros de Imbert de Saint-Amand? No era un emigrado, era un regicida a quien Luis Dieciocho nombró ministro de Policía en mil ochocientos quince. Nuestro rey no es, sin duda, tan ducho como Luis Dieciocho; pero no debemos suponerle desprovisto de inteligencia. Semejante juicio, además de irrespetuoso, acaso resultaría de sobra severo. Cuando sea rey se dará cuenta de las necesidades de su situación. A todos los jefes del partido republicano que no hayan muerto, que no estén desterrados, deportados, y que no sean incorruptibles, habrá que recompensarlos, sin lo cual ese partido se reorganizaría, y, más poderoso y extendido, se revolvería en seguida contra el rey; hasta el propio Meline sería entonces un adversario austero.

"Y ya que nombramos a Meline, dígame Brecé: ¿sería más provechoso para la monarquía que el duque, padre de usted, presidiese a los pares a que los presidiera Meline, duque de Remiremont, príncipe de los Vosgos, gran cruz de la Legión de Honor y del Mérito Agrícola, caballero de la Flor de Lis y de San Luis? No hay duda posible: el duque de Meline aseguraría más partidarios a la corona que el duque de Brecé. ¿Habrá que enseñarles a ustedes el abecedario de las restauraciones?

"A nosotros nos darán los impuestos y los títulos que los republicanos no quieran. Contarán con nuestra abnegación gratuita; no temerán desagradarnos, porque nos considerarán inofensivos. No se les ocurrirá que podamos hacerles oposición.

"¡Y se engañan! Nos veremos obligados a hacérsela, ¡se la haremos! Será provechosa y no será difícil. Claro que no nos uniremos a los republicanos; sería una falta de tacto, y la lealtad nos lo prohibe. No podremos ser menos realistas que el rey; pero podremos serlo más. Monseñor, el duque de Orleáns, no es demócrata; hay que hacerle esa justicia. No se preocupa de la condición de los obreros. Es antirrevolucionario; pero aunque se siente a la mesa con calzón corto, chaleco bretón y con el pecho cubierto de condecoraciones, al rodearse de ministros liberales será liberal. Nada nos impedirá entonces ser ultras, inclinarnos hacia la derecha, mientras los republicanos tiren hacia la izquierda. En cuanto nos crean peligrosos, nos atenderán. ¿Quién dice que no seamos entonces los redentores de la monarquía? Tenemos ya un Ejército incomparable. El Ejército, hoy por hoy, es más religioso que el clero. Tenemos una burguesía incomparable, una burguesía antisemita, que piensa como se pensaba en la Edad Media. Luis Dieciocho no tenía tanto. Que me den la cartera del Interior, y con tan excelentes elementos me encargo de sostener la monarquía absoluta durante diez años. Luego llegará el turno al socialismo; pero sostenerse diez años no es poco.

Después de hablar así, Enrique León encendió un cigarro; José Lacrisse, insistente, rogó a Enrique de Brecé que viera si le quedaba una Prefectura importante. El presidente repitió que sólo quedaban Gueret y Draguiñán.

—Resérveme Draguiñán para Gustavo Dellion —dijo Lacrisse—. No quedará satisfecho; pero le daré a entender que lo importante es poner el pie en el estribo.