El señor Bergeret en París/Capítulo XVII
Capítulo XVII
Era el día de Año Nuevo. Aprovecharon un momento en que cesó la lluvia torrencial, y, pisando el barro amarillo que cubría las calles, el señor Bergeret y su hija Paulina fueron a felicitar a una tía materna muy anciana que vivía en absoluto aislamiento en un pisito de la calle Rousselet, con vistas al jardín de un convento y arrullado por las campanas. Paulina estaba alegre sin motivo, acaso porque las solemnes festividades, al señalar el transcurso del tiempo, ponían de relieve los progresos encantadores de su juventud.
El señor Bergeret, en aquel día solemne mostraba su natural indulgencia sin esperar grandes favores de los hombres ni de la vida, pero seguro, como el señor Fagon, de que es necesario perdonarle mucho a la Naturaleza. A lo largo de las calles, los pordioseros, erguidos como candelabros o aparatosos como altares, constituían el ornato de aquella fiesta social. Habían acudido a engalanar los barrios burgueses, mendigos, truhanes vagabundos, lisiados, leprosos, raquíticos, mistificadores, peregrinos, epilépticos y tullidos; pero arrastrados por la confusión universal de caracteres se resignaban con la medianía corriente de las costumbres y no exhibían, como en tiempos del gran Coesre, deformidades horribles y llagas espantosas. No rodeaban con vendas sucias sus miembros mutilados: eran sencillos, y sólo fingían lisiaduras soportables. Uno de ellos, cojeando, pero sin perder su agilidad, siguió largo rato al señor Bergeret.
Luego se detuvo y se colocó en el filo de la acera, como un candelero.
El señor Bergeret dijo entonces a su hija:
—Acabo de cometer una mala acción; acabo de dar limosna. Cuando Clopinel ha tomado mis diez céntimos he sentido la alegría vergonzosa de humillar a mi semejante, he transigido con el pacto odioso que asegura al fuerte su poder y al débil su impotencia; he sellado con mi sello la antiguainiquidad, he contribuido a que ese hombre sólo tenga media alma.
—¿Tú has hecho todo esto, papá? —preguntó Paulina, incrédula.
—Casi todo —respondió el señor Bergeret—. He vendido a mi hermano Clopinel la fraternidad mal pesada. Me he humillado, al humillarle, porque la limosna envilece tanto al que la recibe como al que la da. He obrado mal.
—No lo creo —dijo Paulina.
—Tú no lo crees —respondió el señor Bergeret—, porque no tienes filosofía y no sabes sacar de una acción, inocente al parecer, las infinitas consecuencias que encierra. Ese Clopinel me ha inducido a que le dé limosna. No he sabido resistir a su importuna y quejumbrosa voz. Me han dado lástima su cuello flaco y desnudo, sus rodillas, que, gracias al pantalón desfigurado por el uso, parecen las de un camello; sus pies, que arrastran una botas con las puntas abiertas, semejantes al pico de un pato. ¡Seductor! ¡Oh peligroso Clopinel! ¡Clopinel delicioso! Por ti he cometido con una moneda una maldad. Transrnitiéndote un símbolo de la riqueza y del poder te convertí en capitalista irónicamente y te invité, sin honra, al banquete de la sociedad, a las fiestas de la civilización; y en seguida comprendí que, a tu juicio, yo era uno de los poderosos del mundo, que a tu lado yo era rico, dulce Clopinel pordiosero, amable y adulador. Me has regocijado, me has enorgullecido y me has complacido al suponerme opulento y soberano.
¡Vive, oh Clopinel! Pulcher hymnus divitiarum pauper inmortalis.
"¡Qué detestable costumbre la de dar limosna! ¡Piedad bárbara! ¡Antiguo error del burgués, que al ofrecer una moneda cree realizar una obra caritativa, y se considera en paz con todos sus hermanos por la acción más miserable, más torpe más necia y más ridícula de cuantas pueden realizarse cuando se busca un reparto equitativo de la riqueza. La costumbre de dar limosna contradice la beneficencia y es un horror para la caridad.
—¿Es cierto? —preguntó Paulina ingenuamente.
—La limosna —prosiguió el señor Bergeret— es tan comparable a la beneficencia, como el gesto de un mono a la sonrisa de la Gioconda. La beneficencia es tan grata como absurda es la limosna. La beneficencia vigila, y, en caso necesario, ayuda. Eso es, precisamente, lo que yo no hice con mi hermano Clopinel. La sola palabra "beneficencia" despertabatiernas ideas en las almas sensibles del siglo de los filósofos. Tenían la convicción de que aquel nombre fue creado por el virtuoso párroco de Saint—Pierre; pero es más antiguo y se halla ya en los libros del viejo Balzac. En el siglo dieciséis, la palabra "beneficencia" tenía un perfume piadoso, pero ahora el mecanismo benéfico ha borrado su belleza primitiva.
Los fariseos lo desfiguran todo. En nuestra sociedad existen muchos establecimientos benéficos: Montes de Piedad, Sociedades previsoras, Seguros mutuos; algunos son útiles y proporcionan buenos servicios, pero tienen todos el mismo defecto original, puesto que mantienen la iniquidad que se obligaron a corregir. La beneficencia universal exige que cada uno viva de su trabajo propio y no del ajeno. Aparte del cambio y la solidaridad, todo es vil, vergonzoso e infecundo. La caridad humana es el concurso de todos en la producción y el reparto de los frutos.
"Es justicia y es amor; los pobres son más hábiles para ejercerla que los ricos. ¿Qué ricos ejercieron tan plenamente como Epicteto o Benoit Malon la caridad del género humano? La verdadera caridad es la donación de las obras de cada uno a todos los demás; es la hermosa bondad, es el impulso armonioso del alma que se inclina como un vaso lleno de magníficos nardos y esparce su perfume: es Miguel Angel pintando la capilla Sixtina, es los diputados de la Asamblea nacional en la noche del cuatro de agosto; es el don repartido en su feliz plenitud; es el dinero difundiéndose, mezclado con el amor y el pensamiento. Fuera de nuestro propio ser, nada nos pertenece, por lo cual sólo podremos dar nuestro trabajo, nuestra alma, nuestro genio; y esta ofrenda magnífica de todo lo nuestro a todos los hombres enriquece tanto al donante como a la comunidad.
—Pero tú no podías darle amor y belleza a Clopinel —objetó Paulina—. Le has dado lo que más le hace falta.
—Es cierto que Clopinel se ha vuelto un bruto. De todos los bienes que pueden agradar al hombre, sólo prueba el alcohol. Juzgo así por lo mucho que apestaba a aguardiente cuando se me acercó; pero tal como existe, Clopinel es nuestra obra: nuestro orgullo fue su padre, nuestra iniquidad, su madre.
Es el fruto podrido de nuestros vicios. En la sociedad, todos los hombres deben dar y recibir.Acaso ese hombre no da bastante porque no recibió lo suficiente.
—Tal vez sea un holgazán —dijo Paulina—. ¿Qué hacer, Dios mío, para que no haya pobres, ni débiles, ni holgazanes? Papá, ¿no te parece que los hombres son buenos por instinto y que la sociedad les obliga a ser malos?
—No; no creo que los hombres sean buenos por instinto —respondió el señor Bergeret—; más me inclino a creer que salen poco a poco y difícilmente de la barbarie innata, y que sólo con gran esfuerzo realizan una justicia incierta y un acto de bondad precario. Está lejos aún la época en que serán bondadosos y complacientes los unos para con los otros; está lejos aún la época en que no lucharán para quitarse unos a otros la hacienda y la vida, y en que los cuadros que representen batallas serán escondidos por inmorales, por ofrecer un espectáculo vergonzoso. Creo que el reino de la violencia prevalecerá; que durante mucho tiempo los pueblos se destruirán unos a otros por razones frívolas; que durante mucho tiempo los ciudadanos de una misma nación se arrebatarán furiosamente unos a otros aquellos bienes indispensables para la vida, en vez de hacer un reparto equitativo; pero también creo que los hombres son menos feroces cuanto menos miserables son, y que los progresos de la industria poco a poco suavizan las costumbres. Un botánico dice que el espino, transportado de un terreno seco a un suelo fecundo, cambia sus espinas en flores.
—¿Ves, papá? Eres optimista. Ya lo sabía yo —exclamó Paulina, deteniéndose en medio de la acera para fijar en su padre la mirada de sus ojos grises, rebosantes de luz y de frescura matinal—. Eres optimista y contribuyes con tu obstinada labor a edificar la casa futura. Sí, haces bien; es muy hermoso edificar la nueva república entre los hombres de buena voluntad.
El señor Bergeret sonrió al oír aquella frase de esperanza y al ver aquellos ojos de aurora.
—Sí —dijo—, sería muy hermoso establecer una sociedad nueva donde cada cual recibiese la recompensa de su esfuerzo.
—Sin duda, será una realidad algún día; pero ¿cuándo? —preguntó Paulina, cándidamente.
Y al responder, el señor Bergeret puso en sus palabras tanta dulzura como tristeza.
—No me pidas que profetice, hija mía. No sin razón, los antiguos han considerado el poder deadivinar el porvenir como el don más funesto que pueda tener un hombre. Si nos fuera posible adivinar lo que ha de suceder, la muerte sería nuestra única esperanza y quizá cayéramos desplomados de dolor y de espanto. Debemos labrar nuestro porvenir como los obreros labran los tapices, por el revés, sin verlo.
Así hablaban el padre y la hija. Ante el jardincillo de la calle de Sévres encontraron a un pordiosero como arraigado en la acera.
—No llevo suelto —respondió el señor Bergeret—.
¿Tienes una moneda de cincuenta céntimos, Paulina?
Esa mano tendida me cierra el paso. Aun cuando estuviésemos en la anchurosa plaza de la Concordia, también me cerraría el paso. El brazo de un miserable es una barrera que yo no sabría franquear. Es una debilidad que no puedo vencer. Dale una moneda a ese truhán. La limosna es un mal perdonable. No debemos exagerar el mal que producimos.
—Papá, me preocupa saber qué harías de Clopinel en tu república. ¡Me figuro que no tendrás la pretensión de que viva del producto de su trabajo!
—Hija mía —respondió el señor Bergeret—, creo que Clopinel no tendría inconveniente en desaparecer; ya está muy consumido. La pereza y la afición al descanso le predisponen al agotamiento final. Entraría en la nada fácilmente.
—Creo, contra tu opinión que vive muy satisfecho.
—Es verdad que tiene sus alegrías. Para él, sin duda, es delicioso absorber el veneno de la taberna. Desaparecerá con el último tabernero. En mi república no habrá tabernas. No habrá compradores ni vendedores pobres ni ricos, y cada cual disfrutará del producto de su trabajo.
—¿Todos seremos felices, papá?
—No. La santa piedad que constituye la belleza de las almas perecería al agotarse el sufrimiento. Esto no puede suceder. El mal moral y el mal físico, constantemente combatidos, compartirán constantemente el imperio de la Tierra con la dicha y con el goce, lo mismo que las noches suceden a los días. El mal es necesario. Tiene, como el bien, su manantial profundo en la Naturaleza, y si uno se agotara, se agotaría el otro. Sólo somos felices porque somos desgraciados. El sufrimiento es hermano de la alegría, y sus alientos gemelos, alpasar sobre nuestras cuerdas, las hacen vibrar armoniosamente. El aliento de la felicidad sola produciría un sonido monótono, fastidioso y semejante al silencio. Pero a los males inevitables, a esos males a la vez vulgares y augustos, que son consecuencias de la condición humana, no habrá que añadir los males artificiales, que son consecuencia de nuestra condición social. Los hombres no se deformarán en un trabajo inicuo que los mata en vez de ayudarles a vivir. La esclavitud saldrá de la ergástula y las fábricas, no devorarán millones de cuerpos.
"Esta liberación la espero de la máquina misma. La máquina, que ha triturado a tantos hombres, acudirá, suave y generosamente, a socorrer la tierna carne humana. La máquina, cruel y dura en un principio, se convertirá en bondadosa, favorable y amiga. ¿Cómo se transformará su alma? Escucha. La chispa que salta de la botella de Leiden, la minúscula estrellita que se apareció en el siglo pasado al físico sorprendido, realizará ese prodigioso adelanto.
La desconocida que se ha dejado vencer sin desenmascarar, la fuerza misteriosa y cautiva, la inasequible aprisionada por nuestras manos, el rayo dócil encerrado en una botella y distribuido luego por los innumerables hilos que, formando una red, envuelven la tierra, la electricidad, prestará su fuerza y su ayuda en todas partes donde haga falta: en las casas, en las habitaciones, en el hogar, donde el padre, la madre y los hijos vivirán sin separarse. No es un sueño. La maquinaria feroz que muele en las fábricas las carnes y las almas, será doméstica, íntima y familiar; pero de nada servirá que las garruchas, los engranajes, las bielas, las manivelas, las excéntricas y los volantes se humanicen si. los hombres conservan su corazón de hierro.
Esperemos y ansiemos un cambio, más portentoso aún. Llegará un día en que el patrón, revestido ya de belleza moral, se convertirá en un obrero entre los obreros libertados, y no habrá salario, sino cambio de bienes. La enorme industria como la antigua aristocracia, a la que pretende reemplazar y la imita, tendrá también su noche del cuatro de agosto; abandonará las ganancias codiciadas y los privilegios amenazados; será generosa cuando comprenda que debe serlo. ¿Qué dice, hoy por hoy, el patrón? Que es el alma y el pensamiento, y que sin él su ejército de obreros sería un cuerpo privado de inteligencia. Pues bien: si es el pensamiento que se contente con ese honor y esaalegría. Ser espíritu y pensamiento, ¿es bastante razón para colmarse de riquezas? Cuando el insigne Donatello fundía una estatua de bronce, ayudado por sus compañeros, era el alma de la obra: lo que el príncipe o los ciudadanos le pagaban lo guardaba en una cesta, que se alzaba con una garrucha hasta una viga del estudio.
Cada compañero bajaba la cesta cuando le hacía falta y cogía lo que necesitaba. ¿No es bastante satisfacción producir con la inteligencia para que, además, el maestro evite repartir la ganancia entre sus humildes colaboradores? Pero en mi república no habrá ganancias ni salarios y todo será de todos.
—Papá, esto es el colectivismo —dijo Paulina tranquilamente.
—Los bienes más preciosos —respondió el señor Bergeret— son comunes a todos los hombres y lo fueron siempre. El aire y la luz son comunes a todos los que respiran y tienen ojos. Después de los trabajos seculares del egoísmo y la avaricia, a despecho de los esfuerzos violentos de los individuos para apoderarse de los tesoros y conservarlos, los bienes individuales de que disfrutan los más ricos son aún muy poco en comparación de los que pertenecen indistintamente a toda la Humanidad. Y en nuestro tiempo, ¿no ves que los bienes más gratos y espléndidos, caminos, ríos, bosques, bibliotecas y museos, podemos disfrutarlos todos? Ahora ningún rico es más dueño que yo de un antiguo roble de Fontainebleau o de un cuadro del Louvre; hasta serán más míos que de los poderosos en cuanto mi personal aptitud para disfrutarlos sea mayor que la suya. La propiedad colectiva, a la cual se teme como a un monstruo lejano, nos rodea ya bajo mil aspectos familiares. Nos estremece hablar de ella, pero gozamos de las ventajas que nos proporciona.
"Los positivistas que se reúnen en la casa de Augusto Comte, en torno del venerado Pedro Laffite, no se apresuran a convertirse en socialistas; pero uno de ellos ha observado que la propiedad es la fuente social. Nada más cierto, puesto que toda propiedad adquirida por un trabajo individual sólo ha podido nacer y subsistir con el concurso de toda la Humanidad. Y si la propiedad privada es la fuente social, extenderla a la comunidad y someterla al Estado, del que depende forzosamente, no es desconocer su origen ni corromper su esencia. ¿Qué es el Estado?La señorita Bergeret se apresuró a responder a esta pregunta:
—El Estado, papá, es un señor mísero y zafio que se asoma por una ventanilla. Comprenderás que nadie sienta deseos de desprenderse de todo para entregárselo a él.
—Lo comprendo —respondió el señor Bergeret, sonriente—. Siempre me sedujo el afán de comprensión, y así, he perdido energías preciosas. Descubro demasiado tarde que "no comprender" es una fuerza poderosa que a veces basta para conquistar el mundo. Si Napoleón hubiera sido tan inteligente como Spinoza, limitárase a escribir cuatro libros en un desván. Comprendo. Pero a ese señor mísero y zafio, sentado detrás de una ventanilla, le confías tus cartas, Paulina, y no se las confiarías a la agencia Tricoche; administra una parte de tus bienes, y no la menos importante ni la menos preciosa; le ves adusto, pero cuando lo sea todo no será nada, mejor dicho, no será más que nosotros; anonadado por su universalidad, dejará de parecer molesto; cuando no se es nadie, no se es malo, hija mía. Lo más fastidioso de todo es que se ensaña en la propiedad individual, que va cortando, limando y mordiendo un poco a los gordos y mucho a los flacos; esto le hace insufrible. Es ambicioso; tiene también sus necesidades. Semejante a los dioses, en mi república no sentirá deseos, lo tendrá todo y no tendrá nada; y al ser lo mismo que nosotros, no nos abrumará; existirá como si no existiese. Cuando supones que sacrifico los particulares al Estado y la vida a una abstracción, subordino la abstracción a la realidad, y lo que hago es suprimir el Estado, identificándolo por completo con la actividad social.
"Aunque mi república no pudiese existir nunca, me felicitaría por haber acariciado semejante idea. Está permitido construir en utopía, y el mismo Augusto Comte, que se jactaba de no construir más que con los productos de la ciencia positiva, ha colocado a Campanetta en el calendario de los hombres geniales.
"Los ensueños de los filósofos interesaron en todo tiempo a los hombres activos que hicieron lo posible para realizarlos. Nuestro pensamiento crea lo por venir. Los hombres de Estado en lo futuro trabajarán con arreglo a los planes que dejemos a nuestra muerte, son nuestros aprendices y nuestros peones. No, hija mía, no construyo en utopía; mi ensueño, que no me pertenece y que en este momento es el ensueño de mil y mil almas, esverdadero y profético. Toda sociedad cuyos órganos ya no corresponden a las funciones para que han sido creados, y cuyos miembros no son fortalecidos en proporción al trabajo útil que producen, ¡mueren!, turbaciones profundas y desórdenes íntimos preceden a su acabamiento y lo anuncian.
'La sociedad feudal estaba sólidamente constituida. Cuando el clero dejó de representar la sabiduría y la nobleza dejó de defender con la espada al campesino y al artesano; cuando aquellas dos clases fueron sólo miembros hinchados y perjudiciales, todo el cuerpo pereció; una revolución inesperada y necesaria se llevó al enfermo. ¿Quién podría asegurar que en la sociedad actual los órganos corresponden a las funciones, y que todos los miembros están mantenidos proporcionalmente al trabajo útil que producen? ¿Quién sostendría que la riqueza está justamente repartida? ¿Quién puede creer en la duración de la iniquidad?
—¿Y cómo conseguir que cese, papá? ¿Cómo cambiar el mundo?
—Con la palabra, hija mía; nada es tan poderoso como la palabra. El encadenamiento de las razones y de los pensamientos elevados es un lazo que no puede romperse. La palabra, lo mismo que la honda de David abate a los violentos y arrebata a los fuertes. El ejército invencible. Sin ella, el mundo pertenecería a los brutos armados. ¿Quién los tiene a raya? Sola, sin armas y desnuda, "la idea".
"Yo no veré la ciudad nueva. Todos los cambios en el orden social como en el orden natural son lentos, insensibles casi. Un geólogo de espíritu profundo, Carlos Lyell, ha demostrado que las huellas espantosas del período glaciar, las rocas enormes arrastradas en los valles, la vegetación de los países y los animales velludos que suceden a la flora y a la fauna de los países cálidos, las apariencias de cataclismos fueron en realidad obra de acciones múltiples y prolongadas; y estos grandes cambios producidos con lentitud clemente de las fuerzas naturales, ni siquiera los advertían las innumerables generaciones de seres animados que las presenciaron. Las transformaciones sociales se operan también insensiblemente y sin cesar. El hombre tímido imagina como un cataclismo futuro el cambio comenzado antes de su nacimiento, que se desarrolla en su presencia sin hacerse notorio, y que sólo será sensible dentro de un siglo.