El señor Bergeret en París/Capítulo XXIII
Capítulo XXIII
José Lacrisse, candidato nacionalista, dirigió muy activamente la campaña electoral en el barrio de las Cocheras contra Anselmo Raimondin, concejal saliente y radical. En las reuniones públicas pronto se encontró en su centro. Abogado ignorante, hablaba extensamente, sin que nada le contuviera. Asombraba por la rapidez de su oratoria a los electores con quienes más había simpatizado por la pobreza y sencillez de sus ideas, porque siempre decía lo que ellos hubieran dicho, o por lo menos lo que hubieran querido decir. Le llevaba gran ventaja a Anselmo Raimondin. Hablaba sin cesar de su honradez y de la honradez de sus amigos políticos; repetía que era necesario elegir a hombres honrados, y que su partido era el de las personas honradas. Por ser el suyo un partido nuevo creían.
Anselmo Raimondin, en sus réplicas, repitió que era honrado, muy honrado; pero como sus declaraciones iban después de las del otro, no hacían efecto; y como ya era conocido por su participación en los negocios públicos, nadie creía que fuese honrado, mientras que a José Lacrisse pudieron suponerle un modelo de inocencia.
Lacrisse era joven, ágil y de aspecto militar. Raimondin era bajito, gordo y llevaba lentes. Todo el mundo hizo esta observación en un momento en que el nacionalismo sugirió en las elecciones municipales el género de entusiasmo y hasta de poesía que le es propio, y un ideal de belleza sensible a los tenderos.
José Lacrisse desconocía todos los asuntos de la municipalidad y hasta las atribuciones de los Ayuntamientos. Aquella ignorancia le favoreció; su elocuencia era espontánea y liberal. Anselmo Raimondin, por el contrario, se perdía en detalles; tenía la costumbre de los negocios y de las discusiones técnicas; ea aficionado a las cifras y a los expedienteos. Aun cuando conocía bien a su público, se ilusionaba al considerar el grado de inteligencia de los electores que le proclamaban; losrespetaba y no se atrevía a decirles enormidades; por lo cual parecía frío, confuso y fastidioso.
No era un cándido; conocía sus intereses y la intriga del politiqueo menudo. Al ver durante dos años su barrio sumergido entre periódicos, carteles y folletos nacionalistas, pensó que en un momento dado el mismo podría también llamarse nacionalista, puesto que no era difícil desacreditar a los traidores y aclamar al Ejército nacional; no temió a sus adversarios, convencido de que podría expresarse como ellos, en lo cual se equivocaba: José Lacrisse expresaba sus ideas nacionalistas de un modo inimitable; se le había ocurrido una frase feliz, que empleaba frecuentemente; parecía siempre hermosa y siempre nueva: hela aquí: "Ciudadanos, alcémonos todos para defender a nuestro admirable Ejército contra un puñado de hombres sin patria que han jurado destruirle." Era, precisamente, lo más interesante a juicio de los electores. Aquella frase, repetida una y otra noche, despertaba en la Asamblea un entusiasmo augusto y formidable. Anselmo Raimondin no halló ninguna frase tan oportuna, y aun cuando expresó ideas patrióticas, por falta del tono debido no produjo efecto.Lacrisse cubría las paredes con anuncios tricolores. Anselmo Raimondin mandó imprimir también carteles tricolores, pero ya porque las tintas fuesen demasiado claras o porque las decolorase el sol, sus carteles resultaban pálidos. Todo le abandonaba, todo le traicionaba. Perdía su aplomo; se presentaba humilde, prudente, modesto, casi oculto, imperceptible.
Y cuando en la sala de sesiones, entre un decorado de baile público, se levantaba para hablar, sólo parecía una sombra borrosa de la que salía una voz débil, velada por el humo de las pipas y los rumores de los ciudadanos. Recordaba su pasado; era, según él mismo decía, un viejo luchador; defendía la República. Ni siquiera esas frases produjeron efecto en sus labios; al punto se perdían sin resonancia ni sonoridad. Los electores de aquel distrito deseaban que la República fuese defendida por José Lacrisse, que había conspirado contra ella. Y lo deseaban obstinadamente.
Las reuniones no eran de controversia. Una sola vez Raimondin fue invitado a una reunión nacionalista. Acudió, pero no pudo hablar y fue difamado en una orden del día votada en la oscuridad, porque el dueño del local mandó cerrar lallave del gas cuando empezaron a romper los bancos. Las reuniones en el barrio de las Cocheras fueron, como en todos los demás, medianamente tumultuosas. Desplegaron de una parte y de otra la débil violencia propia de estos tiempos, que constituye el carácter más sensible de nuestros usos políticos. Los nacionalistas emplearon, según costumbre, las injurias monótonas, en las cuales las palabras "traidor, bandido, infame" adquieren un sentido pobre y lánguido. Los gritos del pueblo demostraban un extremado decaimiento físico y moral, un vago descontento, una profunda estupefacción y una ineptitud definitiva para reflexionar las cosas más sencillas. Muchos insultos y pocas pendencias. Apenas había cada noche dos o tres heridos o contusos en los dos bandos. A los del partido de Lacrisse los conducían a casa de Delapierre, farmacéutico nacionalista, junto al Picadero, y a los de Raimondin, a casa de Job, farmacéutico radical, frente al mercado. A las doce de la noche ya no se veía a nadie por las calles.
El domingo 6 de mayo, a las seis de la tarde, José Lacrisse, rodeado por sus amigos, esperaba el resultado del escrutinio en una tienda desalquilada, decorada con carteles y banderas. Era el centro del Comité. El señor Bonnaud, carnicero, fue a anunciarle que había tenido dos mil trescientos votos contra mil quinientos catorce del señor Raimondin.
—Ciudadano —le dijo Bonnaud—, mucho nos alegramos. Es una victoria para la República.
—Y para las gentes honradas —respondió Lacrisse. Luego añadió con bondadosa entereza: —Le doy las gracias muy afectuosamente, señor Bonnaud, y le ruego se las dé en mi nombre a nuestros valerosos camaradas.
Volvióse hacia Enrique León, que estaba a su lado, y le dijo al oído:
—Hágame el obsequio de telegrafiar inmediatamente nuestro triunfo a monseñor.
Entretanto, en la calle resonaban los gritos de: "¡Viva Derouléde! ¡Viva el Ejército! ¡Viva la República! ¡Abajo los traidores! ¡Abajo los judíos!
Lacrisse subió al coche entre aquellas aclamaciones. La multitud abarrotaba la calle. El barón israelita Golsberg se hallaba junto a la portezuela del coche, y al oprimir la mano del nuevo concejal, le dijo:
—He votado por usted, señor Lacrisse. ¿Oye? He votado por usted porque el antisemitismo es unafarsa; lo sé muy bien, y no es posible que usted lo ignore. Todo ello es una farsa. En cambio, el socialismo es cosa muy seria.
—¡Sí! ¡Sí! Adiós, Golsberg.
Pero el barón no lo soltaba:
—El socialismo es peligroso. El señor Raimondin hacía concesiones a los colectivistas, y ésa fue la causa de que yo votase por usted, señor Lacrisse.
Entre tanto, la multitud gritaba: "¡Viva Derculéde! ¡Viva el Ejército! ¡Abajo los dreyfusistas! ¡Abajo Raimondin! ¡Mueran los judíos!
El cochero pudo, al fin, abrirse paso entre el oleaje de electores.
José Lacrisse halló a la señora de Bonmont en su casa, sola, conmovida y entusiasmada. Ya lo sabía todo.
—¡Triunfante! —dijo con la mirada en alto y los brazos abiertos.
Y la palabra "triunfante", pronunciada por una señora tan piadosa, adquiría un sentido místico.
Le oprimió entre sus hermosos brazos.
¡Lo que más me regocija es que me debes tu elección!
No había contribuido con su dinero. Hubo fondos bastantes, porque el candidato nacionalista recurrió a más de una caja. Como la tierna Isabel no había contribuido, José Lacrisse no pudo explicarse al pronto aquellas palabras, que su amiga no tardó en aclarar.
—Todos los días puse una vela a San Antonio. Por esto te han votado. San Antonio concede cuanto se le pide. El padre Adéodat me lo asegura, y varias veces he tenido ocasión de convencerme.
Le cubrió de besos, y tuvo de pronto una idea que recordaba las costumbres caballerescas:
—Los concejales llevan una banda, ¿no es cierto? Esas bandas son bordadas, ¿eh? ¡Quiero bordarte la banda!
Lacrisse muy fatigado, cayó rendido en una butaca; ella se arrodilló a sus pies, y le dijo:
—¡Te adoro...!
Lo que siguió a estas palabras fue velado por la oscuridad que los rodeaba.
Aquella misma noche Anselmo Raimondin supo el resultado de la elección en su casa "de hijo de barrio", como él se llamaba. Sobre la mesa del comedor había puesto doce litros de vino y un pastel fiambre. Su fracaso le sorprendió, a pesar de lo cual dijo:
—¡Lo esperaba!
Y al hacer una pirueta se torció un pie.
—Tú tienes la culpa —insinuó para consolarle el doctor Maufle, presidente de su Comité, viejo radical con rostro de Sileno. Has dejado que los nacionalistas envenenaran el barrio; no tuviste valor para combatirlos; no intentaste nada para descubrir sus embustes; por el contrario, has mantenido, como ellos, una situación equívoca. Sabías la verdad y no te atreviste a desengañar a los electores cuando aún era tiempo. Te han vencido por cobarde; han hecho bien.
Anselmo Raimondin encogióse de hombros:
—¡No seas niño, Maufle! No comprendes lo que significa esta elección, ¡y no puede ser más claro! Mi fracaso tiene sólo una causa: el descontento de los tenderos, abrumados por los grandes almacenes y por las Sociedades cooperativas. Se ven perjudicados y me hacen sufrir las consecuencias. Esto es todo. Con una sonrisa forzada, añadió:
—¡Ya me las pagarán!