El señor Bergeret en París/Capítulo XXV

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Los salones de la señora de Bonmont estaban singularmente animados y brillantes desde la victoria de los nacionalistas en París y la elección de Lacrisse en el barrio de las Cocheras. La viuda del barón reunía en su casa la flor y nata del partido nuevo.

Un anciano rabino del barrio de San Antonio creía que la tierna Isabel atrajo a los enemigos del pueblo sagrado por un decreto especial de su Dios: pensaba que la misma mano que puso a la nieta de Mardoqueo en la cama de Asuero se había complacido en reunir a los jefes del antisemitismo y a los príncipes de los turbulentos en torno de una judía.

Es cierto que la baronesa abjuró la fe de sus padres, pero ¿quién puede comprender los designios de Jehová? Para los artistas que, como Fremont, recordaban las figuras mitológicas de los palacios alemanes, la carnosa hermosura de la Erigona vienesa pudiera ser una significación alegórica de las vendimias nacionalistas.

Sus banquetes presentaban un aspecto de alegría y de poder; en su casa, el más íntimo almuerzo adquiría un carácter verdaderamente nacional. Aquella mañana había reunido a su mesa varios ilustres defensores de la Iglesia y el Ejército. Enrique León, vicepresidente de los Comités monárquicos del Sudoeste, que acababa de dirigir felicitaciones a los elegidos nacionalistas de París; el capitán Chalmot, hijo del general Cartier de Chalmot, y su mujer, una americana que expresaba en los salones sus sentimientos nacionalistas con algarabía tal, que al oírla creyérase fácilmente que los pájaros enjaulados intervenían en las querellas políticas; el señor Tonnelier, profesor de Retórica declarado cesante en el Liceo de Sully. Es ya sabido que el señor Tonnelier, acosado de haber hecho ante sus discípulos la apología de un atentado cometido contra el presidente de la República, fue castigado con una pena disciplinaria y acogido inmediatamente por la más elevada sociedad, entre la cual supo lucirsu ingenio permitiéndose dar a sus palabras un sentido malicioso.

Fremont, antiguo comunero, inspector de Bellas Artes, que en el ocaso de la vida se avenía muy bien con la sociedad burguesa y adinerada, frecuentaba asiduamente las reuniones de los judíos ricos, guardadores de los tesoros del arte cristiano, y hubiera vivido satisfecho bajo la dictadura de un caballo con tal de poder acariciar durante todo el día chucherías preciosas y exquisitamente labradas. El viejo conde Davant, pintado, teñido, lustroso guapo, melancólico, recordaba siempre la época de oro de los judíos, cuando abastecía de muebles de Risener y de bronces de Thomyre a los fastuosos y prepotentes hacendados; al difunto barón le había proporcionado muebles y objetos de arte por valor de quince millones; pero en la actualidad, arruinado por varias especulaciones desgraciadas, entre los hijos recordaba lastimero a los padres, triste, desconsolado, parásito de los más insolentes, porque la experiencia le enseñó que los más insolentes son los únicos soportables. Sentaba también a su mesa a Jacobo de Cadde, uno de los promotores de la suscripción Henry; a Felipe Dellion, Astolfo de Courtrais, José Lacrisse, Hugo Chasson des Aigues, presidente del Comité nacionalista de la Ceille-Saint-Cloud, y a Pierna de Plata, que llevaba chaqueta y calzón de arpillera, una cinta blanca bordada de flores de lis en el brazo y una hermosa melena bajo el sombrero blando, que no se quitaba nunca, como tampoco abandonaba su rosario de huesos de aceituna. Era un cancionero de Montmartre llamado Dupont que, declarado faccioso, fue recibido en los salones más aristocráticos; comía con los dedos, sin abandonar su viejo fusil de chispa, que apoyaba siempre entre las piernas, y bebía desaforadamente. A partir del proceso, hízose una nueva clasificación en la encopetada sociedad francesa.

El baroncito Ernesto ocupaba, frente a su madre, el sitio del dueño de la casa.

Hablaron de política.

—Créame usted; hace mal —dijo Jacobo de Cadde a Felipe Dzilion—, hace usted mal en no vivir prevenido. No se sabe lo que puede suceder... después de la Exposición... Y desde el momento que organizarnos reuniones públicas...

—Lo que no puede dudarse —dijo Astolfo de Courtrais— es que para hacer unas buenas elecciones dentro de veinte meses hace falta prepararse desde ahora. Yo, por de pronto, les aseguro estardispuesto. Todos los días hago ejercicio de boxeo y de bastón.

—Y ¿qué profesor tiene? —preguntó Felipe Dellion.

—Gaudibert ha perfeccionado mucho el boxeo francés. ¡Es admirable! Usa unas zancadillas deliciosas y muy nuevas... Gaudibert es un profesor de primer orden, que comprende la importancia capital de la preparación.

—El éxito depende de la preparación! —dijo Jacobo de Cadde.

—Ya lo creo —repuso Astolfo de Courtrais—. Gaudibert emplea magníficos métodos de preparación, todo un sistema basado en la experiencia: masajes, fricciones, régimen a dieta precedido de una alimentación sustanciosa; y su divisa es: "¡Ninguna grasa; todo músculo!" Seis meses le bastan para ponerlo a uno en condiciones de dar un puñetazo tan hábil... y un puntapié tan ligero...

La señora de Chalmot preguntó:

—¿Cómo no derriban ustedes al insípido Ministerio?

Y al recordar el Ministerio Waldeck, agitaba con indignación su linda cabecita de pequeño Samuel.

—No se preocupe, señora —dijo Lacrisse—. Ese Ministerio será reemplazado por otro semejante.

—Otro Ministerio de derroche republicano —adujo el señor Tonnelier—. Francia quedará arruinada.

—Sí —añadió León—, otro Ministerio del proceso; nuestra Prensa necesitaría emprender una campaña de seis semanas por lo menos para hacerle odioso. ¿Ha ido usted al Petit-Palais? —preguntó Fremont a la baronesa.

Ella respondió que sí, que había visto unas cajas y unos carnets de baile muy bonitos.

—Emilio Molinier —repuso el inspector de Bellas Artes— ha organizado una Exposición admirable del arte francés. La Edad Media está representada por los monumentos más preciosos. El siglo dieciocho figura honrosamente, pero queda sitio aún. Señora, usted, que posee tesoros de arte, no nos niegue la limosna de alguna obra maestra.

Era cierto que el barón había dejado tesoros de arte a su viuda. El conde de Davant realizó para él verdaderas rapiñas en los castillos provincianos, recorriendo toda Francia por las orillas de Somme, del Loira y del Ródano, y sonsacando a los hidalgos bigotudos, ignorantes y pobretones, los retratos de sus antepasados, muebles históricos, regalos de losreyes a sus queridas, recuerdos augustos de la Monarquía, gloria de las familias más ilustres. En su castillo de Montil y en su hotel de la avenida de Marceau tenía obras de los más famosos ebanistas franceses y de los mejores cinceladores del siglo XVIII; cómodas, colecciones de medallas, escritorios, relojes, candelabros y tapices magníficos de colores pálidos. Aun cuando Fremont y Terremondre le rogaron que enviase algunos muebles, bronces y tapices a la Exposición retrospectiva, ella se negó rotundamente. Sentíase orgullosa de sus riquezas, deseaba lucirlas pero no quiso prestar nada. José Lacrisse mantenía su opinión alentadora: "No prestes nada para esa Exposición; te robarían o incendiarían tus preciosidades. ¿Sabemos siquiera, por ventura, si llegará a organizarse la feria internacional? Más vale no tener trato con esas gentes...

Después de sufrir varias negativas, Fremont insistió:

—Señora, usted, que posee objetos tan preciosos y es tan digna de poseerlos, muéstrese como es en realidad: liberal, generosa y patriótica, porque se trata de patriotismo. Envíe al Petit-Palais su mueble de Riesener. Con un mueble semejante no pueden temerse rivalidades, pues solamente hay algo comparable en Inglaterra. Encima colocaríamos los jarrones de porcelana que pertenecieron al Gran Delfín, esos dos maravillosos jarrones de china con pie de bronce, obra de Caffieri. ¡Sería una cosa espléndida!

El barón Davant creyóse obligado a contener a Fremont.

—Esos bronces no son de Felipe Caffieri. Están marcados con una flor de lis sobre una C: el sello de los Cressent. Esto puede ignorarse, pero no debe decirse lo contrario.

Fremont continuó, suplicante:

—Señora, para mostrar su magnificencia, añada a ese envío la tapicería de Leprince, La desposada moscovita, y se hará usted acreedora al agradecimiento nacional.

La baronesa inclinábase a ceder. Antes de decidirse interrogó con la mirada a José Lacrisse, el cual dijo:

—Envíe usted su siglo dieciocho, puesto que sólo eso les falta.

Luego por deferencia, ella le preguntó al conde Davant qué debía hacer.

El respondió:

—Haga usted lo que quiera; no necesita mis consejos. Envíe o no sus muebles a la Exposición, es igual. Nada importa nada, como decía mi viejo amigo Teófilo Gautier.

—¡Algo conseguimos! —pensó Fremont—. Inmediatamente iré a participarle al ministro que podemos contar con el beneplácito de la baronesa. Esto merece una condecoración.

Y sonrió interiormente. No era vano, pero no despreciaba las distinciones sociales, y le parecía gracioso que un individuo de la Commune fuese oficial de la Legión de Honor.

—Es preciso que yo prepare el discurso que he de pronunciar el domingo en el banquete de las Cocheras —dijo José Lacrisse.

—¡Oh! —suspiró la baronesa—. No se preocupe.

Es inútil. ¡Improvisa usted tan maravillosamente! Y, además —dijo Jacobo de Cadde— no es difícil hablar a los electores.

—No es difícil, en efecto —repuso José Lacrisse—, pero es comprometido. Nuestros adversarios vocean que no tenemos programa. Es una calumnia: tenemos un programa; y...

—La caza de la perdiz. Ese es el programa, caballeros —dijo Pierna de Plata.

Y el elector —prosiguió José Lacrisse— es más complicado de lo que a primera vista parece.

En las Cocheras me han votado los monárquicos, naturalmente, los bonapartistas y los... , ¿cómo diré yo?, los republicanos que están hartos de la República y que a pesar de todo son republicanos. Es una manera bastante generalizada entre los tenderos de París; por esto el presidente de mi Comité, un carnicero, me dice a gritos: "No quiero nada con la República de los republicanos. A ser posible la haría estallar, aunque estallase yo con ella. Pero por la de ustedes, señor Lacrisse, me dejaría matar. Indudablemente hay una inteligencia, un acuerdo.

Agrupémonos en torno de la bandera... No permitamos que ataquen al Ejército... Abajo los traidores que sobornados por el extranjero, conspiran contra la defensa nacional..." Es una manera de ver las cosas.

—También existe el antisemitismo —dijo Enrique León.

—El antisemitismo —respondió José Lacrisse— es un argumento mayúsculo en las Cocheras porque hay en el barrio judíos ricos y partidarios nuestros —¡Y la campaña antimasónica!— exclamó Jacobo de Cadde, que era muy religioso.

—En las Cocheras —respondió José Lacrisse— estamos todos de acuerdo para combatir a los masones. Los que van a misa los acusan de no ser católicos; los socialistas nacionalistas los acusan de no ser antisemitas, y en todas nuestras reuniones se repite mil veces el grito de "¡Abajo los masones!", a lo que el ciudadano Bissolo responde "¡Abajo los bonetes!", y al momento lo golpean, lo derriban, lo patean y es llevado a la Delegación por la policía. Los ánimos son excelentes en las Cocheras, pero hay que destruir muchas ideas falsas. Los modestos burgueses no comprenden aún que sólo un rey puede hacerlos felices; ni comprenden cuánto se elevan al inclinarse ante un altar. Los tenderos han sido envenenados por librotes funestos y por la Prensa; temen los abusos del clero y no admiten que los sacerdotes influyan en la política. Muchos de mis electores se llaman a sí mismos anticlericales.

—¡Es posible! —exclamó la baronesa de Bonmont, entristecida y asombrada.

—Señora —dijo Jacobo de Cadde—, lo mismo sucede en provincias; y a eso llamo yo ir en contra de la religión. Quien dice anticlerical, dice antirreligioso.

—No pretendamos engañarnos —dijo José Lacrisse—, nos queda mucho que hacer aún. ¿Por qué medios? Ahí está lo que deberíamos discutir.

—Yo —dijo Jacobo de Cadde— soy partidario de los medios violentos.

—¿Cuáles?... —preguntó Enrique León.

Hubo un silencio, y después Enrique León prosiguió:

—Hemos conseguido algunos éxitos prodigiosos, pero también Boulanger había conseguido éxitos prodigiosos, y se anuló.

—Porque abusaron de su popularidad —dijo Lacrisse—. No estamos en el caso de temer que abusen de nosotros. Los republicanos, que supieron defenderse muy bien contra él, se defenderán muy mal contra nosotros.

—No temo a nuestros enemigos: temo a nuestros amigos —dijo León—. En la Cámara tenemos amigos. ¿Qué hacen? Ni siquiera han podido ofrecernos una crisis ministerial complicada con una agradable crisis presidencial.

—Era muy conveniente —dijo Lacrisse—, pero no era posible. A ser posible, Meline lo haría. Seamos justos: Meline hace todo lo que puede.

—Entonces —dijo León— esperemos con paciencia que los republicanos del Senado y de la Cámara nos cedan el sitio. ¿Es ésta su opinión, Lacrisse?

—¡Ah! —suspiró Jacobo de Cadde—. ¡Aquel tiempo en que se repartían estacazos!

—Puede volver —dijo Enrique León.

—¿Usted lo cree así?

—Volverá en cuanto nosotros queramos que vuelva.

—¡Es cierto!

—Somos la mayoría como dice el general Mercier. ¡ Manos a la obra, y adelante!

—¡Viva Mercier! —gritó Pierna de Plata.

—No desmayemos —adujo Enrique León—. No perdamos tiempo...; y, sobre todo, ¡cuidado con enfriarse! El nacionalismo hay que tragarlo caliente. Mientras cuece es un cordial; frío es una droga.

—¡Cómo! ¿Una droga? —preguntó severamente Lacrisse.

—Una droga saludable, un remedio eficaz, una buena medicina; pero el enfermo no lo tomará con gusto ni sin resistencia. No debe dejarse reposar la mixtura. Agítese antes de usarlo, como aconseja el sabio farmacéutico. En este momento nuestra mixtura nacionalista, bien removida, tiene un color sonrosado, agradable a los ojos, y un sabor ligeramente ácido, grato al paladar. Si dejamos reposar en la botella el licor, perderá su color y su sabor; formará posos; las partes de monarquía y de religión que lo componen se quedarán en el fondo; el enfermo desconfiará y dejará las tres cuartas partes en el frasco. Agítese, caballeros, agítese.

—¡Lo que decía yo! —exclamó el joven de Cadde.

—¡Agítese! ¡Bueno! Es muy fácil decirlo, pero es necesario hacerlo oportunamente para no exponerse a descontentar a los electores —objetó Lacrisse.

—¡Oh! —dijo León—. ¡Si usted piensa en que le reelijan...!

—¿Quién dice que yo piense en eso? Ni se me ocurre.

—Tiene usted razón; no deben preverse las desgracias anticipadamente.

—¿Cómo? ¡Las desgracias! ¿Cree usted que mis electores cambiarán?

—Temo, por el contrario, que no cambien. Le eligieron a usted porque estaban descontentos; dentro de cuatro años también estarán descontentos,pero entonces será de usted. ¿Me permite que le dé un consejo, Lacrisse?

—Venga.

—¿Le han votado a usted dos mil electores?

—Dos mil trescientos nueve.

—Dos mil trescientos nueve... Es difícil contentar a dos mil trescientas nueve personas; pero no debe uno fijarse en el número sino en la calidad. Entre sus electores hay bastantes republicanos, anticlericales, tenderos, empleados humildes... No son los más inteligentes.

Lacrisse, que se había vuelto un hombre serio, respondió con calma y gravedad:

—Le diré: son republicanos, pero ante todo son patriotas. Han votado por un patriota que no pensaba como ellos, que tenía una opinión diferente a la suya en cuestiones que juzgaba secundarias. Su conducta es honrosa, y creo que no dejará usted de reconocerlo.

—Ciertamente, lo reconozco; pero aquí, en confianza, podemos decir que no son inteligentes.

—¿Que no son inteligentes...? —adujo con amargura José Lacrisse—. ¿Que no son inteligentes? No digo que sean tan inteligentes como...

Y en su imaginación buscó el nombre de un personaje inteligente; pero ya porque entre sus amigos ninguno tuviera esa condición, ya porque su memoria ingrata le negara el nombre deseado, ya porque una natural malevolencia le hiciera rechazar los ejemplos que se le ofrecían en la memoria, no terminó la frase, y objetó:

—No comprendo por qué los desacredita usted.

—Yo no los desacredito; digo que son menos inteligentes que los electores monárquicos y católicos, los cuales lo votaban a usted aconsejados por los frailes, a sabiendas. Tanto el interés de usted como su deber consisten en trabajar para ellos; primero, porque piensan como usted, y luego, porque a los frailes no se les engaña; y a los imbéciles, sí.

—¡Error! ¡Profundo error! —exclamó José Lacrisse—. Ya se ve que no conoce usted a los electores, amigo mío. A los imbéciles se les engaña con la misma dificultad que a los demás. Se equivocan, eso sí; ellos se equivocan a cada instante, pero no se les engaña.

—Se les engaña cuando se sabe hacerlo.

—No lo crea usted —respondió José Lacrisse con sinceridad.

Después de meditarlo, rectificó:

—Además, yo no pretendo engañar.

—Pero ¿quién le dice a usted que los engañe? Es preciso complacerlos, y puede usted conseguirlo a poca costa. ¿No visita usted con bastante frecuencia al padre Adéodat, que es un buen consejero? ¡Tan moderado! Con su eterna sonrisa y las manos cruzadas, le dirá: "Señor consejal, conserve y contente a su mayoría. A nosotros no nos ofende que voten aquí y allá por la imprescriptibilidad de los derechos del hombre y del ciudadano, o incluso contra la injerencia del clero en el Gobierno. En las reuniones públicas preocúpese de sus electores republicanos, y en las comisiones acuérdese de nosotros. En la paz y el silencio es como se trabaja bien. Que la mayoría del Ayuntamiento se muestre a veces anticlerical es un daño que soportaremos resignados; pero importa mucho que las Comisiones sean profundamente religiosas, y serán más potentes que el Ayuntamiento mismo, porque una minoría activa y compacta vence siempre a una mayoría inerte y confusa.

"He aquí, amigo Lacrisse, lo que le dirá el padre Adéodat. Es un prodigio de paciencia y de templanza. Cuando nuestros camaradas le dicen estremecidos: '¡Oh padre, qué nuevas abominaciones prepara la masonería! La residencia escolar, el artículo siete, la ley de Asociaciones, muchas cosas horribles!' El buen padre sonríe y nada contesta. Nada contesta, y reflexiona: ¡Hemos visto ya tantas cosas! Hemos visto el ochenta y nueve y el noventa y tres, la supresión de las Comunidades y la venta de los bienes eclesiásticos. Hace ya tiempo, bajo una monarquía muy cristiana, ¿creen ustedes que pudimos conservar y aumentar nuestros bienes sin grandes luchas y esfuerzos? Creerlo es desconocer la historia de Francia.

"'Nuestras famosas abadías, nuestros pueblos. y aldeas, nuestros esclavos, nuestros prados y nuestros molinos, nuestros estanques y nuestros bosques, nuestras justicias y nuestras jurisdicciones, nos han sido disputados sin cesar por poderosos enemigos, señores, obispos y reyes. Teníamos que defender a mano armada o ante los tribunales un día, un prado, un camino; al día siguiente, un castillo, una horca. Para sustraer nuestras riquezas a la avaricia del poder seglar, nos veíamos obligados a recordar los antiguos códigos de Clotario y Dagoberto que la ciencia impía enseña ahora en las escuelas gubernamentales.

'Durante diez siglos hemos pleiteado contra los servidores del rey. Sólo hace treinta años quepleiteamos contra los tribunales de la República. ¡Y suponen que nos hemos cansado! No, no nos sentimos asustados ni desalentados. Tenemos dinero e inmuebles. Nuestra fortuna es la fortuna de los pobres; para conservarla y multiplicarla contamos con dos recursos que no nos faltarán nunca: la protección del Cielo y la impotencia parlamentaria.'

"Tales son los pensamientos que se albergan bajo el reluciente cráneo del padre Adéodat. Usted, Lacrisse, ha sido el candidato del padre Adéodat es usted su elegido; véale con frecuencia y recibirá consejos excelentes. Aprenderá usted a contentar al carnicero, que es republicano, y a entusiasmar al vendedor de paraguas, que es librepensador. Vea usted al padre Adéodat, véale con frecuencia, con mucha frecuencia."

—He hablado con él varias veces —dijo José Lacrisse—. En efecto, es inteligentísimo. Esos virtuosos frailes se han enriquecido con una rapidez sorprendente. Hacen mucho bien en el barrio.

—Mucho bien —replicó Enrique León—. Todo el enorme cuadrilátero comprendido entre la calle de las Cocheras, el picadero, el hotel del barón Golsberg y el bulevar exterior, les pertenece. Realizan pacientemente un plan gigantesco. Han emprendido la magnífica obra de levantar en pleno París, en su circunscripción, otro Lourdes, una inmensa basílica que atraerá todos los años a millones de peregrinos. Entretanto, construyen en sus extensos terrenos casas de pacotilla.

—Ya lo sé —dijo Lacrisse.

—También yo lo sé —dijo Fremont—. Conozco a su arquitecto. Florimond es un hombre extraordinario. Deben saber ustedes que los virtuosos frailes organizan peregrinaciones en Francia y en el extranjero. Florimond, con su pelo indómito y su agreste barba, acompaña a los peregrinos en sus visitas a las catedrales. Se ha confeccionado una cabeza de artífice del siglo trece. Contempla las torres y los campanarios con los ojos extáticos; explica a las señoras el arco terciario y el simbólico cristiano; muestra, en el centro de la gran rosa de los pórticos, a María, flor del árbol de Jessé; calcula la resistencia de las paredes entre lágrimas, suspiros y oraciones. En la mesa redonda que reúne a los peregrinos y a los frailes, su rostro y sus manos, ennegrecidas por las piedras que ha tocado, atestiguan su fe de artífice católico. Refiere su ensueño, que consiste en aportar, como un humilde obrero, su piedra "al nuevo santuario, tan durablecomo el mundo". Una vez de regreso en París, proyecta casas ignominiosas, construye inmuebles de pacotilla, con cascotes y ladrillos huecos puestos de canto, miserables construcciones que no durarán ni veinte años.

—Sí; no deben durar veinte años —dijo Enrique León—. Son los inmuebles de las Cocheras a los que debe sustituir la inmensa basílica de San Antonio y sus dependencias, una verdadera ciudad religiosa que ha de nacer dentro de quince años. Antes de esa fecha, los frailecitos serán dueños de todo el barrio parisiense que ha elegido a nuestro camarada Lacrisse.

La señora de Bonmont se levantó, y apoyada en el brazo del conde Davant, le dijo:

—Como usted comprenderá, no me gusta separarme de mis muebles... Los objetos prestados siempre corren algún peligro... Ocasionan molestias. Pero desde el momento en que se trata de un interés nacional... La patria es antes que todo. Elija usted con el señor Fremont lo que debe exponerse.

—Lo mismo da —dijo Jacobo de Cadde al levantarse de la mesa—; hace usted mal, señor Dellion, en no prevenirse.

Tomaron el café en el saloncito.

Pierna de Plata, cancionero faccioso, sentóse al piano. Acababa de añadir a su repertorio algunas canciones monárquicas de la Restauración, con las cuales tendría sin duda un éxito clamoroso en los salones.

Con la música de Centinela, cantó:


Sobre el campo del honor

con una herida mortal,

se inflama en bélico ardor

el caballero leal

obstinado en combatir

sin que le puedan vencer,

para besar al morir

la tierra que le dio el ser.

Juzga envidiable su suerte

y se acoge a cuanto ama,

defendiendo hasta la muerte

su rey, su pueblo y su dama.


Chassons des Aigues, presidente del Comité nacionalista, se acercó a José Lacrisse:

—Mi querido concejal, veamos: ¿qué haremos el Catorce de Julio?

—El Ayuntamiento —respondió gravemente Lacrisse— no puede organizar nada para influir en la opinión. Esto no entra en sus atribuciones, pero si hay manifestantes espontáneos...

—El tiempo apremia, el peligro aumenta —replicó Chassons des Aigues, temeroso de verse expulsado del Círculo porque pesaba sobre él una querella por estafa—. Es preciso decidirse.

—No se alarme usted —dijo Lacrisse—. Somos muchos y tenemos dinero.

—Tenemos dinero —repitió Chassons des Aigues, pensativo.

—Con la mayoría y con el dinero se ganan las elecciones —prosiguió Lacrisse—. Dentro de veinte meses estaremos en el poder y continuaremos en él durante veinte años.

—Sí, pero hasta entonces... —suspiró Chassonsdes Aigues, cuyos ojos redondos miraban inquietos hacia el vago futuro.

—Hasta entonces trabajaremos en provincias. Ya hemos empezado.

Más vale acabar de una vez —declaró Chassons des Aigues con profundo convencimiento—. No podemos permitir al Gobierno de la traición que desorganice el Ejército y paralice la defensa nacional.

—Es evidente —dijo Jacobo de Cadde—. Sigan bien mi razonamiento. Todos gritamos: "¡Viva el Ejército!" Es nuestro grito de unión. Si el Gobierno decide reemplazar a los generales nacionalistas por generales republicanos, no podremos gritar: "¡Viva el Ejército!"

—¿Por qué? —preguntó el joven Dellion. —Porque sería lo mismo que gritar: "¡Viva la República!" Esto salta a los ojos.

—No es probable —dijo José Lacrisse—. El ánimo de los oficiales es excelente. Lo más que puede hacer el Ministerio de la traición es dar de cada diez mandos uno a los republicanos.

—Sería muy desagradable —dijo Jacobo de Cadde—, porque nos veríamos obligados a gritar: "¡Vivan las nueve décimas partes del Ejército!", y es un grito demasiado largo.

—Esté usted tranquilo —adujo Lacrisse—. Cuando gritamos: "¡Viva el Ejército!", todos saben que queremos decir: "¡Viva Mercier!"

Pierna de Plata cantó al piano:


Nuestros viejos marinos sucumbían

gritando "¡Viva el rey!" con tanto ardor,

que al propio salvamento no atendían;

vitoreaban así, mientras morían,

al rey nuestro señor.


—De todos modos —dijo Chassons des Aigues—, el Catorce de Julio es un día oportuno para empezar el bombardeo. La multitud, electrizada en la calle, aclamará a los regimientos al regreso de la revista... Con tacto puede adelantarse mucho ese día. Lograremos amotinar importantes masas.

—Se engaña usted —dijo Enrique León—; desconoce por completo la psicología de las muchedumbres. El buen nacionalista que vuelve de la parada lleva un niño en los brazos y otro de la mano; su mujer le acompaña con una botella de vino, pan y fiambres en la cesta. ¡Vaya usted a sublevar a un hombre que lleva los hijos, la mujer y el almuerzo de la familia...! Además, las multitudes se inspiran por asociaciones de ideas muy sencillas. No conseguirá nadie que se subleven en un día de fiesta. Las guirnaldas de luces de gas y los fuegos de bengala sugieren al pueblo ideas alegres y pacíficas. El pueblo, al ver delante de las tabernas una hilera de farolitos venecianos y un estrado cubierto de percalina para los músicos, sólo piensa en bailar. Si se quiere hacer una sublevación en la calle, es preciso aprovechar el momento psicológico.

—No lo comprendo —dijo Jacobo de Cadde.

—Debe usted tratar de comprender —repuso Enrique León.

—¿Le parezco a usted poco inteligente?

—¡Qué ocurrencia!

—Sí se lo parezco puede decírmelo; no me molestará. He observado que los hombres que nos parecen inteligentes combaten nuestras ideas, nuestras creencias, y quieren destruir todo lo que nos agrada, y por esto me desconsolaría ser lo que suele llamarse un hombre inteligente. Prefiero ser un imbécil y pensar lo que pienso, creer lo que creo.

—Está usted en lo cierto —dijo León—. Debemos seguir siendo lo que somos; y si no somos tontos, debemos fingirlo. La simpleza es lo que más aceptación tiene en el mundo. Los hombres de talento son unos tontos; no consiguen nada.

—¡Qué verdad ha dicho usted! —exclamó Jacobo de Cadde.

Pierna de Plata cantó:


"¡Viva el rey!" —Este grito, en un momento

unirá toda Francia, ante el deber

de prestar a su rey acatamiento.

El santo y seña, en cada regimiento.

"¡Viva el rey!" ha de ser.

—¡De todos modos —dijo Chassons des Aigues—, hace usted mal, Lacrisse, en rechazar los medios revolucionarios: son los únicos buenos!

—¡Qué chiquillos! —dijo Enrique León—. Sólo tenemos un medio de acción, uno solo, pero seguro, poderoso, eficaz: el proceso. Hemos nacido del proceso; no lo olvidéis, nacionalistas. Nos hemos engrandecido y hemos prosperado por el proceso; él solo nos ha mantenido y nos mantiene aún; de él sacamos nuestro sustento y nuestro juego; él nos proporciona nuestra sustancia vivificadora. Si arrancado de la tierra se marchita y muere, languideceremos y pereceremos. "Finjamos extirparlo, pero alimentémoslo cuidadosamente; criémoslo, reguémoslo. El público es sencillo; está impresionado en favor nuestro. Al vernos cavar y escarbar en torno de la planta alimenticia, creerá que nos esforzamos por arrancar hasta la última raíz, y nos estimará, nos bendecirá por nuestro celo; nunca sospechará que la cultivamos con cariño. Ha florecido en plena Exposición, y este cándi do pueblo no se ha dado cuenta de que floreció gracias a nuestros cuidados.

Pierna de Plata cantó:


Ya que nuestro general

nos dio la feliz señal,

si agradecerle queremos,

amigos míos cantemos

del soldado al oficial:

"Por la ley

del honor

sirvo al rey.

¡Sí!

¡No hay orgullo ni goce mayor

para mí!"

—¡Qué bonita es esta canción! —murmuró la baronesa con los ojos medio entornados.

—Sí —dijo Pierna de Plata, sacudiendo su áspera cabellera— Se llama El Pequeño Bateaux en el regimiento o El soldado del rey. Es una obra maestra. Ha sido una idea feliz la de resucitar las antiguas canciones realistas de la Restauración."


"Por la ley

del honor

sirvo al rey.

¡Sí!

¡No hay orgullo ni goce mayor

para mí!"

Y de pronto dejó caer una mano desmesurada sobre la cola del piano donde había puesto su rosario y sus medallas y dijo:

—¡Rediós...! Lacrisse, no toque mi rosario. Está bendecido por el Santo Padre.

—Sea como sea —opinó Chassons des Aigues— hemos de manifestarnos en la calle. La calle es pública. Es necesario que todo el mundo se entere. Iremos a Longchamps el Catorce...

—Me parece muy bien —añadió Jacobo de Cadde.

—Y a mí lo mismo —exclamó Dellion.

—Esas manifestaciones resultan idiotas —adujo el baroncito, que hasta entonces permanecía silencioso.

Tenía bastante dinero para no verse obligado a pertenecer a ningún partido político.

Y añadió:

—El nacionalismo aburre ya.

—¡Ernesto! —dijo la baronesa con la suave severidad de una madre.

—Es verdad —repuso Ernesto—; sus manifestaciones resultan reventantes.

El joven Dellion que le debía dinero, y Chassorisdes Aigues que pensaba pedírselo, no quisieron contradecirle.

Chassons esforzóse para sonreír, como encantado, por aquel rasgo de ingenio, y Dellion asintió:

—Es posible; pero ¿hay algo que no sea reventante?

Aquella idea inspiró profundas reflexiones a Ernesto, que después de un breve silencio dijo con sincera melancolía:

—Es verdad; todo revienta.

Y muy pensativo, añadió:

—El automóvil siempre halla algún tropiezo donde menos lo esperamos. No me preocupa un retraso... ¡Para lo que hacemos en todas partes...! Paro el otro día estuve detenido cinco horas entre Marville y Boulay. ¿Sabe usted dónde? Antes de llegar a Dreux. Ni una casa, ni un árbol, ni un repliegue del terreno; todo piano, amarillo, igual, con un cielo estúpido que lo cubre como una campana.Se envejece en lugares como aquél. Sin embargo, voy a ensayar un nuevo sistema... Véngase conmigo, Dellion; salgo esta noche.