El señor Bergeret en París/Capítulo XXVII
Capítulo XXVII
La condesa de Bonmont conocía la exposición por haber comido allí varias veces. Aquella noche cenaba la señora de Bonmont en La hermosa chocolatera, restaurante suizo situado al borde del Sena, rodeada por lo más florido y animoso del nacionalismo: José Lacrisse, Enrique León, Jacobo de Cadde, Gustavo Dellion, Hugo Chassons des Aigues y la señora de Gromance, que, según observó Enrique León, se parecía mucho a la linda sirvienta del pastel de Liotard, cuya copia, muy agrandada, servía de muestra al restaurante. La señora de Bonmont era suave y tierna. El amor, el inexorable amor, la había puesto en contacto con los exaltados. Tenía un alma formada como la de la Antígona de Sófocles, no para el odio, sino para el cariño. Compadecía a las víctimas. Era Jamont la másconmovedora que había descubierto, y la retirada prematura de aquel general arrancaba lágrimas a sus ojos. Pensaba bordar un almohadón para que descansara su cabeza gloriosa. Hacía con gusto esos regalos, cuyo mérito se cifraba en la buena voluntad. Su amor, agigantado por la admiración hacia el concejal José Lacrisse, le dejaba algunos ratos libres, que ella empleaba en compadecer enternecida las desgracias del Ejército nacional y en saborear pasteles. Engordaba mucho y estaba hecha una matrona respetable.
Los pensamientos de la señora de Gromance eran menos generosos. Había querido y había engañado a Gustavo Dellion, abandonándolo al fin; pero Gustavo, al quitarle el abrigo claro con flores sonrosadas en la terraza de La hermosa chocolatera la llamó al oído "indecente" y "bribona" ante los ojos bajos del camarero respetuoso. Aun cuando ella no exteriorizó ninguna emoción, interiormente aquellas palabras le fueron agradables, y pensó con gusto que volvería a quererle. Gustavo, reflexivo, comprendió que, por primera vez en su vida, había dicho una frase apasionada. Sentóse con solemnidad junto a Clotilde. Aquel banquete, último de la temporada, no resultó muy alegre. La melancolía de las despedidas se dejó sentir, aumentada con una especia de tristeza nacionalista. Sin duda, esperaban aún. ¡Qué digo!, tenían esperanzas inextinguibles; pero era muy doloroso esperar de lo por venir, del vago y lejano futuro, la satisfacción de ansias infinitas y de ambiciones apremiantes cuando se tiene todo, alcurnia y dinero. Sólo José Lacrisse conservaba alguna serenidad, seguro de haber hecho bastante por su rey al conseguir que los republicanos nacionalistas de las Cocheras le nombrasen concejal.
—En resumen —dijo—: todo resultó a pedir de boca el Catorce de Julio en Longchamps. El Ejército fue aclamado. Hubo gritos de "¡Viva Jamont! ¡Viva Bougon!" Reinaba el entusiasmo.
—Sin duda, sin duda —opinó Enrique León— Pero Loubet ha entrado incólume en el Elíseo y esta jornada no resulta favorable para nuestros propósitos.
Hugo Chassons des Aigues, que tenía una reciente cicatriz en su narizota regia, arrugó el entrecejo, y dijo, arrogante:
—Les aseguro que hubo gran entusiasmo en la Cascada cuando los socialistas gritaron "¡Viva la República! ¡Vivan los soldados!—La policía no debió consentir gritos semejante —dijo la señora de Bonmont.
—Cuando los socialistas gritaron: "¡Viva la República! ¡Vivan los soldados!", nosotros respondimos: "¡Viva el Ejército! ¡Mueran los judíos!" Los "claveles blancos", escondidos por orden mía entre los arbustos, reforzaron mi grito y cargaron contra las "rosas encarnadas" con una lluvia de sillas de hierro. Estuvieron admirables. Pero ¡ cómo ha de ser! La multitud no respondió a nuestro esfuerzo. Los parisienses iban con sus mujeres, sus hijos las cestas de víveres, y los parientes que habían llegado de provincias para ver la Exposición..., viejos campesinos de piernas rígidas, que nos miraban con ojos asombrados..., y las campesinas, con sus chales, mostrábanse asustadizas como los mochuelos. ¿Es posible amotinar a esas gentes?
—Sin duda, el momento no fue bien elegido —dijo José Lacrisse—. Además debe respetarse, hasta cierto punto, la tregua de la Exposición.
—De todos modos buenos golpes dimos en la Cascada. Yo, por mi parte, de un tremendo puñetazo le incrusté la cabeza en la joroba al ciudadano Bissolo. Se revolcaba como una tortuga... Y "¡Viva el Ejército! ¡Mueran los judíos!"
—Está bien, está bien —dijo gravemente Enrique León—; pero eso de "¡Viva el Ejército!" y "¡Mueran los judíos!" es muy fino para las muchedumbres. Demasiado literario, demasiado clásico y muy poco revolucionario. "¡ Viva el Ejército!" es hermoso, noble, digno, frío... Muy frío. Y si me lo permiten, les diré que sólo hay un medio de arrastrar a la multitud, uno solo: el pánico. Créanme: sólo se hace correr a una masa de hombres desarmados cuando se les asusta. Debieron gritar... qué sé yo... "¡Sálvese quien pueda! ¡Estamos vendidos! ¡Franceses, nos han hecho traición!" Si hubiesen gritado ustedes algo semejante con voz lúgubre y lanzados a la carrera sobre el césped, quinientos mil individuos hubieran corrido con ustedes, más de prisa que ustedes, sin parar, y el acto habría resultado terrible, soberbio. Los hubieran atropellado a ustedes, los hubieran pisoteado y aplastado... Pero la revolución estaría iniciada.
—¿Usted lo cree así? preguntó Jacobo de Cadde.
—No lo dude —contestó León— "¡Traición!, ¡ Traición!"; es el verdadero grito subversivo, el grito que da alas a las multitudes, que hace andar al mismo paso a los valientes y a los cobardes, que comunica un mismo impulso a cien mil hombres ydevuelve al paralítico su ligereza. ¡ Ay amigo Chassons!, si hubiesen ustedes gritado en Longchamps: "¡Estamos vendidos!", hubiera visto correr como liebres a la vieja del cesto de huevos duros y del paraguas, y a su pobre hombre con piernas de palo.
—Correr, ¿adónde? —preguntó José Lacrisse.
—¿Adónde? ¡Qué sé yo! ¿Se sabe adónde va la multitud cuando la sobrecoge el pánico? ¿Lo sabe ella misma? Pero, ¿qué importa? El movimiento habría comenzado. Esto basta. No se hacen sublevaciones metódicas. Ocupar puestos estratégicos era bueno en los tiempos antiguos de Barbés y de Blanqui. Hoy, con el telégrafo, el teléfono y las bicicletas, todo alzamiento concertado es imposible. ¿Imaginan ustedes a Jacobo Cadde atrincherado en la delegación de la calle de Gridonelle? No. Sólo son posibles los alzamientos vagos, inmensos, tumultuosos. Y el miedo, el miedo unánime y trágico es el único capaz de arrastrar la enorme masa humana en las fiestas públicas y en los espectáculos al aire libre. ¿Me preguntan ustedes dónde hubiera ido la multitud el Catorce de Julio, flagelada como por una inmensa bandera negra por los gritos lúgubres de: "¡ Traición!, ¡ Traición! ¡ El extranjero! ¡Traición!"...? ¿Me preguntan ustedes adónde hubiera ido entonces la muchedumbre de ciudadanos despavoridos? Me figuro que hacia el kg°.
—En el lago —dijo Jacobo de Cadde— se hubieran ahogado.
—Pues bien —repuso Enrique León—: ¿nada significan treinta ciudadanos ahogados? El ministerio y el Gobierno, ¿no hallarían entonces serias dificultades y un peligro real? ¿No hubiera sido ésa una jornada memorable? No son ustedes políticos... No son capaces de derribar la República.
—Ya se convencerá usted de lo contrario después de la Exposición —dijo Jacobo de Cadde con un candor fervoroso—. Yo, para empezar, reventé a uno en Longchamps.
—¡Ah! ¿Qué clase de persona era?
—Un obrero mecánico. Me hubiera sido más grato reventar a un senador; pero en una manifestación pública es más fácil encontrarse con un obrero que con un senador.
—¿Qué hacía ese mecánico? —preguntó Lacrisse.
—Gritaba: "¡Vivan los soldados!", y lo reventé.
Entonces, el joven Dellion, arrastrado por la emulación generosa, explicó que había estranguladoa un socialista dreyfusista que gritaba: "¡Viva Loubet!"
—¡Todo va bien! —opinó Jacobo de Cadde.
—Hay cosas que podrían ir mejor —dijo Hugo Chassons des Aigues—. No nos congratulemos demasiado. El Catorce de Julio, Loubet, Waldeck, Millerand y André volvieron sanos y salvos a sus casas, lo cual no hubiera sucedido si mis correligionarios me hubiesen atendido. Pero se resisten a las ejecuciones. Falta energía.
José Lacrisse repuso con solemnidad:
—No; no nos falta energía. Sólo que, por ahora, nada puede hacerse. Cuando pase la Exposición daremos el golpe de gracia; será un momento propicio. Después de la fiesta, Francia quedará rendida y malhumorada; habrá escasez de trabajo y quiebras; nada será entonces tan fácil como provocar una crisis ministerial, y hasta una crisis presidencial. ¿Opina usted como yo, León?
—Sin duda, sin duda —respondió León—; pero no debe ocultársenos que dentro de tres meses nuestro partido será menos numeroso, y Loubet algo menos impopular.
Jacobo de Cadde, Dellion, Chassons des Aigues, Lacrisse, todos los turbulentos, protestaron para ahogar con sus gritos aquella desagradable profecía; y Enrique León prosiguió tranquilamente:
—No es posible evitarlo: Loubet será cada día menos impopular. Le aborrecieron porque lo pintamos con rudos colores; pero le faltó grandeza para igualarse al retrato que, ofrecido por nosotros, horrorizó a las muchedumbres. Presentábamos un Loubet de cien codos de altura, protector de ladrones parlamentarios y destructor del Ejército nacional. La realidad resulta menos espantosa. No siempre le verán salvando ladrones y desorganizando el Ejército. Pasará revistas; esto realza mucho, irá en coche; y es más honroso ir en coche que a pie. Distribuirá honores; distribuirá profusamente las Palmas académicas. Aquellos a quienes haya condecorado no creerán que piensa entregar a Francia al extranjero. Pronunciará frases felices, no lo duden; las frases felices son las más estúpidas. Sólo necesita viajar para ser aclamado. Los campesinos gritarán a su paso: "¡ Viva el presidente!", como si fuera el buen curtidor a quien lloramos por su amor al Ejército. Y si la alianza rusa volviese a preocupar... ¡ sería espantoso! Entonces, nuestros amigos nacionalistas verían desenganchar los caballos del coche presidencial. No digo que seahombre de un talento admirable, pero no es más tonto que nosotros.
Trata de mejorar su posición. Es muy natural. Hemos querido derribarle, y nos anula.
—¿Anularnos? Que lo haga si puede —exclamó el joven Cadde.
—El tiempo basta para anularnos —repuso Enrique León—. ¡Qué hermoso, resultó nuestro Ayuntamiento de París la noche de la votación que nos daba mayoría! "¡Viva el Ejército!" "¡Mueran los judíos!", gritaban los electores, locos de entusiasmo, de orgullo y de amor. Y los elegidos, radiantes, respondieron: ¡Mueran los judíos! ¡Viva el Ejército!" Pero como el Ayuntamiento no podrá librar entre los comerciantes el dinero de los ricos israelitas, ni siquiera evitar a los obreros los sufrimientos que ocasiona la paralización de las obras, destruirá grandes esperanzas y llegará, por consiguiente, a ser más odioso cuanto más deseado fue. Se expone a perder su popularidad en la cuestión de los monopolios, gas, agua, ómnibus.
—¡Está usted en un error, amigo León! —exclamó José Lacrisse—. Nada hay que temer de la renovación de los monopolios. Diremos a los electores:
"Damos el gas barato", y los electores no se quejarán. El Ayuntamiento de París, elegido por su programa exclusivamente político, ejercerá una acción decisiva en la crisis política y nacional que estallará en cuanto se cierre la Exposición.
—Para conseguir eso debe ponerse a la cabeza del movimiento demagógico —dice Chasson des Ai gues. Si es moderado, condescendiente, bondadoso y conciliador, todo está perdido. ¡ Que se convenza de que le han nombrado para destruir a la República y desacreditar el parlamentarismo!
—¡La trompa!... ¡La trompa! —exclamó Jacobo de Cadde.
—¡Que se hable poco, pero bien! —prosiguió Chassons des Aigues...
—¡La trompa! ¡La trompa!
Chassons des Aigues despreciaba las interrupciones.
—Que presenten de cuando en cuando alguna proposición, una proposición sincera, concebida en estos términos: "Acusación formulada contra los ministros.
Jacobo de Cadde gritó con más fuerza:
—¡La trompa! ¡La trompa! —En principio, no me opongo a que nuestros amigos toquen el alalí de los parlamentarios. Pero la trompa es, en las asambleas, el argumento supremo de las minorías. Es preciso preservarla para el Luxemburgo y el palacio Borbón. Le hago notar amigo mío, que en el Ayuntamiento la mayoría es nuestra.
Aquella observación no conmovió al joven Jacobo de Cadde, que gritaba con más fuerza que antes:
—¡La trompa! ¡La trompa! ¿Sabe usted tocar la trompa, Lacrisse? Si no sabe, yo le enseñaré. Es preciso que un concejal sepa tocar la trompa.
—Continúo —dijo Chassons des Aigues, tan serio como si estuviera tallando en una partida de bacarat— . Primera proposición del Consejo: "Acusación formulada contra los ministros." Segunda: "Acusación formulada contra los senadores." Tercera: "Acusación formulada contra el presidente de la República... " Después de algunas proposiciones así, el Ministerio procede a la disolución del Ayuntamiento. El Ayuntamiento resiste; reclama con vehemencia el fallo de la opinión; París, ofendido, se subleva...
—¿Cree usted —preguntó suavemente León—, cree usted que París, ofendido, se sublevará?
—Sí, lo creo —dijo Chassons des Aigues—.
—Yo no lo creo —dijo Enrique León—. Conoce usted al ciudadano Bissolo, a quien ha zurrado en la revista del Catorce de Julio; yo lo conozco también. Una noche, en el bulevar, durante una de las manifestaciones que siguieron a la elección del triste Loubet, el ciudadano Bissolo se acercó a mí, como al más constante y al más generoso de sus enemigos, y cambiamos algunas impresiones. Todos nuestros sublevados se aporreaban a los gritos de "¡Viva el Ejército!", que se oían desde la Bastilla hasta la Magdalena. Los transeúntes, divertidos y sonrientes, nos daban la razón. Después de alzar como a una guadaña su largo brazo de jorobado sobre la multitud, Bissolo me dijo: "La conozco. Es una indecente. Si admiten ustedes su apoyo, se revolcará por el suelo, cuando menos lo teman, para deslomarlos." Así habló Bissolo en la esquina de la calle Drouot la noche en que París se nos ofrecía.
—¡Esas afirmaciones de Bissolo denigran al pueblo! —gritó José Lacrisse—. ¡Bissolo es un infame!
—A mi juicio, es un profeta —replicó Enrique León.— ¡La trompa! ¡La trompa! No hay otro recurso —cantó con voz pastosa el joven Jacobo de Cadde.