El señor Cierva, como instrumento revolucionario

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​El señor Cierva, como instrumento revolucionario​ de Luis Bello
Nota: Luis Bello «El señor Cierva, como instrumento revolucionario» (21 de marzo de 1918) España, año IV, número 154, p. 5
EL SEÑOR CIERVA, COMO

INSTRUMENTO REVOLUCIONARIO

POR

Luis Bello

 Un año en el poder le bastaría al Sr. Cierva para dejar bien preparado el terreno a los bolchevikis. Esto es lo que oímos a los mayores enemigos del régimen y esto es lo que dicen también personas que no tienen nada de revolucionarias y que desearían para España no ya grandes hombres de Estado, ni genios políticos, sino, simplemente, un poco de bondad y de buen sentido. Con un año de dictadura, esta gente que no se mueve por nada, que no hace nada, sería capaz de llegar a la revolución. Cierva exaspera, indigna, exalta a los más fríos. Es «el único para arreglar cuestiones».
 El Sr. Cierva ha conseguido que piensen y hablen así los que nunca se han metido en negocios públicos y solo dan acerca de estas cosas su opinión cuando la política va a buscarlos en medio de la calle. Posee el arte de lanzar la política al arroyo, donde no hay otro remedio que verla y donde casi siempre o siempre se ofrece como un espectáculo impúdico. Es todo lo contrario del concepto humano y ciudadano que de los buenos políticos tiene nuestro siglo. El gobernante nos gobierna por delegación. Debe ahorrarnos molestias. Debe evitarnos mientras sea posible la exhibición de su autoridad. Yo estoy conforme con el fino espíritu de un escritor compatriota y contemporáneo para el cual elegancia y sencillez son palabras hermanas y el arte de ser elegante en el atavío y compostura no se logra sino cuando pasa inadvertido. El hombre de gobierno es para todo gobernado del siglo xx tanto más digno de admiración cuanto menos deje sentir su poder. Esa teoría de «la mano dura», no es elegante. Nuestra patria, tan combatida por las guerras civiles tiene demasiada propensión a las situaciones de fuerza, a «los hombres de arrestos» que vienen «a sentar las costuras» y «apretar las clavijas».
 Este es el ideal de héroe que por lo visto mantiene el fuego del entusiasmo bélico en el Sr. Cierva. Que aquí no se mueva ni una rata. Que cada cual cumpla su deber tal como entiende el deber de cada cual el propio Sr. Cierva. Un tipo de fanatismo que no es nuevo y que tiene caracteres distintos del fanatismo de Maura ya que el de éste en su raíz es religioso y el de Cierva rastrea siempre a flor de tierra como el fanatismo administrativo de un secretario de Ayuntamiento. Para satisfacer su concepto del hombre de gobierno, Cierva necesita crearse un adversario, un enemigo a quien vencer. Lo natural es que partiendo del sentido democrático del poder tal como reza nuestra constitución, los gobernantes sean gestores de los intereses públicos —es decir, de todos— y que su papel se límite a una amable y bien intencionada transacción entre los derechos en pugna. Hoy no se imagina ya nadie en ningún país del mundo a los presidentes del Consejo y a los ministros sino como amigables componedores entre la ley y la realidad. ¡La ley! ¡La ley! ¡En nombre de la ley se cometen tantos crímenes! Y si no invoca el Sr. Cierva la ley para sentarnos las costuras ¿en qué puede fundarse cuando se calza contra los modestos y sufridos empleados de Correos el mantelete de hierro?
 —Un año en el poder el Sr. Cierva—dicen personas bien acomodadas, que no tienen vocación de maximalistas—, y aquí serán posibles todos los desastres interiores de Rusia. Repárese que en circunstancias mucho menos graves tuvo ya el Sr. Cierva el prurito de popularizarse como gobernante a contrapelo. Fueron los dos o tres mil trasnochadores madrileños los que soportaron primero sus ímpetus dictatoriales. Fueron los estudiantes después los que acabaron por echarle del ministerio de Instrucción. Y en 1909, cuando por ninguna parte aparecía el temor de movimientos revolucionarios, las jornadas de Junio, la semana sangrienta, marcaron el momento más incongruente de un período histórico. Hubiéramos comprendido los sucesos de Barcelona el 98 al volver los barcos de repatriados, pero es inconcebible que los primeros pasos de la política activa en África se dieran tan sin tino y con tan mala preparación que originaran un desastre. Sin contrición y sin propósito de enmienda el señor Cierva se lió la manta a la cabeza. Ese gesto ha quedado. Es el suyo, mientras que a Maura nos le imaginamos mirando al cielo para ver si en las nubes ha escrito el dedo de Dios alguna desaprobación.
 Ahora los años transcurridos podían haber cambiado al político, si el político no fuera el hombre y si el hombre pudiera cambiar de naturaleza. El Sr. Cierva procede tal como debía esperarse de él. Pero las circunstancias le han traído a manejar los negocios públicos en horas muy delicadas, y ni siquiera los que deseamos un cambio en la constitución de la vida española nos complacemos con la idea de que cumple su misión como instrumento revolucionario.