El sentimiento catalanista
Cuando se trata de catalanismo se olvida generalmente que ésta es en el fondo una cuestión de sentimiento; y tal olvido priva de luz á la cuestión, y la lucha se encona en las tinieblas.
Se discute el fundamento legal del catalanismo con la crítica del compromiso de Caspe, y del tanto monta, y del cesarismo de los Austrias, y de la Nueva Planta del primer Borbón. Pero si no hubiera un sentimiento actual para animarlas, ¿qué fuerza tendrían todas aquellas historias después del consentimiento secular en la unidad nacional ratificado modernamente en la Constitución de 1812 y por las comunes luchas políticas de todo el siglo xix?
Se quiere buscar al catalanismo un origen étnico; pero entonces ¿por qué no existe con igual fuerza el galleguismo en la misma España, el bretañismo en Francia y los ismos de todas las razas que constituyen cada uno de los Estados modernos? Porque no existe el sentimiento diferencial que inspira al catalanismo.
Atribuyámosle una razón sociológica: el carácter, las aptitudes, las tendencias, los intereses, la situación de los catalanes en el mundo moderno, no son las mismas que las de otras regiones de España. Esto es verdad; pero lo es también para todos los Estados que, sí están bien constituidos, de las variedades que los integran forman precisamente la solidaridad nacional, que es armonía y grandeza.
Pues entonces diremos que España es un Estado mal constituido, degenerado, y que la causa del catalanismo es política; pero vendrá el Sr. Maura y nos dirá con gran apariencia de razón: «Si os levantáis contra un mal general, ¿por qué formáis un partido local? Si queréis regenerar á España, ¿por qué os llamáis catalanistas?» Porque los sentimientos son más fuertes que la lógica y que todos los propósitos.
Por haber olvidado también esto, muchos, después de haber proclamado la insuficiencia de aquellas causas para justificar el movimiento catalanista, han negado su importancia.
Es un prurito puramente literario, romántico—han dicho,—nacido de un apasionamiento monstruosamente arcaico, sostenido por la particularidad lingüística y por pequeñas vanidades de campanario, y desarrollado solamente entre unos cuantos intelectuales, cuatro locos—han dicho gráficamente—sin transcendencia alguna á la gran masa del pueblo catalán. Pero cuando se ha notado que entre estos cuatro locos había obispos, doctores, ingenieros, grandes industriales; y que estos cuatro locos, en cuatro días, habían montado una máquina electoral y habían desarrollado una fuerza política aplastante moviendo toda la gran masa llamada neutra, hasta entonces inconmovible á los estímulos de la experta política vieja; y que estos cuatro locos plantaban audazmente cuatro diputados en los escaños del Congreso, y se imponían en el municipio y renovaban el personal de las más importantes asociaciones; entonces todo el mundo ha debido preguntarse con asombro y con ansiedad qué locos eran éstos que llevaban tras sí á los cuerdos, y qué cuerdos eran éstos que se iban tras los locos.
¿Habría un sentimiento común que animase tan extraño movimiento? Esta pregunta era el buen camino; pero la contestación se ha desviado á merced de un sentimiento opuesto, común también entre aquéllos que la formulaban, y reacción natural si se quiere del primero. La causa del movimiento catalanista—se ha dicho entonces—es el ingrato egoísmo del carácter catalán, que cuando ha visto la patria española caída y desangrada ha renegado de ella, y procura desligarse de toda solidaridad con una nación desdichada.
Pero dada la situación presente de una España sin mercados coloniales, y de una Cataluña que no puede dominar todavía los mercados extranjeros, un programa de egoísmo regional sería todo lo contrario del programa catalanista de Manresa; porque el interés del egoísmo catalán estaría, no en desligarse, sino en ligarse, en ligar cada día más fuertemente á su producción el consumo de España toda; no en descentralizar, sino en centralizar procurando dominar el centro; no en autonomías que sugieran dispersión de actividades, sino en monopolios invasores. Las bases de Manresa son todo lo contrario de un programa de industriales egoístas: son la constitución ideal dé un pueblo que piensa más en su alma que en su cuerpo; casi diríamos de un pueblo soñador que aspira á integrarse en su historia, en su derecho, en su lengua, en su carácter, en una porción de cosas inmateriales que constituyen su poesía, descuidando, menospreciando calcular las consecuencias prácticas que su poética integración pudiera acarrearle.
No: el alma del catalanismo no es el egoísmo, ni es un prurito literario de vanidad, ni un afán de regeneración política, ni una razón sociológica, ni una diversidad étnica, ni un derecho histórico. Pero cada una de estas cosas positivas han ido dejando en el fondo del alma catalana una concreción sentimental. La dominación de lo que en término general se suele llamar el espíritu castellano, dejó un impulso de protesta y rebeldía; la remota diversidad de raza, una repulsión; la permanente diferencia de vida é intereses, un antagonismo; los desaciertos políticos, una desconsideración; el renacimiento literario particular, un orgullo de nacionalidad; y las recientes catástrofes, una alarma. Y ya es absolutamente inútil venir ahora á discutir la historia y la antropología y la sociología y la filología y la catástrofe, porque todo ello ya nada puede con el sentimiento que ha producido, que es el que queda vivo y al que hay que atender.
Lo característico de este sentimiento es el ser á la vez un amor y un desamor: un amor á Cataluña, que es desamor á Castilla (en el sentido de España castellana); siendo muy de tener en cuenta que el desamor es la levadura popular del catalanismo, lo más sentido por la masa, mientras que el amor activo á Cataluña es ya producto de un mayor desarrollo de cultura y de un mayor refinamiento sentimental. La clase culta, que ha creado y fomenta y dirige el movimiento, siente más el amor á Cataluña; la masa popular del campo y de la ciudad, tiene poco vivo ó poco consciente este amor, que apenas le mueve; su resorte está en el odio al empleado que le trata con altanería, al investigador que le amenaza y explota, al polizonte que le apalea, al aventurero que viene á disputarle el pan, á cuantos, en fin, la vejan ó la estorban en nombre del Estado, que son precisamente los que le hablan castellano. Este resorte, tocado hábilmente á tiempo ó disparado por casualidad, produciría una gran sacudida.
El sentimiento que anima el catalanismo es, pues, esencialmente diferencial, parte España en dos: es una descomposición del amor patrio, del amor á la patria española.
Este principio de descomposición ¿qué elementos de cohesión, de resistencia, encuentra en su camino? ¿qué queda de patria española en Cataluña? Queda la geografía que ha hecho llamar España á toda la Península; queda la historia común de cuatro siglos; quedan los intereses creados, y queda la inercia. Pero si con todo ello el sentimiento diferencial ha podido formarse y desarrollarse; si á pesar de todo la descomposición ha empezado y avanza, señal es de que esto es más fuerte que aquello.
Se dirá que la debilidad de España es accidental, que es una crisis, que pasará, y que al reaccionar, los elementos de cohesión dominarán la descomposición. Pero ¿en qué se funda esta esperanza? ¿Se puede fiar á ella el remedio de un mal que es una realidad ya presente y en rápida marcha? ¿Qué llegará primero, la cohesión que aún no se sabe por dónde ha de venir, ó la consumación de la descomposición que ya actúa? Y entre tanto ¿cómo se contiene ésta? ¿por la represión? ¿Se siente la España actual con fuerzas para ella? ¿No corre el peligro de perder en la misma las fuerzas que le quedan y perecer definitivamente en la demanda?
El remedio ha de buscarse en el mal mismo que no es un mal, sino un signo de nueva salud. Toda descomposición acaba en una recomposición; y la descomposición que representa el sentimiento catalanista puede acabar en la recomposición del espíritu nacional español, si se le trata como el mayor principio de vida que hoy queda en España; si en vez de combatirle se ponen en dirección de él, dentro de él, las fuerzas de cohesión que todavía quedan; si, dándole la razón, se destruye lo que en él hay de desamor, convirtiéndolo todo en amor, que entonces no cabrá en Cataluña y habrá de extenderse por toda una España nueva. Hela aquí la esperanza más fundada.
El espíritu castellano ha concluido su misión en España. A raíz de la unidad del Estado español, el espíritu castellano se impuso en España toda por la fuerza de la historia: dirigió, personificó el Renacimiento: las grandes síntesis que integraban á éste, el absolutismo, el imperialismo colonial, el espíritu aventurero, las guerras religiosas, la formación de las grandes nacionalidades, toda la gran corriente del Renacimiento encontró su cauce natural en las cualidades del espíritu castellano; por esto España fue Castilla y no fue Aragón; y todo lo que en Aragón y en otros antiguos reinos era algo vivo y algo propio, fue absorbido por el elemento entonces necesariamente director, el castellano, que era el representativo de la época y tenía, por tanto, la misión de ser la España de ella. Vino la decadencia del Renacimiento, y con ella la decadencia de la España castellana. Vino el siglo xix, y todavía las guerras europeas y las luchas políticas por las ideas de la Revolución francesa, que hicieron el prestigio del parlamentarismo y de sus hombres, prolongaron la misión de la brillante y sonora Castilla en España. Pero todo esto está muriendo, y Castilla ha concluido su misión.
La nueva civilización es industrial, y Castilla no es industrial; el moderno espíritu es analítico, y Castilla no es analítica; los progresos materiales inducen al cosmopolitismo, y Castilla, metida en un centro de naturaleza africana, sin vistas al mar, es refractaria al cosmopolitismo europeo; los problemas económicos y las demás cuestiones sociales, tales cuales ahora se presentan, requieren, para no provocar grandes revoluciones, una ductilidad y un sentido práctico que Castilla no solamente no tiene, sino que desdeña tener; el espíritu individual, en fin, se agita inquieto en anhelos misteriosos que no pueden moverse en el alma castellana, demasiado secamente dogmática. Castilla ha concluida su misión directora y ha de pasar su cetro á otras manos.
El sentimiento catalanista, en su agitación actual, no es otra cosa que el instinto de este cambio, de este renuevo. Favorecerle es hacer obra de vida para España, es recomponer una nueva España para el siglo nuevo; combatirle, directa ó tortuosamente, es acelerar la descomposición total de la nacionalidad española y dejar que la recomposición se efectúe al fin fuera de la España muerta.
Y ¿cómo se ha de favorecer, el movimiento catalanista en el sentido de la España nueva? Pues abriéndole toda la legalidad tan ancha como su expansión la necesite; dejando que esta expansión informe la legalidad; facilitándole la propaganda para que se integren en él todos los impulsos vivos y progresivos; aportando á él los residuos de dirección del viejo espíritu castellano: convirtiéndolo en una palingenesia nacional.
Esta palingenesia resultará quizás penosa y turbulenta, porque en ella habrán de ponderarse y equilibrarse libremente todas las fuerzas que quedan en España; pero es cuestión de vida ó muerte. Si España muriese en esta recreación de su espíritu nacional por no poder ya resistirla, su muerte sería gloriosa y fecunda en la historia, porque habría muerto en un esfuerzo de vida; mientras que, de resistirse á ella, morirá, así como así, en tristes y estériles convulsiones de muerte definitiva.
He aquí, pues, lo que significa el movimiento catalanista: un amor y una busca de la vida; un horror y un huir de la muerte. Por esto decimos que el catalanismo es, ante todo, una cuestión de sentimiento.