El sermón del monte

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El sermón del monte
de Abelardo Moncayo Jijón


Mientras tendido el gladiador, los ojos
vuelve espirantes a la dulce patria,
desde el sangriento circo do de rosas
el Pueblo-rey ceñido, de matanza
ávido ruge y de placeres monstruos
que adormezcan su hastío... ¿esa montaña
veis allá lejos de verdor vestida
de fresco bosquecillo coronada?


Niños y pobres, a su sombra, atentos
clavan los ojos en un hombre... ¡El alba
dio a su sonrisa su apacible lumbre,
su calor cedió el sol a su mirada!


Tomando un niño en su regazo, afable
mira a la turba estática a sus plantas,
mueve los labios, y aún la leve brisa
pliega al instante sus inquietas alas.


Y rompe a hablar: «Feliz el pobre, dice,
el que su pan con lágrimas empapa.
¡Oh bienhadado! pues cual ave libre
hacia el Reino de Dios tiende sus alas.


»¡Feliz el manso que en los hombres todos
hermanos suyos ve, y a todos ama;
suya es la tierra y deleitosa sombra
a todos, como el álamo regala!


»¡Feliz quien de la vida los placeres
desdeña, y llora su dolor; del alma
las lágrimas son perlas, y al Eterno
un ángel las ofrece al enjugarlas.


»Y el que hambre y sed padece, por el triunfo
de la justicia lucha aún entre llamas.
¡Feliz atleta, de justicia ahíto,
tiene en el cielo inmarcesible palma!


»¡Feliz quien para el débil, para el triste
de amor y de piedad tesoros guarda;
para él, en cambio, es Dios, a toda hora,
de piedad y de amor fuente inexhausta!


»¡Feliz el corazón que limpio, puro,
sólo de Dios refleja las miradas;
blanca paloma de amorosos ojos,
en el seno de Dios su nido labra!


»La sangre, oh hijos míos, de la tierra
es la más negra y formidable mancha.
¡Feliz el hijo de la Paz, que hijo
también de Dios los ángeles le aclaman!


»¡Venid a mí los que lloráis! El peso
yo alivio del dolor, le trueco en calma;
fuente de luz y de la eterna vida,
vida y calor derraman mis palabras.


»De mí aprended que manso y humildoso
sólo de amor mi corazón es brasa.
¿Queréis felices ser?... De este angelito
el candor recobrad, míseras almas».


Y hablando así, como tranquilo arroyo,
se deslizan, cantando sus palabras.
¿Oyó jamás tan dulce melodía
en su destierro, la proscrita raza?


Y al alma luz, y al corazón consuelo,
y al ciego vista, y voz al que no habla,
y vida al muerto, y paz, paz a la tierra,
brotan radiantes esas tersas aguas.


Y el que habla así y trastorna de natura
las leyes, tierno con los niños habla...
Ciega razón... ¡humíllate! ¿La aureola
de esa divina faz a ver no alcanzas?


Mas, ya en la arena el gladiador, helado
cerró los mustios ojos, de venganza
roído y de dolor... ¡ay infelice,
de Jesús no escuchó ni una palabra!