El sino: 08

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El sino de Joaquín Dicenta
Capítulo VIII


En noche de Enero ocurrió el solemne acontecimiento. Tratábase de la aparición de una estrella, señalada cincuenta años atrás por un astrónomo del Observatorio de Greenwich, la cual estrella se mostraría, según cálculos de su descubridor, el 21 de Enero á las 10 horas, 4 segundos y 5 tercios de la noche.

Del señalamiento de la estrella al arribo de su luz á los hombres habían de transcurrir cincuenta años, y eso que la luz anda la friolera de 77.000 leguas por segundo. Convengamos en que era un viaje regular.

Anatolio pasó el día muy desasosegado por culpa de unas malditas nubes que ocultaban de tiempo en tiempo los azules celestes. Si aquellas nubes se condensaban al venir el crepúsculo y cubrían totalmente el espacio, iba á serle imposible presenciar el alumbramiento astronómico.

¡Qué mayor desdicha para él, para todos cuantos debían asistir, por invitación de la ciencia, á aquel parto del infinito!

Anatolio, que no había dormido en el transcurso de la noche anterior, no comió ni almorzó en el famoso día 24. Al obscurecer estaba ya en el Observatorio revisando sus álgebras, limpiando las lentes del anteojo, enfocándolo con el punto matemático donde había de aparecer la estrella.

Por fortuna las nubes se fueron corriendo hacia los límites del horizonte. Á las nueve habían desaparecido. El cielo, tachonado de estrellas, se extendía apacible, purísimo ante los ojos del astrónomo.

La hora solemne estaba á punto de sonar. Sobre la lente del anteojo se dibujaba un círculo obscuro donde astro ninguno aparecía. En el centro mismo de aquel círculo había de mostrarse la estrella.

-¡Las diez! -gritó un astrónomo.

-Uno, dos, tres, cuatro segundos. Un tercero, otro, otro... los cinco.

La estrella apareció. El sabio de Greenwich no había errado en una milésima de tercero.

Cuando sus colegas abandonaron el Observatorio, Anatolio no quiso acompañarles. Permaneció abstraído delante del anteojo, devorando con la pupila á la nueva criatura celeste.

Era noche de las frías de invierno; deshecho en partículas microscópicas andaba el hielo por la atmósfera y entrando por los ventanales de la torrecilla observadora, regalábala una temperatura de 4 bajo 0.

Anatolio no se enteró. Contemplaba al astro novel, seguía uno á uno los temblores rápidos de su luz, la coloración de sus rayos, el suave resplandor que, en torno suyo se esparcía, los primeros gritos luminosos de aquel infante sideral.

Y transcurrieron horas. Únicamente cuando las blancuras del amanecer se dibujaron hacia el Este, cuando la luz de la estrella se desvaneció, sorbida por el primer aliento solar, se retiró el sabio de su anteojo.

Un escalofrío recorrió entonces su cuerpecillo mal arropado en un gabán del Águila.

-¡Hace frío! -exclamó. Y abandonó el Observatorio dando diente con diente.

Al llegar á su domicilio tuvo que meterse en la cama, temblando, con una calentura de 39 grados y seis décimas.

Los dulces del bautizo del astro fueron para Anatolio una pulmonía.

No salió de ella. Tenían muy poco aguante sus pulmones. para tan serio envite y Anatolio se acabó deprisa, muy deprisa.

Poco antes de morir una gran tristeza se dibujó en sus ojos llenos de bondad. Rodeaban su cama la esposa y ocho criaturas. ¿Qué sería de aquel nidal cuando muriera el padre? Dos lágrimas anchas rodaron por las pupilas del astrónomo, y dió principio su agonía.

Durante ella, no quedó viva en aquel cerebro más que una idea, la de que con la muerte llegaba para él un descanso definitivo. Con la de su casa al sepulcro, hacía la mudanza postrera. ¡No más mudanzas!...

Expiró sonriendo.

La pobre Carmen, agotando todos los recursos posibles, dispuso para su marido un entierro decente y le alquiló nicho en una patriarcal.

El día del entierro, sí. El día del entierro fueron detrás del pobre Anatolio, todas las corporaciones científicas y no científicas, el señor ministro del ramo y un sin fin de personas que al reclamo de los periódicos se creyeron obligadas á acompañar de muerto, á quien ni conocieron, ni entendieron ni ayudaron de vivo.

El ministro pronunció un discurso encomiástico, y el ataúd del sabio entró en las negruras del nicho.