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El solemne desengaño

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El solemne desengaño
de [[Ángel de Saavedra|Ángel de Saavedra, Autor: Duque de Rivas| Duque de Rivas]]]]


Al Excmo. Sr. Duque de Osuna, etcétera, etc., etc.
     I - El galán. La enfermedad

De fortuna en la alta cumbre,
grande, joven, rico, bueno,
de virtud, saber, belleza,
dechado, pasmo y modelo,

el más galán en la corte,
en las justas el más diestro,
el más afable en su casa,
el más docto en el consejo,

brilla el marqués de Lombay
cual rutilante lucero,
al lado de Carlos quinto,
domador del universo.

Mas entre tantos aplausos
y en tan elevado asiento,
donde el orbe le sonríe,
y donde le halaga el cielo,

algo falta a su ventura,
o alguna mano de hierro
del corazón se la arranca,
y se la saca del pecho.

Melancólico el semblante,
y los labios entreabiertos,
y las siniestras miradas,
y el mudo desasosiego,

ya en los saraos de la corte,
ya en los festines risueños,
ya en la caza bulliciosa,
ya en solitarios paseos,

ya en el salón, ya en la plaza,
ya en la justa, ya en el templo,
en la mesa, en el despacho,
en la vigilia, en el sueño,

un alma rota descubren
por un fijo pensamiento
y un corazón que devora
el cáncer de un gran secreto.


En vano sondar procuran
los malignos palaciegos,
con astucia cortesana
aquel abismo encubierto.

Tan solamente columbran
que los ocultos tormentos
del marqués se dulcifican
para ser mayores luego,

o cuando en palacio asiste
al servicio honroso, atento,
de la emperatriz augusta,
de las hermosas modelo,

o cuando busca devoto
con el fervor más ingenuo,
arrodillado en la iglesia,
en Dios amparo y consuelo,

o cuando por los jardines,
que al pie de la gran Toledo
riega el Tajo, se pasea
solo y del bullicio lejos,

con Garcilaso su amigo,
ora escuchando sus versos,
ora en largas conferencias
de gran sigilo y misterio.

Allá en palacio embebido
quedaba en mudo embeleso,
pálido o rojo el semblante,
convulso, agitado el pecho,

y bebiendo con los ojos,
llenos de vida y de fuego,
de la emperatriz hermosa
los más leves movimientos,

en acatarla, en servirla,
y en acertar sus deseos,
aunque tímido y turbado,
diestro y hábil por extremo.

Abatido y consternado
se le miraba en el templo,
como quien están en batalla
con gigantes del infierno,

y pide al Omnipotente
para tal combate esfuerzo,
y después de orar un rato,
y aun de verter llanto acerbo,

dijérase que encontraba,
de misericordia lleno,
al Señor a quien auxilio
demandaba en tanto aprieto.

Y con su amigo en las selvas
era tan locuaz y tierno,
tan expresivo unas veces,
otras tan callado y serio,

como el que o cuenta delirios
y habla de locos proyectos,
o escucha reconvenciones
y oye inflexibles consejos.

En estado miserable
su espíritu estaba puesto,
y era infeliz en las dichas,
luchando consigo mesmo,

entre pasiones, virtudes,
obligaciones, deseos,
infernales sugestiones
y celestiales preceptos,

siendo campo de batalla
su mente y su roto pecho,
do luchaban frente a frente
ángeles malos y buenos.

La más lozana azucena,
gala del jardín, el cuello
dobla marchita, si esconde
roedor gusano en su seno.

Y la más gallarda encina
que alza su pompa a los cielos,
si el corazón se le seca
rómpese al soplo del viento.

Así con un alma enferma
no puede haber sano cuerpo,
ni salud que no se postre
con un corazón deshecho.

Al cabo maligna fiebre
convierte la sangre en fuego,
por las robustas arterias,
por el juvenil cerebro

del de Lombay, que, postrado,
yace doliente en su lecho
de oro y seda, que es ya, ¡oh mundo!,
duro potro de tormentos.

Como jefe de palacio
tiene su vivienda dentro,
con ostentación servido
de pajes y de escuderos.

Mas la pena más amarga,
y el más hondo desconsuelo,
y la ansiedad más horrenda
y el cuidado más acerbo

reinan en las ricas salas,
entre amigos y entre deudos,
cunden en palacio todo,
y consternan a Toledo.

Pues reyes, príncipes, grandes,
hidalgos y caballeros,
y hasta el vulgo humilde, miran
con asombro y desconsuelo,

en el peligro de muerte
a tan gallardo mancebo,
a tan alto personaje,
de virtud a tal portento.

Y no hay semblante sin llanto,
ni sin angustias hay pecho,
ni labio que no pregunte
con inquietud y con miedo.


Garcilaso de la Vega
(sin que ni el hambre ni el sueño
en su ansiosa vigilancia
tengan el menor imperio),

ni una hora, ni un solo instante
deja el lado del enfermo,
y de él los ojos no aparta
sentado junto a su lecho:

ojos de llanto arrasados,
pero de continuo atentos
a que nadie, nadie escuche
sus fantásticos conceptos,

las voces rotas que acaso
del delirio en el acceso
suelen dar funesta lumbre,
revelando hondos misterios.

Y cuando, allá, a medianoche,
rendidos ya por el sueño,
yacían los servidores,
reinando feral silencio,

y en letargo sumergido
también miraba al enfermo,
en el estado terrible
en que es casi muerte el sueño,

a la luz trémula, opaca,
de lejano candelero,
que abultaba oscuras sombras
en las cortinas del lecho,

dando vislumbres escasas
y fantásticos reflejos,
en rapacejos de oro,
molduras y terciopelos,

Garcilaso, vigilante,
un tenue rumor oyendo,
se alzaba con mudos pasos,
y a un lado del aposento

levantaba no sin susto,
un rico tapiz flamenco,
y en la pared descubría
angosto postigo abierto.

Vago bulto silencioso
por él asomaba luego,
con manto y capuz sin formas,
aparición, sombra, ensueño,

sobrenatural producto
de algún conjuro. Con lentos
pasos, sin rumor, al lado
llegaba del rico lecho,

y en el doliente clavaba
ojos cual brasas de fuego,
y una mano, que en la sombra
daba vislumbres de hielo,

por la calurosa frente
del aletargado enfermo
pasaba, gemidos hondos
ahogando con duro esfuerzo.

Y al instante, y por el mismo
postigo oculto y estrecho
desaparecía, dejando
como embalsamado el viento.

Ser dijérase un encanto,
y que había cobrado cuerpo
alguno de los delirios
de la mente del enfermo.

La senda el tapiz borraba,
el muro otra vez cubriendo,
y tornaba Garcilaso
a ocupar mudo su puesto.

El doctor Juan Villalobos,
de aquella corte galeno,
al personaje consagra
toda su ciencia y su esmero;

y en el pronóstico duda,
y cauto no quiere hacerlo,
hasta que síntomas note
más favorables que adversos.

De la juventud al cabo
triunfó la fuerza, y el cielo
miró con benignos ojos
la angustia de todo un pueblo.

Y apuró el doctor su ciencia,
y tornó a lucir risueño
el rayo de la esperanza
en los aterrados pechos.

Docto o sagaz, Villalobos
prescribe como remedio
que busque fuera de España
nuevos aires, climas nuevos.





     II - La ausencia

El gran marqués de Lombay,
del inminente peligro
salvo, en que se vio de muerte
por enfermedad o hechizo,

salió de España, siguiendo
los saludables avisos
del docto Juan Villalobos,
o médico o adivino,

y aunque el dejar a Toledo,
para su pecho lo mismo
fue que dejarse allí el alma,
resignose al sacrificio.

Mas aquella oculta flecha,
aquel veneno escondido,
aquel encubierto cáncer,
aquel pertinaz martirio

que desgarraba su pecho,
que turbaba sus sentidos,
que devoraba su vida,
que era su infierno continuo,

a los campos de la Italia
llevó, ¡mísero!, consigo,
pues penas como las suyas,
que astros y contrarios signos

combinan, fraguan y aplican
para un fin desconocido,
en un alma de gran temple,
en un pecho de alto brío,

no mudan cuando se muda
de atmósfera y domicilio,
porque no cambian del cielo
los misteriosos designios.


Halló el marqués en Italia
(porque al cabo el cielo quiso
que algún consuelo encontrase,
que tuviese algún alivio)

a su tierno confidente,
a Garcilaso, su amigo,
que guerrero tan insigne
como trovador divino,

siguió de Italia la empresa
por el César Carlos Quinto,
con el canto de las Musas
uniendo de Marte el grito.


El marqués, cual siempre mustio,
y cual siempre discursivo,
de aquella guerra los lances
siguió con denuedo y brío.

Y ante la imperial presencia,
con Garcilaso, su amigo,
lidió como caballero
en los combates y sitios.

Le encantaron las campiñas
y los Alpes y Apeninos.
Y visitó cual curioso,
y admiró como entendido.

Los insignes monumentos,
ya modernos y ya antiguos,
que hacen el suelo de Italia
en altos recuerdos rico.

Como devoto cristiano
oró postrado y sumiso,
en las ermitas humildes
que daban nombre a los riscos

y en los magníficos templos
que ensalzan al cristianismo,
y son de aquellas ciudades
ornato, fama y prodigio.

¡Cuántas veces los jardines
que riega el Tesín y el Mincio,
los mismos nombres oyeron
que el Tajo oyó sorprendido!

¡Cuántas veces las canciones
de Garcilaso, que hoy mismo
nos admiran y entremecen,
vencedoras de tres siglos,

tiernas lágrimas sacaron
de los ojos encendidos
y del corazón doliente
del marqués contemplativo,

en las selvas do arrancaron
no menos hondos suspiros,
de otros destrozados pechos
los acentos de Virgilio!

¡Cuántas veces, ¡ay!, seguían
del marqués los ojos fijos,
de la plateada luna
el lento y mudo camino,

y al verla hacia el Occidente
rodar con pausado giro,
algún encargo le daba
para el Tajo cristalino,

con sus miradas queriendo
como estampar en el disco
caracteres que otros ojos,
por un prodigioso instinto,

leyeran, cuando argentada
derramara el claro brillo
sobre el regio balconaje
de algún alcázar dormido!


De la expedición de Francia
tornaba, pues, el servicio
del emperador siguiendo,
con Garcilaso el divino,

cuando, no lejos de Niza,
antigua torre o castillo,
a los pendones del César
osó estorbar el camino.

Tal empresa de dementes,
por temeraria, el prestigio
perdió de valiente, siendo
solo acreedor al castigo,

y a dárselo Garcilaso,
desnudo el acero limpio,
y embrazada la rodela,
voló en enojo encendido.

Desesperados resisten
los tenaces enemigos,
y darles súbito asalto
determínase al proviso.

Se aplica la escala al muro,
y sube por ella altivo
el valeroso poeta
que el miedo jamás ha visto,

cuando de los matacanes
desplómase con rüido
grave piedra, que, arrollando
la escala, frágil camino

por do a la gloria subían
tanto ingenio y tanto brío,
hirió la noble cabeza,
do el lauro a la yedra unido

hubiera evitado el rayo,
y no pudo, ¡infausto sino!,
de un tosco peñasco entonces
evitar el rudo tiro.

Cayó el noble Garcilaso
en el foso; horrendo grito
de desconsuelo y venganza
atronó el fatal recinto,

y el de Lombay presuroso
al socorro de su amigo
voló, y en sus tiernos brazos
retirolo con peligro.


Una hora después escombros
era el funesto castillo,
y de la alevosa sangre
era su ancho foso un río,

pues completa la venganza
de Garcilaso hacer quiso,
en dolor y saña ardiendo
el emperador invicto.

Mas, ¡ay!, fue venganza estéril,
cual siempre todas han sido,
pues en Niza a pocos días
era el poeta divino

cadáver yerto, dejando
la fama de sus escritos
y la gloria de su muerte
por rica herencia a los siglos.

Golpe atroz, golpe tremendo
fue para el marqués su amigo
pérdida tan impensada,
tormento tan imprevisto.

Y del dolor más profundo
mil pensamientos distintos,
y mil funestos presagios
le hundieron en tal abismo,

que si el brazo del Eterno,
que aun para mayor conflicto
le reservaba, no hubiera
dándole piadoso auxilio,

acaso una misma losa,
acaso un túmulo mismo
encubrieran y tragaran
los restos de ambos amigos.


A poco, con luto amargo
en el alma y el vestido,
tornó, ¡infelice!, a Toledo
con el César Carlos Quinto

el marqués sin confidente
en quien encontrar alivio,
ahogando en tormento mudo
de su alma rota los gritos.





     III - Un sol apagado

Era la estación florida
de la hermosa primavera,
tan hermosa en las regiones
que el Tajo aurífero riega,

y un sol joven, rutilante,
rodando por la alta esfera
de puro zafir, torrentes
de luz vivífica y nueva

derramaba por Castilla,
y sobre las gigantescas
torres de la gran Toledo,
de España corte y diadema;

de Toledo, que con justas,
banquetes, danzas y fiestas,
de su monarca triunfante
solemnizaba la vuelta.

Córrense cañas y toros,
donde luce su destreza,
gran jinete en ambas sillas,
el sacro y augusto César.

En los soberbios palacios
músicas acordes suenan,
a cuyo compás, gallardas
lucen las damas sus prendas.

Joyas, insignias, brocados,
los ricos salones llenan,
y plazas, calles, paseos,
corceles, galas, libreas.

Opulentos cortesanos
en los festejos se esmeran,
y disponen un torneo
donde ostentar sus grandezas.

En él armado aparece,
deslumbrando la palestra,
el de Lombay, revolviendo
una berberisca yegua,

y con la pica en el ristre,
haciendo tan altas pruebas,
que de palmadas y vivas
el vulgo la plaza atruena.

Sobre las lucientes armas
una banda lisa y negra,
y negros los martinetes
del erguido casco lleva.

Unos dicen son el luto
con que a su amigo recuerda,
otros, de su pensamiento
melancólico el emblema,

y que, funesto presagio
de una desgracia tremenda,
que le amenaza inminente,
solo juzgarse debiera.

El ancho campo preside
la emperatriz, como reina
de la hispana monarquía
y de la humana belleza,

y de cuantos corazones
laten en la plaza extensa,
y en toda la fiel España
lealtad y honradez alientan.

Un gran festín en palacio,
cuando el sol a las estrellas
cedió de los altos cielos
las despejadas esferas

celebrose; y luego danza,
en que al son de las orquestas,
las majestades augustas
tomar parte no desdeñan,

y para la luz siguiente
funciones se anuncian nuevas,
sin que ni el sueño intervalo
permita entre fiesta y fiesta.


¡Oh Dios, y cuán fácilmente
en la miserable tierra,
tras de las más dulces horas
horas de amargura vuelan!

¡Cuán fácilmente las dichas
en infortunios se truecan,
cámbiase la gala en luto,
se torna el gozo en tristeza!

Sale el sol, inmenso pueblo
las calles y plazas llena,
ansiando nuevos placeres,
y que aun no madruga piensa;

alistan los cortesanos
sus comparsas y libreas,
joyas, armas, vestes, plumas,
corceles, lanzas, empresas,

cuando, demudado el rostro,
de la alcoba de la reina
sale trémula, llorosa,
una camarista o dueña,

y a los jefes de palacio,
grandes y damas de cuenta,
que a Su Majestad aguardan
para ir a misa con ella,

dice, inflexiones buscando
que desfiguren la nueva:
«La emperatriz hoy no sale;
la emperatriz está enferma.»

Pasma la noticia a todos,
embarga a todos la lengua,
y en un silencio profundo
la estancia aterrada queda.

El de Lombay, el primero,
de los pies a la cabeza
temblando, y pálido el rostro,
pregunta con gran sorpresa:

«Y Su Majestad, ¿qué siente?»
Y le responde la dueña:
«Aguda fiebre la abrasa,
grave postración la aqueja.

»Que el doctor Juan Villalobos
sin perder instantes venga,
pues hay peligro inminente,
si no me engañan las señas.»

Dio el marqués atrás dos pasos,
y en un sillón de vaqueta
se desplomó como herido
por envenenada flecha.


La noticia que en voz baja
anunció la camarera,
creció al punto, y como trueno
que al orbe asombra y aterra,

ya por Toledo retumba,
helando a todos las venas,
partiendo los corazones,
trastornando las cabezas.

Desaparecen las galas,
recógense las libreas,
murmullo de horror circula,
clamor de angustia resuena.

En vez de las claras trompas
que los festejos celebran,
se oyen solo las campanas
que al cielo piedad impetran.

A las puertas de palacio
en su parda mula llega
el doctor Juan Villalobos,
el portento de la ciencia.

Presuroso, fatigado,
sube sin hablar, penetra,
del emperador seguido,
en la alcoba de la reina.

Con los penetrantes ojos,
que clava en la augusta enferma,
su quebrada vista advierte,
su pálida faz observa.

La pulsa atento, examina
la respiración molesta,
dice un obscuro aforismo,
arrugando frente y cejas,

y con la faz angustiada
y con azogada diestra,
después que un rato medita,
docto escribe una receta.


La emperatriz de Alemania,
de España la augusta reina,
hermosa entre las hermosas,
discreta entre las discretas;

la gentil, fresca, radiante
y embalsamada azucena,
que dio a Toledo Lisboa,
de paz y dominio prenda,

en vez del trono del mundo,
do el mundo la reverencia,
yace en el doliente lecho,
de nuestra humana flaqueza

agotando las angustias,
apurando las miserias,
deslumbrada la hermosura,
trastornada la cabeza:

flor lozana que al impulso
del cierzo se troncha y seca,
astro a quien apaga y hunde
del Creador la omnipotencia.


Un sol y otro sol de Oriente
los umbrales atraviesan,
y sumergida a Toledo
en consternación encuentran.

Y ven por calles y plazas
cruzar procesiones lentas,
fervorosas rogativas
y públicas penitencias.

Y oyen llanto en el Alcázar,
y oyen llanto en las iglesias,
y llanto hay en los palacios,
y llanto en las chozas suena;

que era universal la angustia
por tan adorada reina,
y con lágrimas su nombre
se oye repetir doquiera.

El de Lombay, convertido
en muda y helada piedra,
ni un solo momento falta
de la antecámara regia.

Ni hambre ni sueño conoce
que apartarle un punto puedan
del cerco de una ventana,
fijos los ojos en tierra.

Cuando el docto Villalobos
con otros físicos entra
en la silenciosa alcoba,
le acompaña hasta la puerta,

y con inquietud extraña
su salida ansioso espera,
y algo preguntarle quiere
de que teme la respuesta.

Y al verle salir se turba,
con las palabras no acierta,
y en él clava ardientes ojos,
cual si penetrar pudiera

su pensamiento escondido,
los arcanos de la ciencia.
Y calla, y lágrimas pocas
su mustio semblante queman.

¡Desdichado! ¡Harto le dice
su corazón!... Solo queda
en él alguna esperanza
en las bondades eternas.


Cabildo, comunidades,
parroquias, todos se esmeran
en solemnes rogativas,
votos, plegarias y ofrendas.

Grandes, nobles y plebeyos
los templos llorosos llenan,
y a voces al cielo piden
la salud para su reina.

Todo en vano; fue de bronce
a los clamores y quejas,
pues sus ocultos designios
jamás el mortal penetra.

El doctor, en tanto apuro,
los sacramentos ordena,
pues ya remedios no sabe
para tan grave dolencia.

Y con pompa augusta y santa,
pero que los pechos quiebra
del aterrado gentío
que a la gran Toledo puebla,

consternado el arzobispo,
con devota pompa lleva
al regio doliente Alcázar
el Pan de la vida eterna.


Tal consuelo sintió el alma,
de piedad insigne llena,
que aun pudo dar fuerza al cuerpo
de la agonizante enferma.

Dio margen falaz alivio
a esperanzas pasajeras,
mas el doctor aterrado
término fatal recela.

A los dos días tal fiebre,
tales síntomas se muestran,
que de repente el palacio
de gran confusión se llena.

Acude Juan Villalobos,
en llanto prorrumpe el César,
y desatentadas corren
las camaristas y dueñas.

Lombay en su puesto, inmoble,
sin mover los labios reza,
cuando de la regia estancia
abren las doradas puertas.

Era el doctor Villalobos,
a quien con temor se acerca,
preguntándole angustiado
si alguna esperanza queda.

Y el doctor, mudo, no hallando
cómo darle la respuesta,
alza los ojos al cielo
y entrambas palmas eleva.

Lo ve Lombay, se estremece,
y cobrando extraña fuerza,
movimiento convulsivo
y una actividad horrenda,

de la cámara corriendo,
parte, la guardia atraviesa,
sale a la plaza, el gentío
clamoroso que la llena,

del palacio en los balcones
la vista y las almas puestas,
penetrando, sin que nadie
en tan gran señor advierta,

y por calles solitarias
sin objeto vaga y vuela,
el ferreruelo arrastrando,
destocada la cabeza.

Alza los ojos al cielo,
y el cielo de primavera
azul, despejado, puro,
que espléndidos hermosean

celajes de oro y de grana,
do el sol poniente refleja,
una bóveda de plomo
que sobre su frente pesa,

que lo ahoga y lo confunde,
sin aire y sin luz en tierra,
se le figura, y le faltan
para echar el paso fuerzas.

Sigue, párase, vacila,
suda, se abrasa, se hiela,
gíranle en torno las cosas,
que se le hunde el suelo piensa,

y le zumban los oídos...
una bomba es su cabeza,
pronta a estallar... cuando mira
de la catedral la puerta.

Ansioso buscando asilo
por sus umbrales penetra,
al tiempo que en Occidente
daba el sol su luz postrera.


El de Lombay, en el templo
oscuro y frío, tropieza
con varios informes bultos,
fieles devotos que rezan,

y cuyos vagos contornos
ver la oscuridad no deja,
y al presbiterio le guía
fulgor de mustias candelas,

así como por el bosque,
perdido en la noche ciega,
tropezando, el peregrino
va hacia la lejana hoguera.

Del altar santo delante
se arroja en las losas tersas
del pavimento, formando
tras sí larga sombra en ellas.

Los brazos en cruz, clavados
los ojos (en que reflejan
del retablo los esmaltes,
las lámparas y las velas)

del Redentor en la imagen,
no con los labios y lengua,
que estaban entumecidos,
sino con la voz interna

del corazón y del alma,
que es la que hasta el cielo llega,
esta petición expone,
y en estos términos ruega:

«Misericordia, Dios mío,
piedad para con mi reina,
no dejéis huérfana a España,
y al mundo hundido en tinieblas.

»Si una víctima es precisa
de vuestra alta omnipotencia
a miras inescrutables,
que yo la víctima sea.

«Caiga yo, caigan mis hijos,
mi estirpe toda perezca,
y sálvese...» ¡Tomb! Retumba
en el mismo instante, y llena,

estremeciendo las cimbrias,
los ámbitos de la iglesia,
la gran campana, de muerte
dando al mundo infausta nueva.

¡Son espantoso!... Lo escucha
como el No con que respuesta
da a su plegaria el Eterno,
el marqués, y cae a tierra.





     IV - Viaje fúnebre

Con blancas sobrepellices
y con hachas encendidas,
cantando fúnebres rezos
en voz confusa y sumisa,

sobre mulas enlutadas,
formando dos largas filas,
cien devotos capellanes
a lento paso caminan.

Siguen treinta caballeros
que negros caballos guían,
del pie a la cabeza armados
y las viseras caídas.

Negros son los pendoncillos
de las inclinadas picas,
y negros los paramentos,
vestes, bandas y divisas.

Luego, entre veinte alabardas,
en cuyas anchas cuchillas
las rojas luces reflejan
de noche, y el sol de día,

cercada de doce pajes
viene una litera rica,
que de negro terciopelo
un regio manto cobija.

Los castillos y leones
recamados lo salpican,
entre águilas imperiales
y entre portuguesas quinas,

arrastrando por el suelo
los flecos de sus orillas,
y gruesos borlones de oro
en sus cuatro puntas brillan:

dos magníficas coronas,
imperial y regia unidas,
un rico cetro y un mundo
lleva la litera encima.

Detrás, tan pegado a ella,
que al notarlo se diría
que alguna mano de adentro
del freno acerado tira,

marcha un corcel generoso,
sobre el que mudo camina
el que la fúnebre marcha
dirige, gobierna y guía:

el gran marqués de Lombay,
con faz como de ceniza,
con los ojos apagados,
con boca que no respira,

en cuyo enlutado pecho
solo se descubre y brilla,
pendiente de una cadena,
del Toisón de Oro la insignia.

Y también de oro una llave,
que aunque primorosa y chica,
pesa para él más que un monte,
y es áspid que le horroriza.

Gentileshombres, hidalgos,
caballeros de alta guisa
y gente de iglesia lleva
por séquito y comitiva,

y en pos lacayos, repuestos,
y acémilas bien provistas,
cubiertas con reposteros
de blasones y de cifras.

Lleva adentro la litera
una caja de ataujía,
de negro plomo aforrada
y de brocado vestida,

con gonces y cerraduras,
con biseles y aldabillas
de oro a cincel trabajado,
en labores muy prolijas.

Y en esta caja el cadáver,
lleno de bálsamo iba,
de la que ayer era reina,
y hoy solo polvo y ceniza.

De las riberas del Tajo
del Genil va a las orillas,
a buscar reposo eterno
en la iglesia granadina.

Con pavoroso silencio
esta triste comitiva,
haciendo descansos breves,
marcha de noche y de día,

por lo angosto del camino,
por los recuestos arriba,
y en los tornos y revueltas
del largo espacio que pisa,

caminando con tal orden,
tan silenciosa y unida,
que un solo cuerpo formaba;
y de lejos parecía

inmensurable serpiente,
que deslizándose iba
entre campos y entre montes,
dando sus escamas chispas.

De los cortijos y aldeas
presurosos acudían
a los bordes del camino
o a las cercanas colinas,

ya curiosos, ya asustados,
villanos con sus familias,
y por un encantamento
aquella visión tenían.

Al avistar este entierro
las murallas granadinas,
de los Católicos Reyes
fresca y gloriosa conquista,

cuando en las antiguas torres
de la Alhambra relucían,
al sol ardiente de junio,
alicatadas cornisas,

Ayuntamiento y Cabildo,
con enlutadas insignias,
la Audiencia, comunidades,
la nobleza y clerecía

salen la fúnebre pompa
a recibir, y caminan
con ella entre inmenso pueblo
que cubre las avenidas,

apretada muchedumbre,
do las dos razas distintas
se conocen en los trajes,
la cristiana y la morisca.

Ya las calles de Granada
el funeral regio pisa,
a la catedral marchando
entre dos espesas filas

de lanzas y de arcabuces,
que de lindero servían
al hervoroso gentío
que en la carrera se apiña.

Las campanas clamorosas,
sus graves sones envían
al firmamento, retumban
las salvas de artillería,

resuenan roncos tambores
y destempladas bocinas,
y de dolor y respeto
fúnebre murmullo gira.

El de Lombay nada escucha;
sigue la litera rica,
y tan pegando con ella
que son una cosa misma.

Y sin que nada le llame
la atención, toda absorbida
en ella, de ella ni un punto
los áridos ojos quita.




     V - Lo que es el mundo

Terminados los sufragios
y los oficios solemnes,
último auxilio que presta
la Santa Iglesia a los fieles,

en el templo de Granada,
que los Católicos Reyes
consagraron victoriosos
al Señor Omnipotente,

en medio de la gran nave
por do vuela el humo leve,
que seis flameros de plata
dan de olorosos pebetes,

a la luz de cien blandones,
cuyas rojas llamas mueve
el vapor del gran gentío
que en el templo oscuro hierve,

y que reflejan y brillan
en los ojos y en los dientes
de un enjambre de cabezas
de todos sexos y temples,

entre doce caballeros
de pavonados arneses
tan inmóviles, que estatuas
de oscuro acero parecen,

en medio de cuatro pajes
que amarillas hachas tienen,
cubiertos de ricas galas,
y plumas en los birretes,

sobre excelsa gradería
que alfombra pérsica envuelve,
y bajo un dosel o palio
que seis pértigas suspenden,

se alza un túmulo pequeño
con recamado tapete,
donde los regios blasones
esmaltados resplandecen,

y encima la caja rica
cerrada está, que contiene
a la emperatriz y reina,
despojo ya de la muerte.

De pie descuella a su lado,
inclinada la alta frente,
que a la luz de los blandones
la de un cadáver parece,

y cruzados sobre el pecho
los brazos en nudo fuerte,
el gran marqués de Lombay,
de aquellas exequias jefe.

Aunque también está inmóvil,
harto que tiembla se advierte,
en que el Toisón y la llave,
que en su noble cuello penden,

dando súbitos reflejos,
como dos hojas se mueven,
que en un álamo en otoño
aura imperceptible mece.


En la soberbia capilla
donde las cenizas duermen,
en magníficos sepulcros,
de los Católicos Reyes,

ya está la bóveda abierta,
cuya ancha boca parece
de la eternidad la boca,
que voraz su presa atiende.

Llega por fin el momento
en que el cadáver se entregue
al granadino prelado
con testimonio solemne,

siendo el marqués de Lombay,
¡tan inflexible es la suerte!,
quien reconocer el cuerpo
y hacer de él entrega debe.

¡Acto espantoso, terrible,
para el que Lombay no tiene
fuerza en sí mismo bastante,
por más alma que le aliente!

Al ver que ya el arzobispo
los trémulos pasos tiende
por las gradas, que se pone
del regio féretro enfrente,

que el notario lo acompaña,
que en derredor aparecen
los testigos y que el pueblo
espera el acto impaciente,

con expresión tan amarga,
mas con una fe tan fuerte
alza el rostro, y ambas manos
hacia los cielos extiende,

que, sin duda, de su ruego
se apiadó el Omnipotente,
y resignación y brío
le dio para el trance fuerte,

pues, de pronto, en sí tornando,
con resolución desprende
la afiligranada llave
sobre su pecho pendiente.

En la estrecha cerradura
sin mostrar temblor, la mete,
y veloz le da la vuelta
que hace resonar los muelles.


Al punto un paje la tapa
alza del féretro, y vese
con sus regias vestiduras
un cuerpo. Mas el ambiente

con tal fetidez se infecta,
que el brillo las luces pierden.
Atrás se retiran todos,
y el concurso se conmueve.

Del cuerpo oculta el semblante
un blanco holand, que guarnecen
los encajes más costosos
que el prolijo belga teje,

y observando la etiqueta,
el marqués tan solo debe
levantarlo, por que pueda
el rostro reconocerse.

Vacila, tiembla, la mano
va a extender una y dos veces,
y la retira veloce,
cual si el cendal fuego fuese.

Convulso, desatentado,
a tocarlo se resuelve,
lo ase, lo levanta... ¡Cielos!
¿Qué es lo que dejó patente?

¡Horror! ¡Horror! Aquel rostro
de rosa y cándida nieve,
aquella divina boca
de perlas y de claveles,

aquellos ojos de fuego,
aquella serena frente,
que hace pocos días eran
como un prodigio celeste,

tornados en masa informe,
hedionda y confusa vense,
donde enjambre de gusanos
voraz cebándose hierve.

Tal espectáculo horrendo,
y la fetidez y peste
que en torno se difundían,
al gran concurso estremecen

con terror pánico. Un grito,
un alarido de muerte
unánime se levanta;
huye asustada la plebe,

huyen pajes, caballeros,
arzobispo, nobles, prestes,
y aterrados y oprimidos
se apiñan en los canceles.


Solo el marqués de Lombay
clavado está sin moverse,
fijo en su puesto. Su rostro
ni palabras ni pinceles

pueden retratarlo. Azufre
ser sus facciones parecen,
en que expresión nunca vista
de afecto ignoto se advierte.

Con los ojos que le saltan
del casco, mas que no tienen
ni luz, ni lágrimas, fijos,
todo aquel espanto bebe.

Extendidos los dos brazos
contra el túmulo, sostienen
su cuerpo, como puntales,
y ya no tiembla, que pende

inmóvil el Toisón de Oro,
cual si de un poste pendiese.
¡No es hombre quien logra tanto,
mármol es quien tanto puede!

La obligación y el respeto
que al regio cuerpo se debe
pronto al prelado, cabildo
y caballeros compelen

a volver, porque el cadáver
sin sepultura no quede;
y aunque no muy cerca, tornan
y al marqués llaman. Mas este

ni ve más que un desengaño,
ni oye más que una solemne
voz del cielo, o ya es un tronco
que ni ve, ni oye, ni siente.

Un su gentilhombre llega,
notando que allí la muerte
está bebiendo insaciable,
y le tira de la veste.

Todo en vano. Decidido
con él se abraza; parece
que está abrazado de un roble
que raíz profunda tiene.

En esto un paje la tapa
del féretro de repente
cierra, con cuerdo discurso,
porque aquella infección cese.

Y al ocultarse a la vista
todo el horror que contiene,
y al estruendo de los gonces,
cerraduras y batientes,

tiembla el marqués, da un gemido,
su rígida fuerza pierde,
y a brazos del gentilhombre
flojo y desplomado viene.


Acuden sus servidores,
y entre todos, cual si fuese
cadáver, fuera del templo
le conducen como pueden.

En cuanto le dio en el rostro
a cielo abierto el ambiente,
los ojos abre, suspira,
de nuevo a la vida vuelve,

se pone en pie, gira en torno
la vista, como si hubiese
de una pesadilla horrible
despertado. En la celeste

bóveda la clava, y dice
con acento tan ferviente
y una expresión tan sublime
que hasta las piedras conmueve:

«No más abrasar el alma
con sol que apagarse puede,
no más servir a señores
que en gusanos se convierten.»

Y desmayose de nuevo,
hundido en maligna fiebre,
que puso su noble vida
muy a pique de perderse.


Este marqués de Lombay
estaba a los pocos meses
en una mezquina celda
confundido y penitente,

y predicando a los hombres,
con ejemplo tan solemne,
el desprecio que a las pompas
del ciego mundo se debe.

Hoy San Francisco de Borja
lo llama la Iglesia, y tiene
culto propio, con que buscan
su patrocinio los fieles.