El sombrero
Apariencia
I - La tarde Entre Estepona y Marbella, una torre fulminada, hoy nido de aves marinas, y en otro tiempo atalaya, corona con sus escombros una roca solitaria, que se entapiza de espumas, cuando las olas la bañan. A la derecha se extiende una humilde y lisa playa, cuyas menudas arenas humedece la resaca; y oculta entre dos ribazos forma una escondida cala, abrigo de pescadoras o contrabandistas barcas. A este temeroso sitio, mientras lento declinaba a ponerse un sol de otoño entre celajes de nácar, estando el viento adormido, la mar blanquecina en calma, y sin turbar el silencio de las voladoras auras, sino el grito de un milano que los espacios cruzaba, y los de dos gavïotas, cuyo tálamo era el agua, la divina Rosalía, la hermosa de la comarca, fugitiva y anhelante llegó, sudosa y turbada. Su gentil cabeza y hombros cubre un pañolón de grana, dejando ver negras trenzas, que un peine de concha enlaza; y de seda una toquilla, azul, rosa, verde y blanca, que las formas virginales del seno dibuja y guarda. Su gallardo cuerpo adorna de muselina enramada un vestido; con la diestra recoge la undosa falda, y el pie primoroso y breve, que apenas su huella estampa en la movediza arena, más limpio desembaraza. Bajo el brazo izquierdo tiene un envoltorio de nada, cubierto con un pañuelo, do el jalde y rojo resaltan. ¡Inocente Rosalía! ¿Qué busca allí?... ¡Temeraria! ¡Cuál su semblante divino, lleno de vida y de gracia, desencajado se muestra!... ¡Qué palidez!... ¡Qué miradas!... Está haciendo, bien se advierte, un grande esfuerzo su alma. Sí, los ojos brilladores, los ojos que tienen fama en toda la Andalucía, por su fuego y sus pestañas, en el peñón, que lejano apenas se dibujaba entre la neblina (seña de mudarse el tiempo), clava. Dos lágrimas relucientes sus mejillas deslustradas queman, un hondo suspiro del pecho oprimido arranca. Queda suspensa un momento: luego de pronto la cara vuelve a Estepona, temblando: juzga que una voz la llama. Y la llama, es cierto... ¡Ay triste! Mas ¿qué importa? Otra, más alta, más fuerte, más poderosa, desde Gibraltar la arrastra. En el peñasco asentose, de la hundida torre basa; miró en torno, y de su seno sacó y repasó esta carta: «Sí, mi bien; sin ti la vida me es insoportable carga; resuélvete, y no abandones a quien ciego te idolatra. »Contigo nada me asusta, sin ti todo me acobarda; mi destino está en tus manos: ten resolución, y basta. »Resolución, Rosalía, cúmpleme, pues, tus palabras: no tendrás que arrepentirte, te lo juro con el alma. »En cuanto venga la noche, volveré sin más tardanza al sitio aquel que tú sabes, en una segura lancha. »Espérame, vida mía; si no te encuentro, si faltas, ten como cierta mi muerte. Corro al momento a la plaza »de Estepona, allí pregono mi proscripto nombre, y paga de mi amor será un cadalso delante de tus ventanas.» Se estremeció Rosalía, no leyó más, y borraban sus lágrimas abundantes las letras de aquella carta. Llévala a los labios fríos, la estrecha al seno con ansia, mira al cielo, «Estoy resuelta», dice, y se consterna y calla. Torna al peñón (que parece una colosal fantasma con un turbante de nubes, de nieblas con una faja) la vista otra vez. La extiende por la mar, que, muerta y llana, fundido oro se diría del sol poniente en la fragua. Juzga ver un negro punto que se mueve a gran distancia: Ya se muestra, ya se esconde. ¿Será?... ¡Oh Dios!... ¿Será?... La escasa luz del crepúsculo todo lo confunde, borra y tapa. Con los ojos Rosalía los resplandores, que aún marcan la línea del horizonte, sigue. Una nube la espanta, que por el Sur aparece, oscura y encapotada; y aún más el ver acercarse por allí dos velas blancas, cuyas puntas ilumina del sol, ya puesto, la llama. II - La noche Entró la noche; con ella despertándose fue el viento. Y el mar empezó a moverse con un mugidor estruendo. Las nubes, entapizando el oscuro y alto cielo, la débil luz ocultaban de estrellas y de luceros. No había luna; densas sombras en corto rato envolvieron tierra y mar. De Rosalía ya desfallece el esfuerzo. Arrepentida, asombrada, intenta... No, no hay remedio. Cierra los ojos e inclina la cabeza sobre el pecho. La humedad la hiela toda, corto abrigo es el pañuelo; tiembla de terror su alma, tiembla de frío su cuerpo. Si cualquier rumor la asusta, más sus mismos pensamientos; pues ni uno solo le ocurre de esperanza o de consuelo. Las velas que ha divisado cuando el sol ya estaba puesto, la atormentan, la confunden. Las ha conocido: ¡cielos! Son, sí, las del guardacosta, jabeque armado y velero, terror de los emigrados, de contrabandistas miedo. ¡Infelice Rosalía!... A las ánimas de lejos tocar las campanas oye de la torre de su pueblo. ¡Oh cuánto la sobresaltan aquellos amigos ecos! Parécele que son voces que la nombran. Gran silencio reinó después largo espacio. Las olas, que van creciendo, llegan a besar la peña, de Rosalía los tiernos pies mojan... y no lo advierte: clavada está. Los destellos de la espuma que se rompe, secas algas revolviendo, la deslumbran. De continuo la reventazón inciertos, fugitivos grupos blancos le ofrecen del mar en medio, cual pálidas llamaradas. Ella piensa que los remos y la proa de un esquife las causan... ¡Vanos deseos! Así pasó largas horas, cuando un lampo ve de fuego en alta mar, y en seguida oye al cabo de un momento ¡poumb!... y retumbar en torno como un pavoroso trueno, que se repite y se pierde de aquella costa en los huecos. Ve pronto hacia el lado mismo otros dos o tres pequeños fogonazos; mas no llega el sordo estampido de ellos. Otra roja llamarada... ¡Poumb!, otra vez... ¡Dios!, ¿qué es esto? Repitiéndose perdiose este son como el primero. No hubo más: creció furioso el temporal, y más recio sopló el Sudoeste; las olas de Rosalía el asiento embisten, de agua salobre la bañan; estar más tiempo no puede allí: busca abrigo de la torre entre los restos. La lluvia cae a torrentes, parece que tiembla el suelo; dijérase ser llegada ya la fin del universo. III - La mañana Raya en el remoto Oriente una luz parda y siniestra; a mostrarse en vagas formas ya los objetos empiezan. Espectáculo espantoso ofrece Naturaleza, las olas como montañas, movibles y verdinegras, se combaten, crecen, corren para tragarse la tierra, ya los abismos descubren, ya en las nubes se revientan. Rómpense en las altas rocas alzando salobre niebla, y la playa arriba suben, y luego a su centro ruedan. Con un asordante estruendo: silba el huracán, espesa lluvia el horizonte borra, y lo confunde y lo mezcla. La infelice Rosalía, toda empapada, cubierta con el pañolón mojado que, o bien la ciñe y aprieta, o, agitado por el viento, le azota el rostro y flamea, volando ya desparcidas fuera de él las negras trenzas; falta de aliento, de vida, el alma rota y deshecha, asida de los sillares se aguanta inmóvil y yerta. Aparición de otro mundo, sílfida, a quien maga artera cortó las ligeras alas, la juzgaran si la vieran. Tiende, espantados, los ojos por el caos: nada encuentra que socorro o que consuelo en tal apuro le ofrezca. Descubre que una gran ola, que tronadora se acerca, entre las blancas espumas envuelve una cosa negra: de ella no aparta los ojos, ve que en la playa se estrella, que al huir deja un sombrero rodando sobre la arena. Y una tabla. -Rosalía salta de las ruinas fuera, corre allá, mientras las olas se retiran. No la aterra otra mayor, que se avanza más hinchada, más soberbia. Ve en el madero lavado los restos de sangre fresca... Coge el sombrero... ¡infelice! Lo reconoce... Las fuerzas le faltan, cae, y al momento precipítase sobre ella una salobre montaña, que la playa arriba entra, y rápida retrocede, no dejando nada en ella. Cual si dar tan solo objeto de la borrasca tremenda, lecho nupcial en los mares a dos infelices fuera; a templar su furia ronca los huracanes empiezan; bajan las olas, la lluvia se disminuye, y aun cesa. Rómpese el cielo de plomo, y por pedazos se muestra el azul, que ardientes rayos de claro sol atraviesan. Ya se aclara el horizonte; por el lado de la tierra fórmanlo azules colinas, que aún en parte ocultan nieblas. Una línea verde, obscura, movible, lo forma y cierra del lado del mar, y asoma la claridad detrás de ella. Aunque silba duro el viento, aunque es la resaca recia, orna al mundo la esperanza de prolongar su existencia. En esto una triste madre y un tierno hermanillo llegan, buscando a su Rosalía, a aquella playa funesta. Llenos de lodo, empapados, muertos de cansancio y pena, tienden en redor los ojos, y nada, ¡oh martirio!, encuentran. Al retroceder las aguas, unas femeniles huellas de pie breve reconocen estampadas en la arena... «¡Rosalía!... ¡Rosalía!» gritan y no oyen respuesta. Van a la arruinada torre, y hállanse sobre una piedra un envoltorio deshecho entre fango, espuma y tierra, y un pañuelo rojo y jalde que le sirve de cubierta.