El sombrero de tres picos (1874)/Capítulo VIII
Capítulo VIII: El hombre del sombrero de tres picos
Eran las dos de una tarde de octubre.
El esquilón de la catedral tocaba a vísperas, lo cual equivale a decir que ya habían comido todas las personas principales de la ciudad.
Los canónigos se dirigían al coro, y los seglares a sus alcobas a dormir la siesta, sobre todo aquellos que, por razón de oficio, v. gr., las autoridades, habían pasado la mañana entera trabajando.
Era, pues, muy de extrañar que a aquella hora, impropia además para dar un paseo, pues todavía hacía demasiado calor, saliese de la ciudad, a pie, y seguido de un solo alguacil, el ilustre señor Corregidor de la misma, a quien no podía confundirse con ninguna otra persona, ni de día ni de noche, así por la enormidad de su sombrero de tres picos y por lo vistoso de su capa de grana, como por lo particularísimo de su grotesco donaire...
De la capa de grana y del sombrero de tres picos, son muchas todavía las personas que pudieran hablar con pleno conocimiento de causa. Nosotros entre ellas, lo mismo que todos los nacidos en aquella ciudad en las postrimerías del reinado del señor don Fernando VII, recordamos haber visto colgados de un clavo, único adorno de desmantelada pared, en la ruinosa torre de la casa que habitó Su Señoría (torre destinada a la sazón a los infantiles juegos de sus nietos), aquellas dos anticuadas prendas, aquella capa y aquel sombrero, -el negro sombrero encima, y la roja capa debajo-, formando una especie de espectro del Absolutismo, una especie de sudario del Corregidor, una especie de caricatura retrospectiva de su poder, pintada con carbón y almagre, como tantas otras, por los párvulos constitucionales de la de 1837 que allí nos reuníamos; una especie, en fin, de espanta-pájaros, que en otro tiempo había sido espanta-hombres, y que hoy me da miedo de haber contribuido a escarnecer, paseándolo por aquella histórica ciudad, en días de Carnestolendas, en lo alto de un deshollinador, o sirviendo de disfraz irrisorio al idiota que más hacía reír a la plebe... ¡Pobre principio de autoridad! ¡Así te hemos puesto los mismos que hoy te invocamos tanto!
En cuanto al indicado grotesco donaire del señor Corregidor, consistía (dicen) en que era cargado de espaldas..., todavía más cargado de espaldas que el tío Lucas..., casi jorobado, por decirlo de una vez; de estatura menos que mediana; endeblillo; de mala salud; con las piernas arqueadas y una manera de andar sui generis (balanceándose de un lado a otro y de atrás hacia adelante), que sólo se puede describir con la absurda fórmula de que parecía cojo de los dos pies. En cambio (añade la tradición), su rostro era regular, aunque ya bastante arrugado por la falta absoluta de dientes y muelas; moreno verdoso, como el de casi todos los hijos de las Castillas; con grandes ojos obscuros, en que relampagueaban la cólera, el despotismo y la lujuria; con finas y traviesas facciones, que no tenían la expresión del valor personal, pero sí la de una malicia artera capaz de todo, y con cierto aire de satisfacción, medio aristocrático, medio libertino, que revelaba que aquel hombre habría sido, en su remota juventud, muy agradable y acepto a las mujeres, no obstante sus piernas y su joroba.
D. Eugenio de Zúñiga y Ponce de León (que así se llamaba Su Señoría) había nacido en Madrid, de familia ilustre; frisaría a la sazón en los cincuenta y cinco años, y llevaba cuatro de Corregidor en la ciudad de que tratamos, donde se casó, a poco de llegar, con la principalísima señora que diremos más adelante. Las medias de D. Eugenio (única parte que, además de los zapatos, dejaba ver de su vestido la extensísima capa de grana) eran blancas, y los zapatos negros, con hebilla de oro. Pero luego que el calor del campo lo obligó a desembozarse, vídose que llevaba gran corbata de batista; chupa de sarga de color de tórtola, muy festoneada de ramillos verdes, bordados de realce; calzón corto, negro, de seda; una enorme casaca de la misma estofa que la chupa; espadín con guarnición de acero; bastón con borlas, y un respetable par de guantes (o quirotecas) de gamuza pajiza, que no se ponía nunca y que empuñaba a guisa de cetro.
El alguacil, que seguía veinte pasos de distancia al señor Corregidor, se llamaba Garduña, y era la propia estampa de su nombre. Flaco, agilísimo; mirando adelante y atrás y a derecha e izquierda al propio tiempo que andaba; de largo cuello; de diminuto y repugnante rostro, y con dos manos como dos manojos de disciplinas, parecía juntamente un hurón en busca de criminales, la cuerda que había de atarlos, y el instrumento destinado a su castigo.
El primer corregidor que le echó la vista encima, le dijo sin más informes: «Tú serás mi verdadero alguacil...» Y ya lo había sido de cuatro corregidores. Tenía cuarenta y ocho años, y llevaba sombrero de tres picos, mucho más pequeño que el de su señor (pues repetimos que el de éste era descomunal), capa negra como las medias y todo el traje, bastón sin borlas, y una especie de asador por espada.
Aquel espantajo negro parecía la sombra de su vistoso amo.