El sombrero de tres picos (1874)/Capítulo XI
Capítulo XI: El bombardeo de Pamplona
-Dios te guarde, Frasquita... -dijo el Corregidor a media voz, apareciendo bajo el emparrado y andando de puntillas.
-¡Tanto bueno, señor Corregidor! -respondió ella en voz natural, haciéndole mil reverencias-. ¡Usía por aquí a estas horas! ¡Y con el calor que hace! ¡Vaya, siéntese Su Señoría!... Esto está fresquito. ¿Cómo no ha aguardado Su Señoría a los demás señores? Aquí tienen ya preparados sus asientos... Esta tarde esperamos al señor Obispo en persona, que le ha prometido a mi Lucas venir a probar las primeras uvas de la parra. ¿Y cómo lo pasa Su Señoría? ¿Cómo está la Señora?
El Corregidor se había turbado. La ansiada soledad en que encontraba a la señá Frasquita le parecía un sueño, o un lazo que le tendía la enemiga suerte para hacerle caer en el abismo de un desengaño. Limitose, pues, a contestar:
-No es tan temprano como dices... Serán las tres y media...
El loro dio en aquel momento un chillido.
-Son las dos y cuarto -dijo la navarra, mirando de hito en hito al madrileño.
Éste calló, como reo convicto que renuncia a la defensa.
-¿Y Lucas? ¿Duerme? -preguntó al cabo de un rato.
(Debemos advertir aquí que el Corregidor, lo mismo que todos los que no tienen dientes, hablaba con una pronunciación floja y sibilante, como si se estuviese comiendo sus propios labios.)
-¡De seguro! -contestó la señá Frasquita-. En llegando estas horas se queda dormido donde primero le coge, aunque sea en el borde de un precipicio...
-Pues, mira... ¡déjalo dormir!... -exclamó el viejo Corregidor, poniéndose más pálido de lo que ya era-. Y tú, mi querida Frasquita, escúchame..., oye..., ven acá... ¡Siéntate aquí, a mi lado!... Tengo muchas cosas que decirte...
-Ya estoy sentada -respondió la Molinera, agarrando una silla baja y plantándola delante del Corregidor, a cortísima distancia de la suya.
Sentado que se hubo, Frasquita echó una pierna sobre la otra, inclinó el cuerpo hacia adelante, apoyó un codo sobre la rodilla cabalgadora, y la fresca y hermosa cara en una de sus manos; y así, con la cabeza un poco ladeada, la sonrisa en los labios, los cinco hoyos en actividad, y las serenas pupilas clavadas en el Corregidor, aguardó la declaración de Su Señoría. Hubiera podido comparársela con Pamplona esperando un bombardeo.
El pobre hombre fue a hablar, y se quedó con la boca abierta, embelesado ante aquella grandiosa hermosura, ante aquella esplendidez de gracias, ante aquella formidable mujer, de alabastrino color, de lujosas carnes, de limpia y riente boca, de azules e insondables ojos, que parecía creada por el pincel de Rubens.
-¡Frasquita!... -murmuró al fin el delegado del Rey, con acento desfallecido, mientras que su marchito rostro, cubierto de sudor, destacándose sobre su joroba, expresaba una inmensa angustia-. ¡Frasquita!...
-¡Me llamo! -contestó la hija de los Pirineos-. ¿Y qué?
-Lo que tú quieras... -repuso el viejo con una ternura sin límites.
-Pues lo que yo quiero... -dijo la Molinera-, ya lo sabe Usía. Lo que yo quiero es que Usía nombre secretario del ayuntamiento de la ciudad a un sobrino mío que tengo en Estella..., y que así podrá venirse de aquellas montañas, donde está pasando muchos apuros...
-Te he dicho, Frasquita, que eso es imposible. El secretario actual...
-¡Es un ladrón, un borracho y un bestia!
-Ya lo sé... Pero tiene buenas aldabas entre los regidores perpetuos, y yo no puedo nombrar otro sin acuerdo del cabildo. De lo contrario, me expongo...
-¡Me expongo!... ¡Me expongo!... ¿A qué no nos expondríamos por Vuestra Señoría hasta los gatos de esta casa?
-¿Me querrías a ese precio? -tartamudeó el Corregidor.
-No, señor; que lo quiero a Usía de balde.
-¡Mujer, no me des tratamiento! Háblame de V. o como se te antoje... ¿Conque vas a quererme? Di.
-¿No le digo a V. que lo quiero ya?
-Pero...
-No hay pero que valga. ¡Verá V. qué guapo y qué hombre de bien es mi sobrino!
-¡Tú sí que eres guapa, Frascuela!...
-¿Le gusto a V.?
-¡Que si me gustas!... ¡No hay mujer como tú!
-Pues mire V.... Aquí no hay nada postizo... -contestó la señá Frasquita, acabando de arrollar la manga de su jubón, y mostrando al Corregidor el resto de su brazo, digno de una cariátide y más blanco que una azucena.
-¡Que si me gustas!... -prosiguió el Corregidor-. ¡De día, de noche, a todas horas, en todas partes, sólo pienso en ti!...
-¡Pues, qué! ¿No le gusta a V. la señora Corregidora? -preguntó la señá Frasquita con tan mal fingida compasión, que hubiera hecho reír a un hipocondríaco-. ¡Qué lástima! Mi Lucas me ha dicho que tuvo el gusto de verla y de hablarle cuando fue a componerle a V. el reloj de la alcoba, y que es muy guapa, muy buena y de un trato muy cariñoso.
-¡No tanto! ¡No tanto! -murmuró el Corregidor con cierta amargura.
-En cambio, otros me han dicho -prosiguió la Molinera- que tiene muy mal genio, que es muy celosa y que V. le tiembla más que a una vara verde...
-¡No tanto, mujer!... -repitió don Eugenio de Zúñiga y Ponce de León, poniéndose colorado-. ¡Ni tanto ni tan poco! La Señora tiene sus manías, es cierto...; mas de ello a hacerme temblar, hay mucha diferencia. ¡Yo soy el Corregidor!...
-Pero, en fin, ¿la quiere V., o no la quiere?
-Te diré... Yo la quiero mucho... o, por mejor decir, la quería antes de conocerte. Pero desde que te vi, no sé lo que me pasa, y ella misma conoce que me pasa algo... Bástete saber que hoy... tomarle, por ejemplo, la cara a mi mujer me hace la misma operación que si me la tomara a mí propio... ¡Ya ves, que no puedo quererla más ni sentir menos!... ¡Mientras que por coger esa mano, ese brazo, esa cara, esa cintura, daría lo que no tengo!
Y, hablando así, el Corregidor trató de apoderarse del brazo desnudo que la señá Frasquita le estaba refregando materialmente por los ojos; pero ésta, sin descomponerse, extendió la mano, tocó el pecho de Su Señoría con la pacífica violencia e incontrastable rigidez de la trompa de un elefante, y lo tiró de espaldas con silla y todo.
-¡Ave María Purísima! -exclamó entonces la navarra, riéndose a más no poder-. Por lo visto, esa silla estaba rota...
-¿Qué pasa ahí? -exclamó en esto el tío Lucas, asomando su feo rostro entre los pámpanos de la parra.
El Corregidor estaba todavía en el suelo boca arriba, y miraba con un terror indecible a aquel hombre que aparecía en los aires boca abajo. Hubiérase dicho que Su Señoría era el diablo, vencido, no por San Miguel, sino por otro demonio del Infierno.
-¿Qué ha de pasar? -se apresuró a responder la señá Frasquita-. ¡Que el señor Corregidor puso la silla en vago, fue a mecerse, y se ha caído!...
-¡Jesús, María y José! -exclamó a su vez el Molinero-. ¿Y se ha hecho daño Su Señoría? ¿Quiere un poco de agua y vinagre?
-¡No me he hecho nada! -dijo el Corregidor, levantándose como pudo.
Y luego añadió por lo bajo, pero de modo que pudiera oírlo la señá Frasquita:
-¡Me la pagaréis!
-Pues, en cambio, Su Señoría me ha salvado a mí la vida -repuso el tío Lucas sin moverse de lo alto de la parra-. Figúrate, mujer, que estaba yo aquí sentado contemplando las uvas, cuando me quedé dormido sobre una red de sarmientos y palos que dejaban claros suficientes para que pasase mi cuerpo... Por consiguiente, si la caída de Su Señoría no me hubiese despertado tan a tiempo, esta tarde me habría yo roto la cabeza contra esas piedras.
-Conque sí..., ¿eh?... -replicó el Corregidor-. Pues, ¡vaya, hombre!, me alegro... ¡Te digo que me alegro mucho de haberme caído!
-¡Me la pagarás! -agregó en seguida, dirigiéndose a la Molinera.
Y pronunció estas palabras con tal expresión de reconcentrada furia, que la señá Frasquita se puso triste. Veía claramente que el Corregidor se asustó al principio, creyendo que el Molinero lo había oído todo; pero que, persuadido ya de que no había oído nada (pues la calma y el disimulo del tío Lucas hubieran engañado al más lince), empezaba a abandonarse a toda su iracundia y a concebir planes de venganza.
-¡Vamos! ¡Bájate ya de ahí y ayúdame a limpiar a Su Señoría, que se ha puesto perdido de polvo! -exclamó entonces la Molinera.
Y, mientras el tío Lucas bajaba, díjole ella al Corregidor, dándole golpes con el delantal en la chupa y alguno que otro en las orejas:
-El pobre no ha oído nada... Estaba dormido como un tronco...
Más que estas frases, la circunstancia de haber sido dichas en voz baja, afectando complicidad y secreto, produjo un efecto maravilloso.
-¡Pícara! ¡Proterva! -balbuceó don Eugenio de Zúñiga con la boca hecha un agua, pero gruñendo todavía...
-¿Me guardará Usía rencor? -replicó la navarra zalameramente.
Viendo el Corregidor que la severidad le daba buenos resultados, intentó mirar a la señá Frasquita con mucha rabia; pero se encontró con su tentadora risa y sus divinos ojos, en los cuales brillaba la caricia de una súplica, y, derritiéndosele la gacha en el acto, le dijo con un acento baboso y silbante, en que se descubría más que nunca la ausencia total de dientes y muelas:
-¡De ti depende, amor mío!
En aquel momento se descolgó de la parra el tío Lucas.