El sombrero del padre Abregú
Hace pocos años que semanalmente, en la tarde del sábado y en la mañana del lunes, veíase en el trayecto de San Pedro a la portada de Guadalupe un clérigo de la Congregación de San Felipe Neri, cabalgado en una mansísima mula y cubierta la cabeza con el clásico sombrero de teja. Era el eclesiástico un viejecito enclenque, tanto como la mula que lo sustentaba, y su cargo de capellán de la ermita del Barranco, a una milla del aristocrático Chorrillos, le imponía la obligación de ir a celebrar allí la misa dominical.
Hasta 1835 había el padre Abregú acostumbrado, como todos los sacerdotes cuando viajan, usar un jipijapa más o menos guarapón; pero desde aquel año adoptó el sombrero de teja y la mula tísica para sus excursiones al Barranco. Imagínense ustedes la ridícula figura que haría el santo señor. El lápiz de Pancho Fierro, el espiritual caricaturista limeño, ha inmortalizado la vera efigies del padre filipense.
¿Pero por qué el virtuoso y respetado Abregú cabalgaba con sombrero de teja?
Van ustedes a saberlo.
I
[editar]Cuando el general Salaverry, allá por los años de 1835, se alzó con el santo y la limosna, pasó Lima por conflictos tales que hubo día en que se vio la capital como moro sin señor; y hasta un jefe de montoneros, el negro León, se posesionó del Palacio, se arrellanó en el sillón de los presidentes de la República y, aunque por día y medio, gobernó como cualquier mandarín de piel blanca. Es decir, que dio un puntapié a la Constitución y que hizo alcaldada y media.
Con la mascarilla de partidarios de una causa política, los bandidos ejecutaban mil fechorías y estaban esos caminos intransitables para la gente pacata y honrada. Agustín el Largo, Portocarrero el Corcovado y demás jefes de montoneros eran los hombres de la situación, como hoy se dice. Historias de robos, asesinatos y otros estropicios en despoblado eran la comidilla diaria de la conversación entre los vecinos de la capital, que no se atrevían a salir fuera de murallas sin previo acto de contrición, ya que no oleados y sacramentados.
Un sábado de esos, con poncho de balandrán sobre la sotana y un jipijapa en la cabeza, iba nuestro padre Abregú camino del Barranco, cuando de una encrucijada, fronteriza a Miraflores, salieron doce jinetes armados hasta los dientes, y rodearon al viajero, que montaba un bonito caballo.
-¡Pie a tierra! -le gritó el capitán de aquellos zafios, apuntándole con un trabuco naranjero; y sin esperar nueva intimación, apeose el clérigo.
-Diga usted ¡Viva Orbegoso!
-¡Que viva!-balbuceó el padre y que sea por muchos años.
-¡Bien! Ahora que lo registren.
En un santiamén dos ágiles y prácticas manos le sacaron del bolsillo tres pesos en moneda menuda y un relojillo de plata.
-¡Hombre, está por fusilarlo a usted! -dijo el jefe de la cuadrilla al ver lo exiguo del botín.- Es mucha desvergüenza salir de paseo y no traer encima más que esa miseria.
-Señores, yo soy sacerdote, y un pobre capellán no es un potentado.
-¡Hombre, había usted sido pájaro de cuenta; pero conmigo no vale tener letra menuda! A ver, muchachos, tráiganlo al monte para formarle consejo de guerra.
El capitán de la cuadrilla era un español que había servido en la división de Monet, en la batalla de Ayacucho, y a quien sus compañeros conocían con el apodo del Filosofo (grave y no esdrújulo).
Más muerto que vivo siguió el padre Abregú a los bandidos, que a una señal de su jefe se sentaron formando círculo y poniendo en el centro al prisionero.
-Dígame usted, padre, la verdad purita, porque le va el pellejo si me embauca. ¿Estará Dios en la Hostia que consume un fraile crapuloso?
-Hijo, esos son puntos teológicos que...
-¡Nada!... Conteste usted sin circunloquios. ¿Baja Dios o no baja?
-Yo te diré, hijo, que puede ser que lo haga con un poquito de repugnancia; pero, lo que es bajar, sí baja; no te quede duda.
Riose el capitán de montoneros, y dijo:
-Vaya, padre, veo que no es usted molondro, y medio que empiezo a reconciliarme con usted. Ahora, veamos lo que hay en la alforja.
Una botellita de vino dulce, otra de aguardiente forrada en suela, medio pernil, algunos panes, un cuarterón de queso y otros comestibles fue todo lo que contenía la alforja, y en pocos minutos dieron cuenta de ello los ladrones.
-El caballo no es malejo, aunque podía ser mejor, y con él me quedo.
Ahora, padre, uno de estos guapos lo sacará del monte y lo pondrá en el camino para que siga a pie su viaje.
-¡Alto, hermanito! Soy achacoso, y mal puedo, sin gran fatiga y peligro, hacer la media legua que me falta para llegar al Barranco. Suyo es el caballo; pero le ruego me lo preste, que palabra le empeño de devolvérselo antes de una hora.
-Casi, casi estoy tentado de acceder, por ver si cumple.
-Acceda, hijo, y lo palpará.
-Pues... convenido; y ¡cuenta con engañarme!, porque entonces donde lo pille le clavo una puñalada; que guindarme una sotana es para mí como sorberme un huevo fresco.
Sacado del monte, el padre Abregú cumplió religiosamente el compromiso.
II
[editar]El Barranco por aquellos tiempos apenas se componía de la ermita, alzada para dar culto a la milagrosa efigie aparecida en ese sitio, y unos pocos ranchos de estera habitados por indios. Ni Domeyer ni Bregante habían soñado aún en habitarlo y formar de él un precioso arrabal de Chorrillos.
A media noche, el Filosofo llamaba cautelosamente a la puerta de la ermita, y el capellán no demoró en abrirle.
-Padre, me ha sido usted simpático porque es hombre de palabra. En prueba de ello, le traigo una mulita en cambio de su caballo, y como contraseña para que a distancia lo conozca mi gente, y en vez de incomodarlo lo proteja, le encargo que siempre que venga al Barranco se ponga, su sombrero de teja, que el jipijapa es mucha guaragua para un sacerdote humilde.
-Corriente, hijo, por eso no pelearemos. Ve con Dios y con mi bendición.
Y desde la semana siguiente, el mansísimo padre Abregú se convirtió en el tipo que nos ha legado el lápiz de Pancho Fierro (el Goya peruano), sin que después hubiera habido forma, ni por Dios ni por sus santos, de hacerlo renunciar al sombrero de teja y a la mula flaca.