El tío Cerote
El tío Cerote
El tío Cerote era un zapatero remendón, que siempre andaba a la greña con su mujer, vieja, fea, negra y más seca que las llares del hogar. El marido observó que los sábados desaparecía de la cama antes de media noche, y al amanecer, sin saber cómo, la encontraba a su lado. Para averiguar la causa, se tendió en el banco de la cocina, y se hizo el dormido.
A la hora indicada, la mujer se acercó al marido de puntillas, lo creyó en profundo sueño, y se dió por todo el cuerpo con un ungüento, herencia de sus dignas antepasadas, muy duchas en la magia y demás artes diabólicas.
Enseguida bajaron por la chimenea multitud de viejas horribles, se untaron, y a la primera campanada de las doce salieron todas en tropel, caballeras en escobas, las que no cabían por donde entraron, por las grietas de la casa, gritando desaforadamente:
-«Por encima de rama y hoja, a los campos de Tolosa.»
Picado el remendón de la curiosidad, se untó como ellas, y no habiendo entendido bien lo que voceaban tales vestiglos, dijo:
«Por entre rama y hoja, a los campos de Tolosa.»
Con la velocidad de bala de cañón subió por el de la chimenea, atravesó montes y valles, pasó por zarzas y espinos, y llegó al aquelarre o reunión de brujas, casi desollado.
Comenzaba la danza. Alrededor del demonio en figura de macho cabrío, y a compás de música infernal, bailaban brujas y brujos, cantando:
-«Lunes y martes y miércoles, tres. Jueves y viernes y sábado, seis.»
El sacristán, que en el campanario se preparaba a tocar a misa de alba, oyó la maldita copla, hizo bocina con las manos, y añadió:
-«Y domingo, siete.»
-«Coge la giba, y vete», le replicó furioso a coro el aquelarre, al escuchar el nombre del día consagrado a Dios.
En el acto le nació al monaguillo una joroba que envidiaría un dromedario.
Después de tan brillante fiesta, los brujos y brujas fueron uno a uno besando al cabrón debajo de la cola. Cuando le tocó al zapatero, se la levantó, reconoció tan limpio sitio, y en el mismo, con la lezna, le dio un fuerte pinchazo. El diablo se volvió gravemente, y advirtió al remendón:
«Tío Cerote, otra vez, aféitese el bigote.»
El cabrón, después de tan bello espectáculo, comenzó a leer la constitución que otorgaba a sus fieles súbditos, escrita en un inmenso cartapacio; al ver éste, el zapatero exclamó:
-¡Jesús, María y José, qué libro tan grande!
Las brujas, asustadas de los sagrados nombres, desaparecieron, arrancando el papel. Del tomo en folio sólo quedaron las cubiertas. Desde entonces las constituciones son libros sin hojas.