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El terror de 1824/IX

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IX


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Aquella mañana, cuando D. Benigno estaba aún a dos leguas de la Corte, Sola entraba en su casa después de una breve excursión por las tiendas.

-Querida niña -le dijo D. Patricio suspendiendo el barrido y apoyándose en el palo de la escoba-, Elenita Cordero ha venido a buscarte para que la acompañes un poco. Hoy está sola todo el día.

-¿Y no ha venido nadie más?

-Sí, ha venido también el caballero que estuvo ayer -repuso Sarmiento poniendo ceño de disgusto-. Puede que él crea que yo no le conozco, a pesar de las barbas de capuchino que gasta... Si me parece que le estoy viendo en la sala de armas del castillo... Pero más vale callar... ¡Ah! se me olvidaba decirte que ha dejado un paquete para ti.

-Sí... hoy debía traerle -dijo Sola mirando a todos lados con ansiedad-. ¿En dónde lo ha dejado?

D. Patricio señaló una puerta, por la cual entró Sola corriendo. Fue derecha a tomar un paquete que estaba sobre su cama. Pálida y con los labios secos, le dio vueltas en sus manos temblorosas, buscando la lazada del cordón que lo ataba. La veía, la tocaba sin acertar a deshacerla, de tal modo se había vuelto torpe a causa de su gran emoción.

En el paquete había cartas, muchas cartas; pero Sola buscó entre todas una que debía de ser la principal, y hallada se puso a leerla. Por temor a ser interrumpida, encerrose en la alcoba, y sentándose en un rincón, arrojó todo su espíritu sobre un papel escrito. Allí estuvo largo rato aleteando sobre él, como la mariposa sobre la flor, y tan pronto lloraba como reía según los sentimientos expresados por aquella sombra de un ser vivo a la cual se llama carta. Después miró uno por uno los sobrescritos de las otras, y al hacer esto no mostraba mucho contento, antes bien miedo. Además el paquete contenía una cajita pequeña con dinero en monedas de oro. Contolas una por una y después lo guardó todo cuidadosamente, a excepción de las cartas que no eran para ella. De estas hizo un nuevo paquete que ocultó en su seno.

Púsose la mantilla para salir. D. Patricio vio pintado en el semblante de la joven el gran gozo que la dominaba, y dando el último escobazo, se dirigió a ella sonriendo. Sola se detuvo en la puerta, y mirando a su protegido con expresión de lástima y de bondad, le dijo:

-Abuelo Sarmiento, si yo tuviera que marcharme para Inglaterra, ¿qué harías tú, viejecillo bobo?

Y diciendo esto y sin dejar de mirarle bajó la escalera.

Inmóvil y perplejo D. Patricio, empuñando con su derecha mano el palo de la escoba, y alzando la siniestra hasta la altura de su frente, parecía la estatua erigida para conmemorar la petrificación del hombre.

Solita entró en casa de Cordero. Elena, que corrió a abrirle la puerta, le dijo:

-Hace una hora que te espero... quítate la mantilla... estoy sola con Reyes... Tengo muchas cosas que contarte.

Entraron en la sala. En el centro de ella había una gran mesa llena de puntillas que Elenita cosía unas con otras...

-¿Pero no te quitas la mantilla? -repitió la de Cordero, emprendiendo la obra interrumpida-. Hoy no sales de aquí en todo el día.

-Ahora mismo me voy -replicó Solita dejando escapar el contento por los ojos.

-¡Vaya unas amigas! -dijo Elena manifestando en el tono su tristeza-. ¿A dónde vas ahora? Hay mucho calor.

-Tengo que hacer -repuso la huérfana tocándose el pecho para ver si se le habían perdido las cartas-. Hay cosas que no se pueden dejar para mañana.

-Es verdad -dijo la muñeca poniendo un hilo entre los dientes-. Si yo pudiera dejar esto para la semana que entra lo dejaría... Parece que estás contenta...

-Siempre no hemos de estar tristes.

-¿A dónde fuiste esta mañana?

-A comprar un vestido.

-¿Y ahora a dónde vas?

Sola vaciló un instante, porque era preciso mentir, y su inventiva no era grande.

-A comprar otro -repuso al fin.

-¡Qué lujo!... -exclamó Elena en son de amistosa burla.

-Qué quieres tú... Es posible que tenga que salir de Madrid para ir a...

-¿A dónde? -preguntó la de Cordero con viveza.

-A... otra parte -repuso la huérfana cayendo en la cuenta de que había sido indiscreta-. Todavía no hay nada de cierto.

-De modo que me quedaré sola... Pero muy satisfecha, muy oronda estás hoy.

Sola se echó a reír. Este era el desahogo de un espíritu, a quien la prudencia imponía silencio absoluto. Cuando una alegría tiene en la boca de su cráter una gran piedra de discreción que la tapa y la ahoga, sólo puede calmar su hervor riendo como los chicos y los tontos.

-Tú ríes y yo estoy desesperada -dijo la primorosa muñeca dando una patadita en el suelo y rompiendo de un tirón el hilo que tenía entre los dientes-. Solilla, anoche... si supieras lo que pasó anoche...

-¿Qué?

Este monosílabo lo pronunció Sola distraída y maquinalmente, porque tenía fija toda su atención en sí misma.

-¡Anoche!

-¡Anoche!... -repitió la amiga volviéndose a tocar el pecho para ver si había perdido las cartas.

-Todavía no se me ha quitado el miedo -dijo Elena suspendiendo su obra para que ningún acto perjudicase a la expresión de lo que iba a decir-. Antes ese hombre me era muy antipático; pero ahora... te juro que le aborrezco con toda mi alma.

-¡Pobrecito!... no, no, quiero decir que le está bien merecido... El Sr. Romo no cautivará a ninguna mujer. Sin ser feo, es tal que parece más feo que los que lo son adrede.

-Justamente, has dicho la verdad... El amigo de la casa se empeña en quererme y en que yo le he de querer... ¡Ay! amiga, tú tienes razón en decir que ese hombre es malo... Tiene en la cara una cosa... ¿qué es? Parece que va pasando por delante de él una máscara horrible que le hace sombra en la cara. ¿No es así?

-Así mismo es, así -dijo Sola mirándose en un espejo que frente a ella había y haciendo la observación de que no se encontraba tan poco bonita como antes creyera.

-Pues ve a decirle a mamá que Francisco Romo no es la flor y nata de los caballeros... Todo lo bueno lo hace el Sr. Romo... «Ay, cuándo vendrá el Sr. de Romo para contarle lo que nos pasa!...». «De este apuro nadie más que el Sr. de Romo puede sacarnos...». «Si el Sr. de Romo no nos devuelve a tu padre, tenlo por perdido...». Y dale con el señor de Romo.

-¿Por qué no le cuentas a tu madre lo que te pasa?

-No puedo... de ningún modo -dijo Elenita mostrando en su hermoso rostro perfilado la imagen de la mayor confusión- ¡Ay! ¡pobre de mí qué desgraciada soy! ¡sí, la más desgraciada de todas las mujeres!

Diciendo esto, la figurita de porcelana cayó en una silla y llevó a los ojos, acompañadas de un largo pañuelo, sus dos lindas manos. Alarmada Solita acudió hacia ella y abrazola tiernamente, rogándole que explicase aquellas desgracias tan enormes que abrumaban a la gentil doncella.

-Yo no puedo querer a Romo -afirmó esta sollozando-, porque es muy feo, muy bastote y porque no me gusta... ¿Qué culpa tengo yo de que otro me haya parecido mejor? Dime tú si cualquier mujer a quien le pongan delante a Francisco Romo y a Angelito Seudoquis puede dudar.

-¡Oh! no, de ningún modo. Angelito Seudoquis se ha de llevar la palma.

-Pues está claro -dijo Elena recibiendo gran consuelo con la declaración de su amiga-. El pobre muchacho es muy bueno, de muy noble familia, superior a nosotros, que somos tenderos; es muy honrado, muy caballero, muy fino, muy valiente, según él mismo me ha dicho, y quiere casarse conmigo.

-¿Y por qué no se ha de casar?

-Porque yo soy muy desgraciada... no te rías... la más desgraciada de las mujeres -exclamó la doncella llorando como una Magdalena-, y además porque he sido mala, muy mala y Dios me está castigando.

-¿Qué has hecho?

-Escribí una carta a Angelito -dijo Elena observando atentamente su pañuelo.

-Eso sí que no me lo habías dicho.

-Pensaba decírtelo hoy... Le he escrito dos cartas.

-¿Dos?

-No... me parece que han sido tres... o quizás sean cuatro.

-¿Cuatro?

-La verdad, amiga de mi alma; le ha escrito ya cinco cartas.

-No digas más, porque si sigue la cuenta, va a resultar que le has escrito cincuenta.

-Él pasaba todos los días por aquí... yo sentía sus taconazos con el rechinchín de las espuelas, y me daba mucha lástima... No podía menos de asomarme... un día me mando con Reyes un papelito... En fin, en la última carta que le escribí...

-Eso es, vamos a la última.

-En la última carta le decía muchas boberías... Como él es tan tierno y en las cartas pinta muchos corazones atravesados chorreando sangre...

-¿Tú también le pintaste corazones?

-No... pero le decía que Romo es un animal... porque está celoso de Romo... También le decía que con él (es decir, con Angelito) o con nadie... que me metería monja... que el sepulcro me era más dulce que casarme con otro... En fin, esas cosillas que se dicen...

-¿Y nada más?

-Pero el caso es que la policía ha puesto preso a Angelito ayer por la mañana.

-¡Jesús, mujer!

-Sí -añadió Elena más acongojada-. Le han puesto preso, porque parece que un hermano suyo que estaba emigrado en Inglaterra ha venido para conspirar. Le buscan, y como no pueden encontrarle, han cogido al hermanito... y... y...

Elena soltó un torrente de lágrimas y se deshizo en sollozos.

-¡Y... y le van a ahorcar! -prosiguió con lastimeros ayes.

-No seas tonta, mujer -le dijo Sola, que se había puesto muy pálida-. Y dices que por haber llegado su hermano...

-Sí, un condenado masón que ha venido a armar revoluciones; y como no le han podido coger...

Soledad pasó de la sorpresa a la estupefacción más profunda.

-¡Esos infames polizontes son tan malos!... -añadió la de Cordero-. ¿Qué culpa tiene el pobre Angelito?... Él es liberal, muy liberal; pero se halla decidido, así me lo ha dicho, a no desenvainar su espada contra el Rey... Ya sabes que es cadete. No, no, jamás Angelito atentará a los derechos del Trono... Pues volviendo a ese vil Romo... Ya sabes que él es amigo de los de la policía y de Chaperón.

Sola no oía nada. Estaba absorta y no apartaba su mano del seno. Creía sentir sobre él un peso colosal que la abrumaba.

-Como es amigo de la policía... -añadió Elena-. Ya sabes que registran a todos los presos... Romo encontró en el bolsillo de Angelito la última carta que le escribí... ¿Conoces tú desgracia semejante?

-¿Y qué?

-Que la tiene él... Romo... y me la enseñó anoche... y dice que se la va a enseñar a mamá y a papá cuando venga... y dice que cuando ahorquen a Angelito él le tirará de los pies...

Un nuevo temporal deshecho de lágrimas, ayes y acongojados sollozos interrumpió la narración de la inocente doncella.

-Yo me voy -dijo Sola levantándose bruscamente.

-No digas eso -repuso Elena tirando de la falda de su amiga-. Voy a estar llorando todo el día: acompáñame.

-Después.

-Ahora.

-Tengo que salir -repitió Sola sin mirar a su amiga y oprimiéndose el seno.

-¿Qué llevas ahí? -preguntó Elena tocando también y sintiendo rumor de papeles.

-Nada, nada -repuso la huérfana con turbación.

¡Ah! pícara... las cartas de tu novio... y no me has querido decir quién es... y dices que no tienes ninguno; ¡y te escribe tantos pliegos!... Ahí llevas una resma... No te vayas, por amor de Dios.

Sola se despidió de su amiga con gran desasosiego.

-Parece que se te ha desvanecido la alegría -le dijo la muñeca.

-Adiós.

-Espera un rato.

-Ni un minuto... Voy a ver a una persona...

-¿No me has dicho que a comprar otro vestido?

-Es verdad... volveré pronto. Adiós.