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El tránsito del demonio

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El tránsito del demonio
de Joaquín Díaz Garcés


Clodomiro Pérez es corista varón del Teatro Municipal. Su cara de asno joven se destaca vigorosamente en la escena, y hace el regocijo de las galerías y del elemento joven que concurre a oír la ópera.

Como prisionero númida en el segundo acto de Aida, infundía pavor al mismo Amonasro. Enseguida, se le ascendió por su fealdad y por su buena conducta a sacerdote egipcio, y cuando en el fondo del templo resonaba pavorosa la ronca y tétrica acusación de traidor a la patria, sobre todas las demás se alzaba la voz de Clodomiro Pérez, que en esos momentos creía realmente tener en sus manos la vida de Radamés.

En Fausto, en el coro de las cruces, Mefistófeles, más que por la presencia de ese signo odiado para él, temblaba ante la cara que ponía Clodomiro Pérez, para vencerlo y aterrorizarlo.

Pérez era, indudablemente, el rey de los coristas. Sabía abrir los ojos desmesuradamente, mirar al vecino como para comunicarse la impresión de la romanza cantada por el tenor; mover los brazos desmesuradamente, inclinar la cabeza, en fin, dramatizar a su manera.

Clodomiro era casado con una mujer vieja y sorda, un abocastro tal, que ni siquiera había conseguido figurar en el coro femenino del Municipal, donde son cualidades que se aprecian mucho la fealdad, la vejez y el no tener oídos.

En la noche del miércoles, el pobre Pérez, dejando a su mujer en cama, con una grave enfermedad, se vio obligado a asistir al estreno de Mefistófeles, donde le correspondía el honroso puesto de demonio, para salir con el gran tenedor de tres dientes en el segundo acto, en la escena del infierno.

¡Qué bien se veía Clodomiro, metido bajo su capuchón rojo fuego, con las orejas salidas hacia afuera y como mandadas hacer para servir de receptáculo a tanto golpe de orquesta, los ojos saltados y redondos como si fueran los de un loro, con la razón extraviada, y finalmente, la boca abierta, con una expresión idiota de mula fatigada! Era un demonio real y verdadero, y al divisarlo salir del camarín, una bailarina que no debía andar con la conciencia muy limpia, casi se cayó desmayada y desapareció como un celaje dándose vueltas en las puntas de los pies.

Llegó, por fin, el acto del infierno, y Clodomiro Pérez hizo su aparición en el piño de demonios, saltando sobre los pies y levantando en alto el gran tenedor dorado. Algunos concurrentes de la platea descubrieron con sus anteojos la adorable figura de Pérez, y estuvieron contemplándolo en medio de esa atmósfera roja, hasta que saliendo por un costado, volvía a bajar por la ladera de la montaña del fondo.

Al salir el actor, corrido ya el telón, y cuando todavía no se apagaba el resplandor rojo que bañaba el escenario, un vecino de la casa de Clodomiro le anunció que su mujer estaba agonizando.

Pérez dio un grito, y olvidándose del traje quizá un tanto impropio que llevaba, salió como un loco por la puerta de la calle de San Antonio y echó a correr en dirección a la Alameda.

¡Qué solitaria y triste se encuentra la Alameda pasada la media noche! Los quemadores incandescentes difunden en torno suyo un resplandor pálido que, vacilante y confuso, se pierde en la lejanía, moviendo las sombras y dándoles una extraña animación.

De cuando en cuando parece como brotar de un tronco la oscura silueta de un transeúnte que, a paso de marcha se dirige al domicilio donde alguien lo espera, o donde nadie lo espera.

Allá, de tarde en tarde, un carruaje muestra a lo lejos sus faroles rojos como dos pupilas de borrachos, y golpeando ruidosamente el pavimento se acerca al galope de los caballos.

La ciudad, agitada y alegre en el día, se pone medrosa y sombría a esas altas horas, en que bien podrían salir duendes y penar ánimas.

Eso decía el guardián que, de punto frente a la calle de San Martín, casi se moría de miedo en tal soledad. La campanita sonora y armoniosa del reloj de San Borja, había dado las doce tres cuartos. El guardián bostezó y naturalmente se santiguó la boca con el pulgar, para que por ella no entrara ningún mal espíritu.

De repente fijó la vista a lo lejos, hacia arriba, y creyó divisar un punto oscuro que corría desaforadamente por el fondo de la Alameda. Muy pronto y a la pasada de un farol divisó que era rojo, y que llevaba algo en la mano que brillaba a la luz.

-¡Cáspita! -dijo- cualquiera creería que eso es el diablo en persona. Y volvió a santiguarse.

Pero el bulto crecía, crecía, hasta dejar ver el gran tenedor dorado que llevaba en alto, y el gorro puntiagudo que, rojo como todo su traje, le cubría la cabeza. El guardián corrió como un loco a refugiarse al pie de un farol, sin atinar a llevarse el pito a la boca y pedir auxilio, y desde allí, con los ojos abiertos, veía acercarse a grandes saltos ese demonio color de fuego, que llevaba levantado el tenedor con que indudablemente clavaba a los condenados.

Pérez, olvidado enteramente del traje peculiar que lo cubría, pensó en la necesidad de pasar antes a la botica de turno más cercana, para llevar a su mujer un calmante. Se dirigió, pues, al guardián haciéndole señas con el tenedor; pero con profundo asombro vio que éste, dando un grito, se trepaba por el farol, semejando, a la luz del gas, un murciélago gigantesco que cubría el quemador con sus alas negras.

-¿Qué es esto? -se dijo Clodomiro y como si tal cosa hizo su pregunta de estilo:

-¿Sabe usted dónde está la botica de turno?

Hubo un momento de silencio en que se sentía la respiración agitada del guardián.

El reloj de San Borja dio los cuatro cuartos y enseguida una campanada vibrante y argentina.

Después con voz apagada, temblorosa, el policial dijo:

-Ver ver ga ra es... es... es... qui... qui... na... de de de de... nada más pudo agregar, porque el terror le paralizó la lengua, y Pérez, aburrido, echó a correr de nuevo, creyendo sencillamente que se había encontrado con un guardián ebrio.

De repente, allá en una esquina divisa la ventanilla alumbrada de una pequeña botica, tras cuya puerta dormita seguramente el boticario, reclinado en una silla, después de haber vendido un papelillo de calomelano para un cólico y un frasquito con jarabe de ipecacuana para un niño con tos convulsiva.

De súbito, tres golpes suenan en la puerta. El boticario se incorpora, corre a la puerta, asoma su cabeza por la ventanilla y dando un salto atrás, la cierra de golpe y le pone nerviosamente el aldabón. Ha visto al demonio, lo puede jurar, rojo, alto, con un tenedor en la mano.

El pobre hombre se da golpes de pecho y jura devolver la plata que ha recibido de sus parroquianos por el calomelano falsificado que está vendiendo desde hace tres meses.

En ese instante, solamente, Clodomiro Pérez lo comprende todo. Vestido así, de demonio, no puede entrar a ver a su mujer; es imposible, la mataría. Y como le viene el recuerdo de la pobre que se muere, se acerca a un poste de teléfonos y se pone a llorar amargamente...

Un trasnochador que pasa por allí, con el cuello levantado, el sombrero caído sobre los ojos y las piernas un poco débiles, da un salto de tres metros al ver ese diablo que solloza; emprende después una carrera loca y hasta cree sentir olor a azufre.



Amanece. Comienza a difundirse sobre la Alameda la luz indecisa del alba, y un vientecillo frío baja de la cordillera haciendo dar diente con diente a los guardianes de punto.

Un comisario encuentra a Clodomiro Pérez, y venciendo el primer impulso de temor, se lo lleva a la comisaría arriándolo por delante.

Una cocinera que va al mercado con su canasta de mimbres al brazo, se queda con la boca abierta, inmóvil sobre la vereda, sin saber qué significa ese oficial de policía que va empujando con su caballo a un diablo con cuernos, cola y tenedor en la mano.

El infeliz de Clodomiro Pérez solloza y solloza; y lo sorprende el sol sentado en la comisaría, sobre un piso de junco, con la cabeza baja y apoyada sobre las dos manos asidas al tridente dorado.

Un grupo de muchachos lo rodea a cierta distancia, en silencio, y hasta con respeto.

Es un cuadro original y divertido.

Pero entre tanto, nadie hace desistir al policía de la segunda comisaría de retirarse del puesto de guardián y perder su sueldo, a no ser que lo releven para siempre de hacer la guardia en la noche.