El triunfo de Baltasar

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​El triunfo de Baltasar​ de Emilia Pardo Bazán

Me consta que aquella noche, los Magos se reunieron en consejo. Divididas estaban las opiniones, y dos de los reyes orientales no eran partidarios de que se prolongase tal estado de cosas.

-Es deprimente -exclamaba Gaspar, haciendo que sonasen las láminas de su coselete militar sobre su pecho robusto-. Consideren lo que significa mi personalidad, y díganme si no representa algo contrario a la mentira. Soy un caballero, el que abrió la serie de tantos como combatieron a la felonía y a la traición. Y vengo tolerando secularmente, que me tomen como pretexto de un engaño, del cual son víctimas unas criaturas candorosas. Se las hace creer que yo, y vosotros, también personas serias, entramos en los hogares como ladrones, nocturnamente, por el balcón o la chimenea, a dejar en los zapatuelos de la chiquillería juguetes y nonadas.

-¡Oiga su mercé -interrumpió Melchor, el de la testa lanosa-. Los ladrones, amigo, no dejan na. Se lo llevan toito si pueden.

-Bueno, yo sé lo que digo -gruñó el guerrero-. No entiendo por qué no nos atenemos a la verdad monda y lironda. Sería esto más propio de monarcas, de sabios, de valientes; entiéndalo bien, abuelo Baltasar. Nos han repartido un papel de farsantes. Yo estoy cansado de él.

Baltasar, gravemente, movía la cabeza resplandeciente de blancura, como coronada, más que por la asiática mitra de oro, por la cabellera magnífica, que le bajaba hasta más de los hombros.

-A ti, Gaspar -murmuró-, no te agrada sino lo que cuesta llanto. A mí, al revés: me gusta lo que consuela un poco a la pobre humanidad. Aquel Niño a quien hemos adorado un día en un portal tan pobre, para consolar vino... Si todos fuesen como tú, Gaspar, a cada paso gemiría más la estirpe de Adán el Rojo, primer hombre que apareció en la superficie del planeta.

-Tú eres muy sabidor, Baltasar -murmuró respetuosamente el Batallador-. Noche y día estás inclinado sobre tus libros, o manejando los instrumentos con los cuales escrutas las estrellas. En tu retiro enciendes un horno, y fundes toda clase de metales, para descubrir el secreto de cómo pueden transformarse unos en otros, y probar que proceden todos de una misma primitiva materia. ¿Para qué investigas tanto, Baltasar?

-Eso é. ¿A qué revuelve su mercé tanto?, secundó el Negro.

-No parece sino que lo ignoráis, exclamó el viejo. Para encontrar la verdad.

-Y entonces -redarguyó Gaspar-, ¿cómo quieres que faltemos descaradamente a ella, cometiendo una acción inmoral, manteniendo un embuste continuo?

-¿Inmoral?, preguntó Baltasar con sorpresa.

-Inmoral, sí, señor, porque es sostener una falsedad de las más absurdas. Vamos, no parece sino que aquí no estamos todos en el secreto. ¿Qué juguetes damos a los chicos? Son las mamás, son los papás, son los padrinos, son los abuelitos chochos quienes reparten las sorpresas y las dádivas. ¡Difundir el engaño, nosotros, que estamos en los altares!

-¡Vaya, vaya! -musitó el anciano, en tono de desprecio indulgente-. No habéis aprendido a discernir los engaños. ¿No os acordáis cómo engañamos al cruel Herodes, regresando a nuestras patrias por caminos ocultos, para que no supiese dónde estaba el Portal misterioso? Hay engaños de belleza, de bondad, de compasión profunda hacia los males del hombre, y uno de ellos, el que nos ha cabido en suerte ejercitar. Cuando esta Noche vayamos a adorar al Niño, a poner ante su lecho de paja nuestra ofrenda, preguntadle si hacemos bien en disminuir la dosis de contento que por esa leve superchería disfrutan tantas criaturas.

-Pues a lo menos -objetó Gaspar-, substituyamos la falsedad con una realidad sencilla. Demos en persona, obsequios a los nenes. Somos opulentos: yo he dominado tierras espléndidas; Baltasar esconde fantásticos tesoros; Melchor reina en el país donde se recogen las perlas a espuertas y las plumas y el oro a montones. Por una vez, al menos, hagamos las cosas como corresponde a grandes príncipes y señores que somos. Regalemos de veras, y no juguetería de bazar. Transformemos en verdad la mentira consagrada. Pareció bien la propuesta a los Reyes. Les halagaba aparecer, ante sus infantiles protegidos, como fastuosos protectores. Ahora verían lo que son los magos de Oriente. Y a toda prisa buscaron los objetos que debían repartir. A lomo de camellos, desdeñando el tren y sus industrialismos, despacharon hacia la corte de las Españas la carga preciosa. Fardos y fardos fueron descargados precipitadamente en sitio seguro, evitando que el Gobierno, solícito siempre, los requisase. Y la noche que precede a la Epifanía, los Reyes comenzaron su tarea de distribuir valiosos presentes a los chicos. Haciéndose invisibles por las mágicas artes de Baltasar, entraron en palacios y casuchos, alborozados con suponer que escucharían bendiciones, que los niños tendrían frases de simpatía calurosa para los Magos. Los pequeños, generalmente, fingían dormir, acurrucados en sus camitas; pero, en realidad, estaban ojo avizor y oído alerta, sofocando las ganas de reír y de cruzar comentarios y dichetes graciosos. Al notar que alguien andaba en la habitación, que alguien se acercaba a sus lechos, unos daban luz a la bombilla del enchufe; otros se tapaban mejor, palpitantes. Y los Reyes percibían un gorjeo confuso, entrecortado de exclamaciones, y luego, frases relativas a la dádiva que empezaban a admirar.

-¡Mira, Lulú, qué preciosidad de broche me regala mamá este año!

-¡Huy! ¡Pues lo mío! ¡No te digo nada! ¡Un cinturón de oro, con piedras azules, y todo hecho de escamitas!

-¡Anda un collar de perlas!

-Oye, Fifino, ¿no preferirías tú un polichinela?

Fifino reflexionó un momento. -Un polichinela, no. Un aeroplano, sí que me gustaría. Y uno de esos tanques, ¿sabes? Como el que vimos en la embajada inglesa, en el cinematógrafo. Ahora lo hay en los refrescos...

-¿Sabéis lo que ha pasado? -gritó un rubiote de cinco años, en tono de asombro-. El abuelo, para chasquearme, ¿sabéis lo que ha discurrido? Se ha disfrazado de rey negro para dejarme este cuchillo tan mono... Y enseñaba un puñal árabe incrustado de turquesas y corales, y todo bordado en filigrana de plata.

-¡Soñaste!, fallaron los hermanillos.

-No soñé, no soñé. ¡Ea! -afirmó casi llorimiqueando el rubio-. ¡Le he visto, le he visto! Venía todo tiznado; ¡como si yo no le hubiese de conocer!

Melchor, que atendía, abrió como ventanas los grandes ojos de blanquísima córnea. ¡Había querido aparecerse en su verdadera figura, sólo un instante, para gozar de la sorpresa de los chicos, y he aquí que le confundían con el abuelito, embadurnado de hollín!

-Pero, ¡serán tontos nuestros papás! -declaró Fifino-. Cada año nos embocan que los regalos vienen de Oriente... ¡Hay que ver! Ni que nos chupásemos el dedo. Lo que es a mí no me la pegan.

-¡Ni a mí!

-Hijas -saltó una morenita despabilada-, está bien que papás no nos la peguen; pero no se lo digáis, porque si no, el año que viene, tal día como hoy, nos darán..., memorias a la familia. También nos hacen demasiado simples. Mira tú si vamos a creernos que unos reyes, de tan lejísimos se molestan por nosotros... ¡y con el frío que hace! Y también por Chancho, el chico del zapatero... ¡figúrate!

-Es lo que yo digo siempre... -aprobó Fifino, caluroso-. ¡Pero no quitarles a papás la ilusión de engañarnos: y a engañarlos nosotros!

Atónitos, aturdidos, escuchaban dos de los Magos la conversación infantil. ¿De modo qué...?

-¡Venerable Baltasar! ¡Tenías razón! -prorrumpieron el Negro y el Guerrero-. Nos inclinamos ante tu sabiduría. ¡Éramos unos bobos!

-Naturalmente sonrió, dentro de su ondulosa barba argentada, el Anciano.