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El triunfo de la Filosofía

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Poesías sueltas
de José Zorrilla
El triunfo de la Filosofía

El triunfo de la filosofía

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(A la clase metafísica)

¡Dulce recreo mío!
¿Puede por fin mi lira venturosa
ensalzar tu grandeza y poderío?
¿Puede sonar mi voz en tu alabanza,
Filosofía hermosa?

Lució por fin el anhelado día
de alabar tu belleza
y al monstruo confundir que pretendía
encubrir su fealdad con tu ropaje,
y tomando tu enérgico lenguaje
de sombras rodear al ser humano
cerrándole el Empíreo soberano.

¡Dichosa edad aquella en que habitaba
ocultas soledades
el sabio, y por su mano cultivaba
sus cortas propiedades!

Los arcanos del orbe escudriñaba;
en medio de sus flores,
junto al manso arroyuelo,
olvidaba sus penas y dolores;
enajenado, absorto, el alto cielo
contemplaba de estrellas tachonado,
el denso velo de la noche oscura,
el manto nacarado
de la brillante Luna, la Natura
de mágica belleza revestida,
y mil y mil loores tributaba
a el Hacedor que el Orbe conservaba.

Su mente sumergida
en este delicioso pensamiento
olvidaba la vida;
mirando al firmamento
en éxtasis dulcísimo arrobado,
de celestial contento
se sentía su espíritu colmado.

Otro, inspirado de su ardiente celo,
en medio de las plazas declamaba
contra el viento insolente:
inspiraba el temor del alto cielo,
y al dolo consternaba
su honor mostrando a la obcecada gente,
y al malvado sus crímenes mostrando
sobre su mismo trono
temblar tal vez le hacía
despreciando su encono.

Y ¿quién tanta osadía,
quién tal valor le daba?
Tú sola, oh celestial Filosofía,
que con tu escudo fuerte
su corazón cubrías
y aliento le infundías
para mirar impávido la muerte.

Mas vino un tiempo ¡tiempo de quebranto!,
tiempo infeliz en que gimiera el sabio
por verte profanada.
Cuando triunfante el engañoso labio
del sofista traidor, viste afeada
tu beldad soberana, acerbo llanto
entonces derramaron cuantos vieron
tu desgracia, infeliz Filosofía,
y más cuando advirtieron
alzarse la impiedad con ufanía
y su flébil aliento
obcecar el humano entendimiento;
aherrojó el monstruo inmundo en sus cadenas
los viles corazones,
y con palabras de ponzoña llenas
deificó la razón. ¡Ay! las naciones
que escucharon su lengua seductora,
su divinal origen olvidaron,
en lóbregas tinieblas se abismaron,
y ciegas y más ciegas mientras tanto
que entre males sin número gemían,
adorando al autor de su quebranto
entre sí con orgullo se aplaudían.

Como funesta llama
que el pastor encendiera descuidado,
con el soplo del Bóreas irritado
por el antiguo bosque se derrama,
y convierte en pavesas
las blondas olas y las ramas gruesas,
do llegó la impiedad, en todas partes
desmayaron al punto ciencia y artes.

Las deidades de Olimpo, los sagrados
númenes del Parnaso,
dejaron sus cantares regalados;
alígero el Pegaso
abandonó su fuente, y las estrellas
y el astro luminoso
del día presuroso
dejaron despertar sus luces bellas.
¡Tú blasfemar del ser Omnípotente!
¡Tú negar de su brazo el poderío!
¡Calumnia atroz! Cuando la humana gente,
de sombras por doquiera rodeada,
sin ventura gimió; cuando el impío
feroz politeísimo la oprimía,
y la humana razón triste, ofuscada,
su homenaje rindió a la Idolatría,
¿qué otra voz que la tuya declamaba
contra tan torpe error? ¿Quién afeaba
a la idólatra Grecia sus delirios,
sino el sabio inmortal, que en tus misterios
aprendió a despreciar letras e imperios,
y a la superstición rasgando el velo
supo hallar el Dios único que rige
según su voluntad la tierra y cielo?
Yo le vi, yo le vi cuando su labio
clamaba por las plazas y las calles
del Supremo Hacedor en desagravio;
y cuando, ciega en su espantoso engaño
la multitud sedienta de venganza,
sacóle con furor el más extraño
de su modesta estanza
para llevarle por el ancho foro
sin piedad, sin decoro,
a la oscura prisión. Allí la muerte
esperaba por premio su alma fuerte.
¡Y un sabio se asesina! Llanto, pena,
dolores, aflicción, no bastaría
a sentir un castigo tan injusto.

Los jueces, los ancianos,
sus enemigos, con semblante adusto
a las gradas marmóreas subían.
¡Oh consejo de tigres inhumanos
por la vil ignorancia reunidos!
Los lúgubres gemidos
de sus tiernos discípulos se oían;
un susurro espantoso resonaba
por aquellas mansiones de quebranto;
pero el sabio entretanto
destinado a morir, se presentaba
más que nunca sereno.
¡Tan cierto es que el bueno
desprecia con valor los más potentes
y más grandes peligros! Asombraba
a Sócrates mirar entre la dura
mofa del populacho, y siempre lleno
de majestad y de sin par dulzura.

Grita el pueblo irritado
al ver el gran valor con que sufría:
sólo se escucha el eco malhadado
que insano repetía
su furor insolente y fascinado;
el pueblo tan amado
que en otro tiempo fascinado había
el mismo sabio con la luz radiante
de la bella inmortal Filosofía.
A las aves nocturnas semejante
que no pueden sufrir la ley del día
y de inútil furor se vuelven llenas
contra el astro brillante,
así se vuelve la impotente Atenas
contra la ciencia que dañar no es dado.
¡Qué situación tan triste y degradante
la del mortal por la pasión cegado!
El verdugo inhumano
con corazón cobarde le presenta
el puñal y el veneno. ¡Cruel afrenta!
¿Qué es lo que intenta tu homicida mano?
Atiende, reflexiona, no derrames
una sangre inocente; del Eterno
la venganza no llames;
mas no hay remedio, no; está decretado.
Víctima de las furias del Averno,
con reposo aparente
el pueblo lo presencia; el inocente
filósofo con mano generosa
el veneno mortal toma sin miedo,
y defendiendo la verdad hermosa
en el tormento permanece ledo.

El verdugo temblaba
y el sabio, más sereno en el suplicio
cuanto más abatido aún enseñaba
cuál era su virtud, cuál su inocencia,
y a par vituperaba
de Venus y de Jove el sacrificio.

Ya se acerca a los labios, ¡justo cielo!,
la bebida mortífera; el aliento
ya cesa de animarle; un denso velo
ofusca el ilustrado entendimiento;
las fuerzas le abandonan; a Natura
cede el tributo de la muerte dura.

La ignorancia, creyéndose triunfante,
iba a elevar el estandarte horrendo.
¡Monstruo! ¿Acaso ignorabas
que había un Dios tremendo
a quien ingrato entonces ultrajabas?
Cuando el crimen estaba cometido,
a vista del cadáver moribundo
el pueblo envilecido
reconoce su error; el más profundo
funesto sentimiento
de su alma arrepentida se apodera
y la memoria atento
de tan grande filósofo venera.

Del monstruo entonce el rencoroso pecho
en ira se enardece,
y viéndose vencido, el duro lecho
torna a ocupar, que en el oscuro Averno
su delito merece
y le impuso la mano del Eterno.
¡Mártir de la Verdad! ¡Víctima hermosa
del ciego gentilismo!
Rompe, rompe la tumba silenciosa
y ven a desmentir el ateísmo.
Y di que por jamás ha fomentado
la bella divinal Filosofía,
por jamás, el error: que inútilmente
en nombre suyo guerrear porfía
contra el Criador excelso Omnipotente.

Antes ella aspiró con fuerte mano
a derrocar los vergonzosos templos
de la torpe infernal idolatría
y a inspirar en lugar de un culto insano
que del vicio aumentaba los ejemplos,
el culto de una esencia toda pura
pronta a llenar al hombre de ventura.