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El trovador (José María de Pereda)

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 Ya del rubicundo Febo
 las relumbrantes guedejas
 sus destellos apagaron
 tras de las peladas selvas.
 Cueto, el ilustre lugar,
 confín de la noble Iberia,
 el de las sensibles Hadas
 y retozonas Napeas;
 patria de grandes varones,
 cuna de tamañas hembras;
 Cueto, en fin, que no hay más que él,
 ni caben más en la tierra,
 duerme el sueño de los justos
 entre escajos y tinieblas.
 Nada turba su reposo,
 nada su quietud altera;
 ni un perro que ladre inquieto;
 ni un cencerro que se mueva;
 ni una vaca que, bramando,
 pida su ración de yerba;
 ni un suspiro, ni un lamento,
 ni una risa, ni una queja.

 De repente, y sin preludios,
 rasgando la bruma densa,
 un relincho se elevó
 hasta la celeste esfera,
 retumbando en las colinas
 cual la lúgubre trompeta
 llamando a juicio final
 al desquiciarse la tierra;
 y poco tiempo después,
 entre las zarzas espesas,
 viose aparecer un hombre
 hacia el fin de una calleja,
 avanzando a grandes pasos,
 que marcaba con presteza,
 sobre los duros morrillos,
 el son de su almadreñas.
 Saltó en seguido un vallado,
 subió de un prado la cuesta,
 y en una casa fijóse
 de pobre y ruda apariencia.
 Entró luego en el corral
 sin aprensión ni cautela;
 y echando hacia atrás los codos
 y hacia delante la jeta,
 otro relincho lanzó
 mejor que la vez primera.
 Tosió dos veces seguidas,
 separó sus largas piernas,
 cargóse sobre el garrote,
 echó el sombrero a la izquierda;
 y abriendo de boca un palmo,
 fija la vista en la puerta,
 cantó con voz infinita
 estas sentidas

ENDECHAS


 «En el corral de tu casa
 estoy, para lo que mandes,
 a las once de la noche
 con un frío que me parte.

 Si acaso no estás dormida
 y escuchas estos cantares,
 deja rodar una lágrima
 de tus ojos, cuando acabe.

 En el día de San Juan
 hará tres años cabales
 que nos dimos la palabra
 estando Lucu delante...

 ¡Mala cólera me lleve
 si pensé, Nela, engañarte,
 ni en que me salieras luego
 con que no quiere tu padre!
    
 ¡La culpa me tengo yo,
 burro, animal y salvaje,
 que te tengo tanto amor
 que en el cuero no me cabe!
 
 Yo no duermo ni sosiego
 una noche ni un instante,
 ni tengo salú completa
 pensando en ti y en tu padre.

 Porque él me tiene la culpa,
 y de aquí no hay quien me saque;
 y él también tiene que ser
 el que dé conmigo al traste.

 Ya la borona no me entra,
 y el pan no me satisface,
 ni me llenan las patatas,
 ni me paran los bisanes.

 Ni se me abre el apetito
 con vino blanco y panales,
 ni aunque me dieran a pienso
 garbanzos y chocolate.

 No voy el domingo al corro
 si tú no estás en el baile,
 ni me pongo otra camisa
 que la que tú me bordeastes.

 A escuras vivo de día
 llorando a moco colgante,
 hasta que llega la noche
 y aquí me vengo a cantarte.

 Así ya se van pasando
 tres años, Nela, cabales,
 y así pasaré la vida
 como de mí no te apiades.

 ¡Mira que no puedo más
 con estos pícaros males
 que amores llaman las gentes
 y yo llamo... barrabases!

 ¡Mira que ya de penar
 tengo el pecho tan inflante,
 que parece el corazón
 un puchero de los grandes!

 Yo bien quisiera, Neluca,
 darlo todo al desbarate
 antes que pasar la vida
 rodando por los bardales:

 Pero si tú no te arrojas,
 como no puedo olvidarte,
 no me queda más remedio
 que algún rayo que me aplane.»
 
 Calló la voz, y al momento,
 con misteriosa prudencia,
 un ventanillo se abrió
 en el fondo de la puerta.

 ¡Nela!-¡Colás!... ¡no seas bruto!
 -¿En qué te he ofendido, Nela?
 -Ya te he dicho que no cantes,

 Colás... ¡no me comprometas!
 ¡Mira que cada cantar
 una paliza me cuesta!

 -¡Una paliza, mi bien!
 ¿Y quién rayos te la pega?
 ¡Dímelo, Nela, por Dios;
 por Dios me lo dice, Nela!

 -¡Pégame, Colás, mi padre!;
 mi padre, Colás, me pega!
 -Entonces... -Entonces ¿qué?
 -Entonces, nada, pacencia...

 y no me olvides, por Dios,
 aunque a puro darte leña
 se te queden las costillas
 como una banasta vieja.

 -¡Es que ya no puedo más!
 -No importa, puede o revienta;
 que, al fin y al cabo, ha de ser...
 Dame de amor otra prenda.

 -Toma una liga, Colás:
 bien caliente te la llevas...
 Dijo, y le entregó un esparto
 que él se guardó en la chaqueta.

 -Ahora, por esa ventana echa los morros afuera.
 -¿Para qué?-Pa lo que sabes...
 -No seas bárbaro. -¡Anda, Nela!

 -Ahora, vete. -No me voy.
 -Quiero que te largues, ¡ea!
 -¡Mira que entoavía es trempano!
 -Pues si no quieres, lo dejas.
 Y le dio con la ventana
 en la mismísima jeta.

 -Ascucha, Nela, otro poco...
 ¡no te me encultes!... ¡aspera!
 gritaba el pobre Colás
 dando golpes en la puerta.

 -Nada más que un poquitín,
 ¡cinco menutos siquiera!

 Y a la misma cerradura
 pegaba el pobre la oreja,
 para escuchar si volvía
 la su idolatrada Nela.

 Un largo rato pasó
 exhalando amargas quejas,
 llamando en todos los tonos
 y sacudiendo la puerta;
 pero fue tiempo perdido,
 porque ya roncaba Nela.

 Entonces, desesperado,
 maldijo su suerte perra,
 calóse más el sombrero,
 abrochóse la chaqueta,
 y, requiriendo el garrote,
 salió del corral afuera.
 Echó por el prado abajo,
 torció luego a la derecha,
 un seto saltó después;
 y, al entrar en la calleja,
 antes que los matorrales
 por completo le cubrieran,
 otro relincho lanzó
 volviendo atrás la cabeza.
 Después siguió su camino;
 internóse en la calleja,
 y se apagó entre el ramaje
 el son de sus almadreñas.