El tulipán negro/Capítulo X
Aquella misma tarde, cuando traía la pitanza del prisionero, Gryphus, al abrir la puerta de la prisión, resbaló en el húmedo enlosado y trastabilló intentando sostenerse. Pero, apoyando la mano en falso, se rompió el brazo por encima de la muñeca.
Cornelius hizo un movimiento hacia el carcelero.
-No es nada -dijo Gryphus no dándose cuenta de la gravedad del accidente-. No os mováis.
Y quiso levantarse apoyándose sobre su brazo, pero el hueso se le dobló; solamente entonces sintió Gryphus el dolor y lanzó un grito.
Comprendió que tenía el brazo roto, y este hombre tan duro para los demás cayó desmayado sobre el umbral de la puerta, donde se quedó inerte y frío, parecido a un muerto.
Durante ese tiempo, la puerta de la prisión había permanecido abierta, y Cornelius se hallaba casi libre.
Pero no se le ocurrió la idea de aprovecharse de este accidente; había visto la forma en que el brazo se había doblado y el ruido que había hecho; sabía que existía fractura y dolor; no pensó en otra cosa que en socorrer al herido, por mal intencionado que le hubiera parecido en la única entrevista que había tenido con él. Al ruido que Gryphus hizo al caer, al gemido que había dejado escapar, se oyó un paso precipitado en la escalera, y a la aparición que siguió inmediatamente al rumor de ese paso, Cornelius profirió un pequeño grito al que respondió el grito agudo de una joven.
La que había respondido al grito lanzado por Cornelius era la bella frisona, que viendo a su padre tendido en el suelo y al prisionero inclinado sobre él, creyó al principio que Gryphus, cuya brutalidad conocía, había caído a continuación de una lucha sostenida entre aquél y su padre. Cornelius comprendió lo que ocurría en el corazón de la joven en el mismo momento en que la sospecha entraba en la mente de aquélla.
Pero traída por la primera ojeada a la verdad, y avergonzada por lo que había llegado a pensar, levantó hacia el joven sus bellos ojos húmedos, diciendo:
-Perdón y gracias, señor. Perdón por lo que había pensado, y gracias por lo que vos hacéis. Cornelius enrojeció.
-No hago más que cumplir con mi deber de cristiano -contestó-, al socorrer a mi semejante.
-Sí, y al socorrerlo esta tarde, habéis olvidado las injurias que os dirigió esta mañana. Señor, esto es más que humanidad, es más que cristianismo.
Cornelius alzó la mirada hacia la bella niña, completamente asombrado por haber oído salir de la boca de una hija del pueblo una palabra a la vez tan noble y tan compasiva.
Pero no tuvo tiempo de testimoniarle su sorpresa. Gryphus, recobrado de su desmayo, abrió los ojos, y su acostumbrada brutalidad le volvió con la vida:
-¡Ah! Ved lo que ocurre -dijo-. Se da uno prisa en traer la cena, me caigo al apresurarme, al caer me rompo el brazo, y vos me dejáis aquí sobre los ladrillos.
-Silencio, padre mío -intervino Rosa-. Sois injusto con este joven, al que he hallado ocupado en socorreros.
-¡Él! -exclamó Gryphus con aire de duda.
-Es verdad, señor, y estoy dispuesto a socorreros más.
-¿Vos? -dijo Gryphus-. ¿Sois, pues, médico?
-Ésa es mi carrera primitiva -contestó el prisionero.
-¿De forma que podríais componerme el brazo?
-Perfectamente.
-¿Y qué necesitáis para ello, veamos?
-Dos cuñas de madera y unas tiras de tela.
-Ya oyes, Rosa -comentó Gryphus-. El prisionero va a arreglarme el brazo; esto es una economía; vamos, ayúdame a levantarme, parezco de plomo.
Rosa presentó su hombro al herido; éste rodeó el cuello de la joven con su brazo intacto, y haciendo un esfuerzo, se puso de pie, mientras Cornelius, para ahorrarle camino, empujaba hacia él un sillón. Gryphus se sentó y luego, volviéndose hacia su hija dijo:
-¡Y bien! ¿No has oído? Ve a buscar lo que se te pide.
Rosa descendió y regresó un instante después con dos duelas de barril y una gran venda de tela. Cornelius había empleado aquel tiempo en quitar la chaqueta al carcelero y en subirle las mangas.
-¿Esto es lo que deseáis, señor? -preguntó Rosa.
-Sí, señorita -asintió Cornelius posando los ojos sobre los objetos traídos-. Sí, eso es. Ahora, acercad esta mesa mientras sostengo el brazo de vuestro padre.
Rosa empujó la mesa. Cornelius colocó el brazo roto encima, a fin de que se hallara plano, y con una habilidad perfecta, reajustó la fractura, adaptó la cuña y apretó las vendas.
Con el último alfiler, el carcelero se desmayó por segunda vez.
-Id a buscar vinagre, señorita -pidió Cornelius-, le frotaremos las sienes y volverá en sí.
Pero en lugar de cumplir la prescripción que le había hecho, Rosa, después de asegurarse de que su padre se hallaba realmente sin conocimiento, avanzó hacia Cornelius.
-Señor -dijo-, servicio por servicio.
-¿Es decir, mi bella niña? -preguntó Cornelius.
-Es decir, señor, que el juez que debe interrogaros mañana ha venido a informarse hoy de la celda en la que os hallábais; que le han dicho que ocupábais la del señor Corneille de Witt, y que a esa respuesta, se ha reído de una forma tan siniestra que me hace creer que no os espera nada bueno.
-Pero -preguntó Cornelius-, ¿qué pueden hacerme?
-¿Véis desde aquí ese patíbulo?
-Pero yo no soy culpable en absoluto -replicó Cornelius.
-¿Lo eran ellos, los que están allá abajo, colgados, mutilados, desgarrados?
-Es verdad -dijo Cornelius entristeciéndose.
-Por otra parte -continuo Rosa- la opinión pública quiere que seáis culpable. Pero en fin, culpable o no, vuestro proceso comenzará mañana, pasado mañana seréis condenado: las cosas van de prisa en los tiempos que corren.
-¡Y bien! ¿Qué opináis de todo esto, señorita?
-Opino que yo estoy sola, que soy débil, que mi padre está desmayado, que el perro tiene el bozal puesto, que nada, por consiguiente, os impide salvaros. Salvaos, pues, esto es lo que opino.
-¿Qué decís?
-Digo que no he podido salvar a los señores Corneille y Jean de Witt, por desgracia, y que me gustaría salvaros a vos. Solo que, actuad de prisa, mirad cómo respira ya mi padre, dentro de un minuto tal vez abrirá los ojos, y entonces será ya demasiado tarde. ¿Dudáis?
En efecto, Cornelius permanecía inmóvil, contemplando a Rosa, pero como si la mirara sin oírla.
-¿No comprendéis? -insistió la joven impaciente.
-Sí, claro que comprendo -contestó Cornelius-. Pero...
-¿Pero...?
-Rehúso. Os acusarían.
-¿Qué importa? -dijo Rosa ruborizándose.
-Gracias, niña -replicó Cornelius-, pero me quedo.
-¡Os quedáis! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No habéis comprendido, pues, que seréis condenado... condenado a muerte, ejecutado sobre un patíbulo y tal vez asesinado, destrozado como han asesinado y destrozado al señor Jean y al señor Corneille! En nombre del cielo, no os ocupéis de mí y huid de esta celda en que os halláis. Tened cuidado, trae la desgracia a los De Witt.
-¡Eh! -exclamó el carcelero despertándose-. ¿Quién habla de esos bribones, de esos miserables, de esos criminales De Witt?
-No os importa, buen hombre -dijo Cornelius con su dulce sonrisa-. Lo peor que hay para las fracturas es calentarse la sangre -luego, por lo bajo, dijo a Rosa-: Niña mía, yo soy inocente, esperaré a mis jueces con la tranquilidad y la calma de un inocente.
-Silencio -advirtió Rosa.
-Silencio, ¿y por qué?
-Es preciso que mi padre no sospeche que hemos conversado.
-¿Qué mal habría?
-¿Qué mal habría...? Me impediría volver aquí para siempre -explicó la joven.
Cornelius recibió esta inocente confidencia con una sonrisa, le parecía que un poco de felicidad lucía en su infortunio.
-¡Y bien! ¿Qué masculláis los dos ahí? -dijo Gryphus levantándose y sosteniendo su brazo derecho con el brazo izquierdo.
-Nada -respondió Rosa-. El señor me prescribe el régimen que habéis de seguir.
-¡El régimen que debo seguir! ¡El régimen que debo seguir! ¡Vos también, vos también tenéis uno que seguir, bonita!
-¿Cuál, padre mío?
-No venir a la celda de los prisioneros, o, al menos, salir lo más aprisa posible; ¡caminad, pues, delante de mí, y ligerita!
Rosa y Cornelius intercambiaron una mirada.
La de Rosa quería decir: «Ya veis.»
La de Cornelius significaba: «¡Que sea lo que el Señor quiera!»