El valor de las mujeres/Acto III

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​El valor de las mujeres​ de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

Salen LUCINDO y FINEO, con bastones de generales, cajas y soldados.
FINEO:

  Prósperamente camina
la razón, de honor armada.

LUCINDO:

La condición más airada
del mar, sus montes le inclina.

FINEO:

  Pierde su ferocidad
en estas venganzas solas,
porque sus gigantes olas
se humillen a la verdad.

LUCINDO:

  Mucho te debe mi hermano,
¡oh, generoso Fineo!

FINEO:

Aunque en libralle me empleo,
también de mi parte gano.
  Desde que te descubrí
quién era, Lucindo, sabes
mi pecho, y cosas más graves
osara fiar de ti.
  Pretendo que Otavia sea
su mujer, porque me aguarda
la ventura de Lisarda,
si él en Otavia se emplea.
  Un embajador envío
a conquistar su rigor,
que obligarla con mi amor
constantemente porfío.
  Deseo dar libertad
al Conde, y verle casado,
por estar asegurado
de mi ciega voluntad.
  Hice esta gente que ves,
con que la tuya acompaño.

LUCINDO:

Yo no te tratara engaño
por todo humano interés.
  Libra al Conde, y está cierto,
que será de Otavia esposo.

FINEO:

Alberto viene furioso
a defendernos el puerto.

LUCINDO:

  Antes de paz, que sin duda
os ha cobrado temor.

FINEO:

Habrá mudado el rigor,
que el tiempo todo lo muda.

(Sale ALBERTO y gente.)
ALBERTO:

  Como llegó la fama anticipada,
príncipes nobles de la causa justa,
de haber juntado esta famosa armada,
vengo a deciros que es ahora injusta.
Volved al mar, ya deponed la espada,
que el Conde que buscáis, en una fusta,
ave del mar y de los vientos nube,
ya con Otavia sus montañas sube.
  Sacola de la torre, lastimada,
como mujer valiente y generosa,
que la virtud más alta y celebrada
de la mujer fue siempre el ser piadosa.
Quise mudar la condición airada,
pero no fue mi fuerza poderosa,
por más que en las orillas, con mis voces,
las altas olas amansé, feroces.
  Ellos van, como digo, navegando,
y yo, cuando a mirar la mar deciendo,
lágrimas y suspiros exhalando,
vivos cometas por el aire enciendo.
Si le queréis seguir, decilde cuando
veáis a Carlos, que su bien pretendo,
y que le quiero ya por hijo mío,
pues que mi sangre y vida le confío.

FINEO:

  ¿Que Carlos está libre?

LUCINDO:

¿Que mi hermano
tiene ya libertad, y a Otavia lleva?

ALBERTO:

A mí me pesa de tan cierta nueva.

LUCINDO:

Pues Marqués, yo me parto en busca suya,
vuelva mi gente al mar, y el Duque advierta
que ya es su hijo el Conde, y que sin esto
será bueno tenerle por amigo.

FINEO:

No es tiempo de traer a la memoria
del Conde la prisión; parte, Lucindo,
en busca de tu hermano, que yo quiero
dar vuelta con mi gente a mis estados.

LUCINDO:

Guárdete el cielo y logre tus deseos,
que el Conde y yo quedamos obligados,
Marqués, a tu servicio eternamente.

FINEO:

Lucindo, adiós.

LUCINDO:

¡Embárquese mi gente,
acosta lanchas, llega presto a tierra!
Gran bien, sin armas, acabar la guerra.

(Vase LUCINDO.)


FINEO:

  Estarás, Duque, afligido
por el ausencia de Otavia.

ALBERTO:

Siento el ver que no me agravia
el Conde, aunque me ha ofendido,
  porque dándole ocasión,
dirá que está disculpado.

FINEO:

Fuiste mal aconsejado,
Alberto, en esta prisión.
  En fin supo su mujer
dar al Conde libertad.

ALBERTO:

Conmigo usó de crueldad,
que le he dado vida y ser.

FINEO:

  ¡Cuánto a las mujeres deben
los hombres!

ALBERTO:

No yo.

FINEO:

¿Por qué?

ALBERTO:

Por este ejemplo.

FINEO:

Amor fue:
por él, con razón se atreven.
  La más humilde mujer,
tiene divino valor.

ALBERTO:

Si era primero mi amor,
poco les pienso deber.

(Sale ESTACIO.)
ESTACIO:

  Dame tus pies.

FINEO:

¿Quién es?

ESTACIO:

Estacio.

FINEO:

Amigo,
mil veces seas bien venido.

ESTACIO:

Creo
que ya no lo seré, señor, contigo.

FINEO:

En tus palabras, mis desdichas veo.

ESTACIO:

Entré en Bisela y todo el orden sigo,
con que ya me previno tu deseo.
Voy a palacio, y sale entre la guarda
Lucrecia hermosa, hermana de Lisarda.
  Informome de todo y, finalmente,
dicen que el conde Carlos se ha llevado
a Lisarda, y la tiene ocultamente.

FINEO:

¿El Conde?

ESTACIO:

En una villa de su estado,
Lucrecia, con las nuevas, insolente,
tiene con pocas armas usurpado
el nombre de duquesa de Risela.
¿Luego el querer a Otavia fue cautela?

FINEO:

  ¿Pues no lo ves, y que a Lisarda tiene?

ALBERTO:

De las mujeres, ¿qué dirás ahora?

FINEO:

Que cuando amor a conquistarlas viene,
tendré la más leal por más traidora.

ALBERTO:

Hacerle guerra al Conde me conviene.

FINEO:

Yo, con mi gente siempre vencedora,
iré contigo.

ALBERTO:

En la ciudad entremos.

FINEO:

¡En bien y en mal, mujeres, sois estremos!

(Salen LISARDA y TRISTÁN.)
TRISTÁN:

  Mal nos ha tratado el mar.

LISARDA:

De mar a mal corresponde.

TRISTÁN:

Esta es la tierra del Conde.

LISARDA:

Pues no la quiero besar,
  aunque por ver si es veneno
quiero ponerle la boca.

TRISTÁN:

Los celos te vuelven loca.

LISARDA:

El nombre, Tristán, condeno.
  No son celos mis agravios,
que si el Conde tiene a Otavia,
no se llama lo que agravia
celos, entre amantes sabios.
  Fuese y dejome en la orilla
del mar, ingrato y villano.

TRISTÁN:

Eso no estuvo en su mano.

LISARDA:

¿Cuál fue mayor maravilla,
  quedarme a morir por él,
o el esperarme en la mar?

TRISTÁN:

Si no te pudo esperar,
¿en qué fue Carlos crüel?
  En los principios errados
consiste todo el error:
si le dijeras tu amor,
tuvieran fin tus cuidados.
  Vienes como hombre a querer
a un hombre, llámaste Enrique,
¿cómo quieres que se aplique
a amar lo que no es mujer?
  Toda la culpa tuviste,
no tienes de qué quejarte.

LISARDA:

De aquesta roca, en la parte
que al mar las olas resiste,
  se descubre una cabaña.

TRISTÁN:

Será de algún pescador,
o ganadero, pastor
desta bárbara montaña.

LISARDA:

  ¿Tendrá de comer?

TRISTÁN:

Tendrá.
Aquí me aguarda.

LISARDA:

Aquí espero,
mirando el mar, que ligero
ya se viene y ya se va.

TRISTÁN:

  Siéntate, pues, entre tanto,
en esa peña.


LISARDA:

Sí haré,
o en ella me subiré
a ver el mar de mi llanto.
(Vase TRISTÁN.)
(Súbase en una peña que estará a un lado del teatro.)
  A lo menos a arrojarme
desde ella al agua, que estoy
de suerte, que a pensar voy
que aun no he de poder matarme.
  No me ha dejado Tristán,
y apartele con engaño,
que es la muerte el menor daño
a los que muriendo están.
  Olas del mar oceano,
que con escalas feroces,
de sierras de agua asaltáis,
como gigantes inormes
las murallas de los cielos,
para impedir que se borden,
por sus azules almenas,
de los ojos de la noche.
Yo soy Lisarda, yo soy
una mujer que se pone
en vuestra piedad, pidiendo
a vuestras aguas salobres
sepultura, pues la muerte
solamente me socorre.
Dadme, piadosas, licencia,
para que en ellas me arroje.
El Conde se lleva a Otavia,
mi vida se lleva el Conde,
ya no me queda remedio.

[VOCES]:

(Dentro.)
Amaina, amaina.

[LISARDA]:

Voces oigo, ¿quién da voces?
Allí se pierde una nave,
ya el mar las jarcias le rompe,
la gente pide piedad
al cielo desde los bordes.
Suspendido se ha mi pena
con sus lástimas. Abriose,
ya cubren el mar las velas,
los cables y municiones.
Ya la miserable gente
va por las aguas, adonde
la muerte sirve de puerto,
mar que cuanto vive sorbe.

(Den muchos gritos juntos, y digan dentro.)
CARLOS:

¡Cielos, piedad! ¡Piedad, cielos!

LISARDA:

¡Qué lastimosos clamores!
No queda jarcia, ni lona
que el campo del mar no entolde,
cual va de la gavia asido,
cual al corredor se acoge.
¡Oh, casa sin fundamentos!,
¡qué presto te descompones!
Allí veo un bulto negro,
plega a los cielos que aborde
a la orilla, pues la cubre
de bucios y caracoles.
Mujer parece. ¿Que haré?
Entrar por ella, pues corre
menos tormenta, que yo
haré que la vida cobre,
y moriré de camino
para que la fama adorne
del valor de las mujeres,
con esta bandera el bronce.
Heroicas hazañas hice,
esta no quiero que borre
las demás.

OTAVIA:

(Dentro.)
iCielos, piedad!

LISARDA:

Mujer es. Pues basta el nombre,
que no sé si le ayudara,
aunque el amor me perdone,
si hombre fuera, porque son
ingratos todos los hombres.

(Sale TRISTÁN.)
TRISTÁN:

  ¡Qué diferentes cuidados
tiene el mundo en su ambición!
Ponen los que ricos son
mil guardas y mil candados
  a las puertas de su casa,
y aquí un pobre pescador
la deja abierta al rigor
de solo el viento que pasa.
  Hallé en ella pobres redes,
no qué hurtar, ni qué pedir;
dichoso tú, que vivir
sin puerta y seguro puedes.
  No hallé allí la libertad
del enfadoso portero,
ni del cansado escudero
la importuna gravedad.
  Hallé un perro, que aun apenas
me ladró, ni defendió
la entrada, ni se alteró
de ver pisadas ajenas.
  Que esto, dije, te reporte,
que en verme entrar no reparas;
a fe que tú me ladraras
si vivieras en la Corte.

TRISTÁN:

  ¡Qué de perros hay allá!
Por cualquiera niñería,
todo es ladrar noche y día
al que viene y al que va.
  Si entró, porque entró; si sale,
porque sale. ¡Qué crueldad!
¿Qué oficio, verdad, ni edad
contra tantos perros vale?
  Esta es la peña en que dejé
a Enrique, mas, ¡ay de mí!,
mal hice en dejarle aquí;
muerto soy, temor me aflige.
  No me acordé que emprendió
dos o tres veces matarse;
él quiso al mar arrojarse:
dejele, al mar se arrojó.
  ¡Enrique, Enrique! Responde
el eco solo en la mar,
como mostrando el lugar
adonde su cuerpo esconde.
  ¡Oh, nunca pluguiera a Dios
fuera a buscar de comer!
Matose, ¿qué puedo hacer?
Muramos juntos los dos.
  Pero morir tan aguado,
desatino me parece.
Un bulto cerca se ofrece,
todo de jarcias cercado.
  ¡Válgame el cielo si es hombre!
Hombre es sin duda, que el mar
quiere a la orilla arrojar.

(Sale el CONDE, sobre una tabla.)
CARLOS:

Madre de Dios, que este nombre
  es la mayor alabanza
que os pueden dar tierra y cielo.
Entre tanto desconsuelo
sola vos sois mi esperanza.

TRISTÁN:

  ¡Llegó a la orilla!, ¡qué estraño
portento! ¿Si es hombre? Sí,
asirle quiero.

CARLOS:

¡Ay de mí,
aún me falta mayor daño!

TRISTÁN:

  Hombre soy, no tengas pena,
descansa en mis brazos.

CARLOS:

¡Ay!

TRISTÁN:

¡Válgame el cielo, qué trai
de algas, de ovas y de arena!
  Quiero el rostro descubrille.
Parece al Conde; sí, es él.
Siéntate aquí.

CARLOS:

¡Qué cruel
muerte!

TRISTÁN:

¿Qué podré decille,
  que todo turbado estoy?
Descansa, amigo.

CARLOS:

Sí haré.

TRISTÁN:

¿Puedes hablar?

CARLOS:

Bien podré.

TRISTÁN:

¿Eres el Conde?

CARLOS:

Yo soy.

TRISTÁN:

  Conde y señor.

CARLOS:

¿Tú conoces
al Conde?

TRISTÁN:

Aunque te han trocado
las desdichas que han pasado.
Mas, ¿cómo tú desconoces
  a Tristán, el que servía
a Enrique?

CARLOS:

Amigo Tristán,
tus brazos vida me dan.

TRISTÁN:

Darte mi vida querría.
  Alienta y dime qué es esto.

CARLOS:

Que con tormenta se abrió
nuestra nave, y se perdió
mi Otavia.

TRISTÁN:

El cielo te ha puesto
  en salvo, déjate ahora
de imaginar en Otavia,
que aunque dama hermosa y sabia,
virtuosa y gran señora,
  muchas hallarás, mas vida,
¿adónde hallarla pudieras?

CARLOS:

De llegar a sus riberas,
Tristán, la tengo ofendida.
  ¿Qué hay de mi Enrique?

TRISTÁN:

¡Ay, señor!,
lo que siempre te encubrí
sabrás ahora.

CARLOS:

¡Ay de mí!,
que aún me falta más dolor.

TRISTÁN:

  Enrique, el que te libró
de peligros tan notables,
y con hechos memorables
de la cárcel te sacó,
  no era hombre, era mujer.

CARLOS:

¿Enrique, mujer?

TRISTÁN:

Sin duda,
que es amor Ovidio, y muda
nuestro ser en otro ser.
  Enamorada de ti,
te sirvió y acompañó.
{{Pt|CARLOS:|
¿Díjote quién era?

TRISTÁN:

No.

CARLOS:

¿Por qué me encubriste a mí
  que era mujer?

TRISTÁN:

Porque soy
hidalgo, y guardé secreto.

CARLOS:

¿Que era mujer en efeto?

TRISTÁN:

Sí, Conde.

CARLOS:

Confuso estoy.

TRISTÁN:

  Luego que te vio casar,
se descubrió para darte
vida, y después de librarte
se quiso echar en la mar.
  Estorbelo, y embarcose
con gran tristeza y dolor,
llegó a tu tierra, señor,
dejela sola, y matose.

CARLOS:

  ¿Cómo?

TRISTÁN:

Mientras fui a buscar
sustento a aquella pequeña
cabaña, desde esta peña
buscó sepulcro en el mar.

CARLOS:

  ¿Que no supiste quién era?

TRISTÁN:

Nunca lo quiso decir.

CARLOS:

Saldré, Tristán, a morir
de la mar a la ribera.

TRISTÁN:

  No he visto mayor amor.

CARLOS:

¿Por qué la dejaste sola?

TRISTÁN:

Por sustentarla.

CARLOS:

¡Qué ola
tan fuerte en mar de dolor!

TRISTÁN:

  ¡Qué querida Otavia!

CARLOS:

Yo la vi muerta en el mar,
sobre el agua fluctuar,
abrazada de una gavia.

TRISTÁN:

  ¿Que murió Otavia?

CARLOS:

Murió.
Quiero a mi tierra volver
y sus exequias hacer

TRISTÁN:

Iré a acompañarte yo.

CARLOS:

  Sí, que aliviarás mi pena.

TRISTÁN:

Llégate a mí.

CARLOS:

¡Mar airado,
dos mujeres me has quitado,
una propia, y otra ajena!
(Vanse.)

(Salen dos villanos y una zagaleja.)

RISELO:

  Guisa presto de comer,
mala Pascua te dé Dios.

SILVIA:

¿No será para los dos?

RISELO:

Mas, ¿qué debes de querer,
  que te asiente cuatro palos?

SILVIA:

¡Qué regalos de marido!

LUCIO:

No malos, si habéis sabido
lo que viene tras los palos.

SILVIA:

  Malicias no faltarán.

RISELO:

¿No has desollado el conejo?

SILVIA:

Ya no llevan el pellejo
los gatos por el desván.
  ¿Qué dimuño os ha tomado,
que tal quillotro tenéis?
Mas, ¿que mirádola habéis?

RISELO:

¿Qué tengo de haber mirado?

SILVIA:

  A la que salió del mar
con el otro mancebito.

RISELO:

Si aquesta vez no le quito...

SILVIA:

¿Qué me tenéis de quitar?

RISELO:

  ¡Por la tribuna de Dios,
si os cojo!

LUCIO:

Dejalda estar.

RISELO:

¡Qué la tengo de dejar,
si hace burla de los dos!

LUCIO:

  Si os dice que está el conejo
asándose, y puesta ya
la mesa, ¿qué causa os da
para tanto sobrecejo?

RISELO:

  Haced ajo al instante.

SILVIA:

No quiero.

RISELO:

Sabeislo hacer;
haced un ajo, mujer.
¡No sea el diablo, erguíos delante!

LUCIO:

  Acabá, ¿qué estáis pensado?

RISELO:

Los huéspedes salen huera.

SILVIA:

Ajo me vuelva, si hiciera
tal ajo.

(Sale OTAVIA, de villana, y LISARDA, de hombre.)

OTAVIA:

Ya he descansado.

LISARDA:

  El traje te está muy bien.

OTAVIA:

De gran peligro salí.

LISARDA:

¿Murió, en fin, el Conde?

OTAVIA:

Sí.

LISARDA:

Y Enrique murió también.

OTAVIA:

  Más yo que era su mujer.

LISARDA:

Yo su amigo y su pariente.

OTAVIA:

Dios os guarde, buena gente.

RISELO:

Pardiez, por herles placer
  he juntado media aldea.

OTAVIA:

Mi tristeza antes sospecho
que se aumente.

SILVIA:

Un baile han hecho
Claridano y Galatea
  que os ha de agradar, sentaos,
no en los estrados compuestos
de tela, que no son estos
los palaciegos saraos.
(Vanse.)

(Siéntense OTAVIA y LISARDA, y dancen y canten así.)

[CLARIDANO Y GALATEA]:

  Íbase la niña,
noche de San Juan,
a coger los aires
al fresco del mar;
miraba los barcos
que remando van,
cubiertos de flores,
flores de azahar.
Salió un caballero
por el arenal,
dijérale amores
cortés y galán.
Respondiole esquiva,
quísola abrazar,
con temor que tiene,
huyendo se va.
Saliole al camino
otro por burlar
las hermosas manos
le quiere tomar.
Entre estos desvíos,
perdido se han
sus ricos zarcillos,
vanlos a buscar.
Dejadme llorar
orillas del mar,
por aquí, por allí los vi,
por aquí deben de estar.

[CLARIDANO Y GALATEA]:

Lloraba la niña,
no los puede hallar,
danle para ellos,
quiérenla engañar.
Dejadme llorar
orillas del mar,
por aquí, por allí los vi,
por aquí deben de estar.
Tomad niña el oro,
y no lloréis más,
que todas las niñas
nacen en tomar.
Que las que no toman,
luego llorarán
el no haber tomado
en su verde edad.
  La que se quisiere holgar,
dos hombres ha menester,
el uno para querer,
y el otro para pelar.
  Tomó la niña el dinero,
y rogáronle que baile,
y como era nueva en él,
así dijo que cantasen.
Yo no sé cómo bailan aquí,
que en mi tierra no bailan así,
en mi tierra bailan de otra manera,
porque los dineros hacen dar vueltas
porque no me suenan, ni sus armas vi;
yo no sé cómo bailan aquí,
que en mi tierra no bailan así.

(Toquen dentro una caja a marchar.)

LISARDA:

  Parad, amigos, un poco.
¿Cajas de guerra a marchar?

OTAVIA:

No están lejos de la mar.
Cuando en mis memorias toco,
todo placer me es pesar.
  ¡Con qué gusto me embarqué,
con qué dolor me perdí!

LISARDA:

Si es gente de guerra...

LUCIO:

A fe
que ellos nos prendan aquí.

LISARDA:

¿Quién irá a verlo?

RISELO:

Yo iré.

LUCIO:

  Vamos los dos.

SILVIA:

Y las dos
nos podremos esconder.

OTAVIA:

Pues, Enrique, adiós.

LISARDA:

Adiós.
  Si es verdad que el Conde es muerto,
vengan desdichas, yo soy
(Sale TRISTÁN.)
su centro.

TRISTÁN:

No sé si acierto,
pero yo pienso que voy
por aquí cerca del puerto.
  He dado en imaginar
que las joyas que traía
Enrique, al quererse echar
en el mar, las dejaría
sobre la arena del mar,
  porque fuera grande error
dar a los peces diamantes,
aunque suele hacer amor
disparates semejantes,
con la fuerza del dolor.
  Si las hallo, yo he de ser
gran señor, porque jamás
hubo, sin oro, poder,
porque en el mundo no hay más
de tener o no tener.
  ¡Pesia tal con mi fortuna!
Pensé yo que por aquí
no hubiera persona alguna,
y he visto un pastor allí.

LISARDA:

¿Qué gloria tuvo ninguna
  el ciego amor, que no fuese
para más pena y dolor?

TRISTÁN:

Mas, si halládolas hubiese
este pastor...

LISARDA:

¡Oh, si amor
fin a mis desdichas diese!

TRISTÁN:

  ¡Hola, pastor!

LISARDA:

¿Quién me llama?

TRISTÁN:

Un soldado.

LISARDA:

Deste puedo
saber qué gente es aquesta.

TRISTÁN:

¿Has visto...? ¡Válgame el cielo!
¿Qué es lo que miran mis ojos?
A no saber que era muerto
Enrique...

LISARDA:

Fortuna airada,
¿era por dicha consuelo
darme a Tristán, si es Tristán?

TRISTÁN:

Él es. Pues, ¿qué me detengo?
Enrique del alma mía,
¡ah!, señora, o por lo menos
sol de mis ausentes ojos,
¿dónde has estado traspuesto?

LISARDA:

¡Tristán mío!

TRISTÁN:

Aquestas peñas,
en cuyos peñascos yertos
parece que el cielo afirma
los estrellados cimientos,
son testigos de mi llanto,
porque entendí que tus celos
te habían llevado a la mar,
con desesperado acuerdo.

LISARDA:

Verdad es que te engañé
para matarme, mas viendo
una nave, a quien hacía
pedazos, airado, el viento,
como suele el labrador
rajar con el hacha al leño,
suspendí la ejecución,
que suele quedar suspenso
el sentimiento del mar,
viendo los males ajenos.
En las removidas olas,
fluctuaba un bulto negro,
vile acercar a la orilla,
y en la voz conozco luego
que es mujer, y al mar me arrojo,
corto sus aguas y, asiendo
sus brazos, sácola a tierra.

TRISTÁN:

¡Qué hazaña, qué raro ejemplo
del valor de las mujeres!

LISARDA:

Desvíole los cabellos
del rostro, y conozco a Otavia.

TRISTÁN:

¿Qué dices?

LISARDA:

Que a Otavia veo.
Hágole que arroje el agua,
entre mis brazos la tengo,
y en habiendo vuelto en sí,
a estas cabañas la llevo.

TRISTÁN:

¡Y está en ellas!

LISARDA:

Habla paso.

TRISTÁN:

Cuanto has dicho, cuanto hecho
me ha pasado con el Conde.

LISARDA:

Luego, ¿no es el Conde muerto?

TRISTÁN:

Salió del mar, abrazado
a una tabla, y yo le dejo
en la ciudad.

LISARDA:

¿Qué podré
darte sin abrirme el pecho?
Escoge del corazón
la mejor parte, o podremos
partir, si no el alma en dos,
las tres potencias que tengo.
¿Quieres, Tristán, la memoria?
¿Quieres el entendimiento?

TRISTÁN:

No, sino la voluntad.

LISARDA:

Otavia sale, ¿qué haremos?
Dile, si me quieres bien,
que es muerto el Conde.

TRISTÁN:

Yo creo
que sabré fingir tu engaño.
(Sale OTAVIA.)

OTAVIA:

Pues, Enrique, ¿qué hay de nuevo?

LISARDA:

Las nuevas de la ciudad,
y que es Tristán el correo.

OTAVIA:

¡Tristán mío!

TRISTÁN:

Bella Otavia,
cuando del Conde me acuerdo,
aunque te veo con vida,
más me entristezco que alegro.
Ya Enrique me ha dicho aquí
el venturoso suceso
de tu vida, si es vivir
perder al Conde.

OTAVIA:

Ya tengo
hecho piedra el corazón,
las penas son el acero
que, en vez de lágrimas tristes
sacan a los ojos fuego.

TRISTÁN:

Lucindo está en Bellas Albas,
corte de tu esposo muerto,
haciendo un túmulo insigne,
como hermano y heredero.
Sobre dóricas colunas
ha levantado tres cuerpos,
que rematan tres figuras,
en tres pedestales negros;
vístelas bronce fingido:
son la guerra, amor y el tiempo,
con otras tres a los pies,
envidia, traición y celos
tiene.

LISARDA:

¿Qué sirve, Tristán,
referirle los trofeos
del Conde en esta ocasión?
Otavia es hija de Alberto;
ya es muerto Carlos, bien sabe
que la obliga el noble pecho
a mostrar valor.

TRISTÁN:

Perdona,
yo conozco que soy necio.

LISARDA:

¿Túmulos pintas aquí,
cuando por darle consuelo
me olvido de mis desdichas,
y busco entretenimiento?
Hago yo que estos pastores
le traigan bailes y juegos,
y tú describes sepulcros
de horror y sombras cubiertos.
Otavia, bella, despierta
de ese lastimado sueño,
éxtasis de tu sentido;
Carlos es muerto, tratemos
de tu remedio. Yo soy
Enrique, primo del muerto;
bien sabes lo que me debes.
Señor soy, bien te merezco,
sin otras obligaciones.

OTAVIA:

Con justo agradecimiento
estoy, Enrique, a tus obras,
y agradezco tus deseos,
pero juzga tú si es bien
que yo me case tan presto,
pues aún las lágrimas vivas
bañan mi rostro y mi pecho.

TRISTÁN:

¿Presto dices? ¡Pesia tal!
Hay mujer en este tiempo
que mete el novio en la cama
que aun deja caliente el muerto,
y una vi yo cierto día
que, estando enfermo su dueño,
se puso viudas tocas,
y mirándose a un espejo,
le decía a una crïada:
¿estanme bien?, ¿qué parezco?
Mas tuvo salud el novio,
y entendiendo sus deseos,
para todas las mañanas
-que era médico de celos-
le recetó ciertos polvos,
que llaman de palo seco,
con que las tocas, de vendas,
muchas veces le sirvieron.

LISARDA:

Otavia, no seas ingrata.

OTAVIA:

Conozco lo que te debo:
seré tuya, mas no ahora.

LISARDA:

La palabra, Otavia, aceto.

OTAVIA:

No seré de otro jamás,
mas dame, Enrique, algún tiempo
para acordarme de Carlos,
no diga Tristán que tengo
fácil condición.

TRISTÁN:

No digo
este ejemplo porque pienso
que en mujeres principales
cabe término tan feo.
Bien sé de historias, y sé
la dicha de Ulises griego,
con la del romano Bruto,
y el otro rey Mausoleo.
Antes quisiera animarte
a perder el sentimiento,
pues no gozaste de Carlos,
que esto bien sé yo que es cierto.
Y sé con la honestidad,
digna de un hombre discreto,
que vino siempre contigo.

OTAVIA:

Hasta hacer el casamiento
hice que Carlos jurase.

LISARDA:

Ahora bien, Tristán, ¿qué haremos?,
pues ya es Otavia mi esposa.

TRISTÁN:

Ir a tu tierra, secretos,
por el peligro que hay.

LISARDA:

Pues una nave fletemos;
ven, esposa de mi vida.

OTAVIA:

¿Qué he de hacer, viendo que debo
la vida a Enrique?

TRISTÁN:

Señora.

LISARDA:

¿Qué quieres, Tristán?

TRISTÁN:

¿Qué has hecho?

LISARDA:

Casarme.

TRISTÁN:

¿No eres mujer?

LISARDA:

A tiempos.

TRISTÁN:

Por Dios, que creo
que es Hermafrodita Enrique,
pues si es que tiene este juego
dos treinta y nueves, ¿qué mucho
que descarte él uno dellos?

(Salen LUCINDO y el CONDE.)

LUCINDO:

  Mucho templa en tu venida
el alegría y la agravia
celebrar honras a Otavia.

CARLOS:

Pues no es razón que la impida,
  que si casado no fui
con Otavia, culpa tuvo
su padre, que airado estuvo
sin ofensa contra mí.

LUCINDO:

  Trueca en santos sacrificios,
y de obstentaciones faltos,
estos obeliscos altos
y pirámides egipcios,
  y cásate con Lucrecia,
que te solicita tanto,
que no son el luto y llanto
exequias que el cielo precia.
  Da este gusto a tus vasallos.

CARLOS:

Lucindo, yo se le diera,
que tras tanta pena fiera,
bien fuera justo alegrallos,
  mas no saber de Lisarda
cúyos los estados son,
me pone en gran confusión,
me detiene y me acobarda.
  Que si después de casada,
la Duquesa resucita
y los estados le quita,
seré de mi error culpado.
  Busque Lucrecia marido,
y déjeme sosegar,
que no quiero yo quedar
dos veces arrepentido.

LUCINDO:

  Dícenme que viene a verte,
para darte el parabién.

CARLOS:

Deme el pésame también,
llore de Otavia la muerte.

LUCINDO:

  Ya la dejaba en camino
el que este aviso me dio.

CARLOS:

Verme quiere, pero yo
lo tengo por desatino.
(Sale FABIO, criado.)

[FABIO:

  Tres criados han llegado
de señores diferentes
a verte.

CARLOS:

Amigos ausentes
merecen tanto cuidado.
  Di, Fabio, que entren los tres.
(Sale ESTACIO y un CAPITÁN y FLORENCIO.)

ESTACIO:

Esta carta es de Fineo.

LUCINDO:

Debes obras y deseo
de tu bien, Conde, al Marqués.

CARLOS:

  Nunca al bien el premio tarda.

CAPITÁN:

Aquesta es del duque Alberto.

CARLOS:

Ya sabe que no soy muerto.

FLORENCIO:

Esta es, señor, de Lisarda.

CARLOS:

  ¿Lisarda vive?

FLORENCIO:

¡Pues no!

CARLOS:

¡Ves si en haberme casado
con Lucrecia hubiera errado!

LUCINDO:

¿Quién en casarse acertó?

CARLOS:

  Muchos, Lucindo, que fueron
tan venturosos que hallaron
mujeres que los amaron,
nobleza y honor les dieron.
  De corona les dan nombre
del hombre.

LUCINDO:

¿Y es general?

CARLOS:

La que no saliere tal
será por culpa del hombre.
  Y de la mujer se entienda,
si alguna tal vez resbala,
que no tiene cosa mala
que del hombre no la aprenda.
  Esta carta dice ansí.

LUCINDO:

¿De quién?

CARLOS:

Del marqués Fineo.
 (Lea.)
«Engañado mi deseo,
mi voluntad pase en ti,
  mas pagaste mi afición,
robando a Lisarda bella,
que casándome con ella
fue género de traición.
  Por eso te desafío,
y en esta raya te espero.»
Por la fe de caballero,
que es notable desvarío.
  Hidalgo, ¿quién le informó
deste engaño a vuestro dueño?
¿O fue por ventura sueño?
¿Yo robé a Lisarda? ¿Yo?

ESTACIO:

  No me toca responder
más de haberos avisado.
Si está el Marqués engañado,
allá lo podréis saber.
(Vase ESTACIO.)

LUCINDO:

  ¿Fuese?

CARLOS:

¿No lo ves?

LUCINDO:

Prosigue
las cartas.

CARLOS:

Esta es de Alberto.
 (Lea.)
«Tu engaño se ha descubierto,
porque el agravio me obligue.
  No te veniste a casar,
sino a quitarme el honor,
pues hay quien diga, traidor,
que echaste a Otavia en la mar.
  Si eres caballero, ven,
que aquí en su orilla te espero.»
¿Quién le ha dicho, caballero,
si no fue sueño también,
  que he muerto a Otavia?

[CAPITÁN:

Callando
me mandaron avisar,
que en la orilla de la mar
os queda el Duque esperando.
(Vase el CAPITÁN.)

LUCINDO:

  ¡Qué resolución!

CARLOS:

Gallarda.

LUCINDO:

La de Lisarda te espera.

CARLOS:

Esa será menos fiera,
que en fin es mujer Lisarda.
(Lea.)
  «La daga que me enviaste
me atravesó el corazón,
pues con falsa información
honra y vida me quitaste.
  Y porque vengarme quiero,
después que dejé mi estado,
por Alemania he buscado
un gallardo caballero.
  Él, por mí, te desafía,
y orilla del mar te aguarda.»

LUCINDO:

Más razón tiene Lisarda.

CARLOS:

Si fuera la culpa mía,
  responderéis, caballero.

FLORENCIO:

El responder es salir,
y si esto queréis decir,
allá lo diréis primero.
(Vase FLORENCIO.)

CARLOS:

  ¿A quién jamás sucedió,
Lucindo, tal desatino?

LUCINDO:

A Fineo yo imagino
que la envidia le informó.
  A Alberto, el pasado agravio,
y a Lisarda, el ciego amor.

CARLOS:

¿Qué haré?

LUCINDO:

Salir es error.

CARLOS:

Antes es consejo sabio,
  que mas vale averiguar
que yo no los ofendí
por las armas, pues allí
se podrá todo probar.
  Haz que se aperciban luego.

LUCINDO:

¿Qué intentas?

CARLOS:

Lo que es razón,
pues en esta información
juró un loco, un falso, un ciego.
  Fineo, celos; Alberto,
envidia; Lisarda, amor.

LUCINDO:

Si esto importa a tu valor,
él viva, aunque salgas muerto.
(Sale LUCRECIA y criados.)

LUCRECIA:

  ¿Cuando a ver al Conde vengo,
esas desdichas le vienen?

CRIADO:

Con estas nuevas, la fama
las alas ligeras mueve
por la alta Alemania, dando
a sus príncipes y reyes
deseo y causa de hallarse
a la batalla presentes.

LUCRECIA:

El Conde es gran caballero.

CRIADO:

Sí, mas quien las damas vence,
no suele vencer los hombres.

LUCRECIA:

Para los hombres es fuerte,
y galán para las damas.

CRIADO:

Injusto amor te enloquece.

LUCRECIA:

Casarme intento con él,
pues murió Otavia.

CRIADO:

¿Y si fuese
viva Lisarda?

LUCRECIA:

¿Qué importa?
(Toquen.)

CRIADO:

Cajas suenan.

LUCRECIA:

Armas vienen.
(Sale por un palenque FINEO, armado, y ESTACIO, de padrino.)

ESTACIO:

Opiniones hay, señor,
que no vendrá el Conde.

FINEO:

Ofenden,
Estacio, el valor de Carlos,
y no es razón.

LUCRECIA:

¿Quién es este?

CRIADO:

Este es el marqués Fineo,
el que a Lisarda pretende.
(Tocan.)

FINEO:

Cajas suenan. Si es el Conde...
No, que no es él, me parece.
(Sale ALBERTO, armado, [y] el CAPITÁN, por padrino.)

[CAPITÁN:

Ya el Conde te está esperando.

ALBERTO:

Yo haré que la muerte espere,
que no hay edad en agravios.

[CAPITÁN:

Habla primero que llegues.

ALBERTO:

¿Carlos?

FINEO:

No soy Carlos yo.

ALBERTO:

¿Pues quién?

FINEO:

Fineo.

ALBERTO:

¿Qué quieres
del Conde?

FINEO:

Darle a entender
cuán falsamente procede
en ocultar a Lisarda.

ALBERTO:

Mayor agravio me debe:
a Otavia arrojó en el mar
por vengarse de mí.

FINEO:

Siempre
tuvo esas traiciones Carlos.

ALBERTO:

Hoy las pagará, si viene.
(Sale LISARDA, armada, TRISTÁN, por padrino con una rodela, en que trae la daga clavada por la escritura, OTAVIA, detrás, con un velo de plata por el rostro.)

TRISTÁN:

Tardado habemos, Enrique.

LISARDA:

¿Espera el Conde?

TRISTÁN:

Y aun tiene
quien le ayude.

LISARDA:

¿Si es Lucindo?

TRISTÁN:

Dos caballeros se ofrecen.

LISARDA:

No importa, que hoy has de ver
el valor de las mujeres.
¿Cuál es, de vosotros dos,
el conde Carlos?

FINEO:

Advierte
que le estamos esperando.
Tú que le buscas, ¿quién eres?

LISARDA:

A su tiempo lo sabréis.

ALBERTO:

¿Tantos enemigos tiene?

LISARDA:

En mí solo tiene al mundo,
que los demás no los teme.
(Tocan.)
(Sale LUCINDO, padrino, y el CONDE CARLOS, armado.)

LUCINDO:

Ya tus contrarios te aguardan.

CARLOS:

Caballeros, quien mantiene
verdad, tan altas empresas
con justa esperanza emprende.
Habeisme desafiado
los tres, por vuestros papeles;
yo he venido, por quien soy,
que no porque soy aleve.
¿Cómo queréis pelear,
de solo a solo, [o] de suerte
que os mate juntos?

FINEO:

Bizarro,
y ya en la lengua valiente,
pero yo pienso matarte.
Señores, volverse pueden,
que Carlos aquí se acaba.

OTAVIA:

¡Ay, cielos! ¡Carlos es este!
¿Pues Carlos estaba vivo?

ALBERTO:

A mí es justo que me dejes,
Fineo, dar muerte al Conde.

LISARDA:

¿No me daréis desa muerte
parte a mí?

LUCINDO:

Dejad, señores,
que algún tercero os concierte.

ALBERTO:

¿Cómo?

LUCINDO:

Juzgando el agravio
que mayor de todos fuere.

FINEO:

Juzgárase con pasión.

LUCINDO:

Una dama el campo ofrece,
que aunque juzgar en agravios
más a los hombres compete,
por ser desapasionada
podrá decir lo que siente.
Hacia nosotros camina.

(Sale LUCRECIA.)

FINEO:

A muy buena ocasión viene;
llegue y díganos quién es.

LUCINDO:

Pues os hallastes presente,
señora, decid quién sois,
y juzgaréis quién merece
de los tres ser el primero.

LUCRECIA:

Yo soy Lucrecia, que tiene
el ducado de Bisela
por Lisarda.

LUCINDO:

No se puede
desear mejor juez.

LISARDA:

Aquesta es mi hermana aleve.

LUCINDO:

Proponed.

FINEO:

Yo pido al Conde
a Lisarda.

LUCINDO:

Injustamente,
que es mi hermana, y muerta ya.

ALBERTO:

Yo a Otavia, que no parece.

LISARDA:

Yo, por parte de Lisarda,
pido el honor que le debe,
pues habiéndose casado
con ella, traidoramente,
esa daga le envió,
que esta rodela guarnece,
pasada por la escritura,
y pues tú su hermana eres,
dile si es verdad la carta
que al Conde escribiste.

LUCRECIA:

Ofrece
mil sospechas a mi alma.

LISARDA:

Manda que el campo me dejen,
que Fineo, sin razón,
del conde Carlos se ofende,
pues él nunca vio a Lisarda,
ni al Duque se le concede
campo, estando viva Otavia,
y siendo tan justamente
mi mujer.

ALBERTO:

¿Otavia viva?

LISARDA:

¿No es esta?

ALBERTO:

¡Cielos, tenedme
en tanta dicha con vida!

OTAVIA:

Señor, la vida y la muerte
debo a aqueste caballero
y al Conde.

CARLOS:

Aunque tú sospeches,
Otavia, que causa fui
de tu muerte, nadie cree
que pude alterar el mar.

LISARDA:

Tu satisfación aceten
ella y el Duque, mas yo
no puedo hasta que confiese
Lucrecia que en todo cuanto
dijo de su hermana miente,
o esta daga ha de pasarle
el pecho.

LUCRECIA:

¡Espera, detente!
(Quítela de la rodela.)
Confieso que amor del Conde
me obligó que le escribiese.

LISARDA:

¿Fue mentira?

LUCRECIA:

¡Fue mentira!

LISARDA]:

Pues, Carlos, si ella viviese,
¿casaríaste con ella?

CARLOS:

¿Qué mayor dicha?

LISARDA:

Y si fuese
mujer del Conde Lisarda,
Fineo, y yo te ofreciese
a Otavia, ¿no la querrías?

FINEO:

¡Pues no! Si el Duque quisiese.

LISARDA:

¿Y tú, Lucindo, a Lucrecia?

LUCINDO:

Desde que la vi, me debe
amor.

LISARDA:

Pues yo soy Lisarda.

CARLOS:

¡Notable valor!

FINEO:

Excede
al de griegas y romanas.

TRISTÁN:

¿No hay alguien que diga: denle
a Tristán seis mil ducados,
como tantas veces suelen?

CARLOS:

Yo te los doy.

ALBERTO:

Daos las manos.

CARLOS:

El valor de las mujeres
acaba aquí, si los nobles
las honran y favorecen;
esta comedia lo pide.
Yo os beso los pies mil veces.