El veterano
Viejo, setenta años; pero un viejo fuerte, de la hermosa y casi desaparecida raza paraguaya de hace medio siglo; un viejo de pecho poderoso, de cabeza enhiesta como una venerable cumbre en que aparecen todavía las huellas del rayo. La roja faz es un amplio paisaje cruzado de armoniosos surcos y coronado por un espeso bosque de cabello gris; las manos, que defendieron la patria y ahora plantan mandioca, son de color de tierra. El héroe camina ya con pesadez y es algo sordo, lo que ciertamente no le quita majestad. Es inculto y grande. Me interesa más que muchos doctores. Hizo toda la campaña, de Corrientes a Cerro Corá; tiene seis heridas. Habla poco y en voz baja. Para conseguir breves confidencias suyas sobre la guerra, el peor sistema es interrogable. Hay que dejarle solo, sin interrumpirle cuando al cabo se resuelve. Está lleno de vagas desconfianzas y remordimientos. Se diría que los espectros le escuchan. Es que no se ha obedecido a López impunemente y la sombra de aquel hombre siniestro, a quien se puede aborrecer, pero no achicar, oscurece la conciencia de los vicios y tal vez ha impregnado la sangre de los niños. Y sin embargo, en una tibia tarde de otoño, bajo los naranjos en fruto, a la hora del mate clásico, oí del veterano lo siguiente:
«Yo señor, no acompañé a López hasta el fin. Me tuve antes que escapar del campamento. Estaba en el estado mayor, con el grado de capitán y me tocó repartir la carne, en una de las raras ocasiones en que había carne, íbamos vestidos de andrajos; el cuero de las correas y de las mochilas había sido empleado desde hacía meses en dar sustancia al puchero; decían que se desenterraban cadáveres para aprovecharlos; yo no lo he visto. Tuvimos pues la suerte de encontrar un buey cansado, huesos y pellejo; había que sacar setecientas raciones. Yo no robé para mí, sino para un pobre capitán que recibió un balazo de sien a sien, y se quedó ciego y aunque se batía ciego y todo, andaba débil. Creyéndome oculto, le envíe con un muchacho un pedazo de tripa. Por desgracia lo averiguaron y se lo comunicaron al mariscal. A la otra mañana me metieron preso. Varios oficiales aguardaban sentencia conmigo. Transcurrían las semanas, y nada sabíamos. Un anochecer vino un ayudante de López con un papel y nos revisó muy alegre, diciendo que pronto nos pondría en libertad. Pero yo, señor, que conocía ciertas costumbres, miré con el rabillo del ojo lo que el ayudante escribía a distancia de nosotros y noté que señalaba con cruces algunos nombres, entre ellos el mío. Mis compañeros estaban contentos; en cambio yo comprendía que sólo me restaba una noche de vida. Luego llegó un mayor a quien yo había hecho favores. Me traía un pocillo de caldo. «Compadre, me dijo, perdone que en tanto tiempo no le haya atendido; no me fue posible», y al pasarme la taza me rascó los dedos. Entendí, y a media noche, cuando los centinelas se durmieron, huí. Me perdí en el monte, y después de tres días salí de nuevo al campamento. Felizmente no me divisaron, y alejándome en otra dirección, hallé el camino de la frontera. Me iba sosteniendo con naranjas agrias. Una tarde, a esta misma hora, distinguí caballos junto a una laguna. «Si son de gente paraguaya -me dije- estoy perdido», que no se usan más que en el Brasil. Respiré. Me tomaron, me trataron bien y a poco cayó López y acabó la guerra».
-Y, ¿cómo no avisó usted a sus compañeros, la noche de la fuga?
-¡Ah! Señor... no hubiera dicho una palabra a mi propia madre...
Un silencio.
-¡Qué Cerro Corá!, añadió lentamente. En el campo habían mujeres muertas, con hijos encima que chupaban aún aquella podredumbre!... ¡Y el mariscal!...
-¿El mariscal?
Pregunta vana. El viejo enmudece definitivamente. Los espectros escuchan...