El viento

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Cuentos del hogar
El viento​
 de Teodoro Baró


El viento despertó aterido en la cima de la montaña más alta de la tierra, siempre cubierta de nieve. Su desperezar fue terrible, pues pareció que la cordillera temblaba, y la nieve comenzó a rodar por las laderas, arrastrando cuanto encontraba a su paso. Luego el viento se agitó y rugió.

-¡Tengo frío!

Huyó del monte, dando saltos tan grandes como no los ha dado el animal más ligero. Los árboles más añosos se inclinaban a su paso. El viento no hacía más que tocarles y se doblaban. Al llegar a los valles sintió ya el calor de la carrera y continuó rugiendo y saltando. Otra montaña le cerró el paso, y después de haberla azotado como si quisiera derribarla, subió a sus picachos desgajando árboles y derrumbando rocas y saltó al lado opuesto. Allí estaba el mar.

-¡Despierta, hermano, bramó el viento! ¡Aquí estoy yo!

-¿Por qué vienes a turbar mi reposo? preguntó el Océano.

-Quiero jugar contigo. Despierta.

Y para desperezarle, el viento le sacudió con sus robustos brazos.

El mar se entregó al viento, que le levantó hasta las nubes y le dejó caer con estrépito; luego bajó a cogerle al fondo del abismo, y como locos saltaron, corrieron, brincaron; bramando, silbando y rugiendo.

-¿Dónde está el rayo? exclamó el viento. ¡Me gusta jugar contigo, oh mar, cuando su luz siniestra enrojece las nubes!

-Aquí estoy, exclamó con acento metálico.

-¿Quién habla?

-Yo.

-¿Quién eres?

-El telégrafo.

-¿Qué tiene que ver el telégrafo con el rayo?

-El hombre me ha sujetado a este alambre y ha aprovechado mi velocidad para suprimir el espacio.

El viento soltó una carcajada. Al oírla, las ballenas y los tiburones se espantaron y huyeron hacia el polo.

-¡Sólo falta, dijo el viento, que el hombre suba a las nubes y te aprisione!

-Ya lo ha hecho. Pone el pararrayos encima de su morada y a él me tiene encadenado.

-¡Necio! Te creía más fuerte. ¡Nubes: abríos y azotad la casa del hombre! ¿Dónde estáis?

-¡Aquí! contestó una voz estridente.

-¿Quién habla?

-La locomotora.

-¿Qué tiene que ver la locomotora con las nubes?

-Las tengo aprisionadas en mi seno. En vez de flotar en el espacio, se retuercen dentro de las paredes de mi caldera, y convertidas en fuerza arrastran los trenes y suprimen las distancias.

-¿Quién ha podido tanto?

-El hombre.

-¡Mar! bramó el viento: tú no te dejas aprisionar como el rayo y las nubes.

-Yo tenía un secreto, dijo el mar: tenía abrazado un mundo y le escondía a todas las miradas. El hombre lo adivinó y un débil leño bastole para arrebatármelo.

-¿Qué es el hombre?

-El que a ti te domina.

-¡A mí! rugió el viento.

Y en su cólera sacudió las aguas, que se convirtieron en montañas.

-A ti, añadió el mar, pues te obliga a mover las aspas de un molino y a hinchar las velas de un buque.

-¿Quién ha dado su poder al hombre?

-El que me puso por valla a mí, infinitamente grande, el grano de arena, que es lo infinitamente pequeño: Dios.

-¿Qué tiene el hombre que le hace superior a nosotros?

-El alma, reflejo de la divinidad. He aquí porque aprisiona el rayo y el vapor; he aquí porque también a ti te encadena y porque sorprende mis secretos, me arrebata un mundo y me obliga a sostenerle cuando me cruza, azotándome con la hélice; he aquí porque te fuerza a ti a empujarle hinchando las velas de sus buques.