El voto de los benitos

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​El voto de los benitos​ de Félix María Samaniego

Un convento ejemplar benedictino

a grave aflicción vino

porque en él se soltó con ciega furia

el demonio tenaz de la lujuria,

de modo que en tres pies continuamente

estaba aquel rebaño penitente.

Al principio, callando con prudencia,

hacía cada monje la experiencia

de sujetar con mortificaciones

las fuertes tentaciones.

No se omitió cilicio,

ayuno, penitencia ni ejercicio,

mas fueron vanas medicinas tales;

que, irritadas las partes genitales,

el demonio carnal más las apura,

dando a más penitencia más tiesura.

Supo el caso el abad, quien, aturdido

del feroz priapismo referido,

a capítulo un día

llamó a la bien armada frailería

y, después de entonado

el himno acostumbrado,

a cada cual, con humildad profunda,

pidió su parecer, por que se hallase

un medio que cortase

en la comunidad tal barahúnda.

Los monjes del convento

poltronamente estaban en su asiento

discutiendo los modos diferentes

de alejar con remedios convenientes

el bullidor tumulto

que a cada fraile le abultaba el bulto.

Viendo lo ejecutado vanamente

hasta el caso presente,

los sapientes y místicos varones

con santidad y ciencia propusieron

diversas opiniones,

pero en ninguna dieron

que a propósito fuese

para que luego la erección cediese.

En esta confusión, con reverencia,

pidió el portero para hablar licencia.

El portero, no importa aquí su nombre,

era un legazo de tan gran renombre

que, después de rascarse aquello a solas,

hubo vez de jugar diez carambolas.

-Hable, clamó el abad. Y él, humillado,

dijo: -Dios sea loado,

que a mí, vil gusanillo, ha concedido

lo que a Sus Reverencias no ha querido.

Yo un tiempo tentaciones padecía,

mas, por fortuna mía,

hallé un remedio fácil y gustoso

con que al cuerpo y al alma doy reposo.

-¿Y cuál es?, preguntaron admirados

a una voz los benitos congregados.

-Padres, dijo el portero,

tengo una lavandera, cuyo esmero,

cuando a traerme viene

ropa con que me mude,

tanto cuidado tiene

de limpiarme de manchas exteriores

como de las materias interiores,

y a este fin de tal modo me sacude

que en toda la semana

no se alborota más mi tramontana.

Luego que oyó el abad y el consistorio

el medio tan sencillo y tan notorio

de obviar las tentaciones,

decretaron los ínclitos varones

que un voto, de común consentimiento,

se añadiese en las reglas del convento,

por el cual no pudiera

fraile alguno vivir sin lavandera.

El abad, con presteza,

dejó al punto aquel voto establecido

y a los monjes, alzando la cabeza,

dijo: -El Señor, hermanos, nos ha oído,

cuando remedia así nuestras desgracias.

Cantemos, pues: Agimus tibi gratias.