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El zapatero remendón

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Cuentos del hogar
El zapatero remendón

de Teodoro Baró



En una callejuela estrecha, que no recibía de día más luz que la que lograba penetrar por el escaso trecho que separaba las altas y pobres casas de uno y otro lado; iluminándola de noche dos faroles que más bien parecían candilejas, pues encerrada en ellos despedía luz rojiza la torcida, anegada en aceite de mala calidad, sin lograr sus reflejos otra cosa que hacer más densas las sombras, vivía un zapatero remendón que tenía su tenducho en un portal bajo, húmedo y oscuro. Llamábase Francisco y se le veía durante todo el día, y a veces parte de la noche, encorvado sobre los zapatos, mejores para tirados que para remendados.

Teníanle los niños mucha afición, que él les agradecía poco, pues consistía en molestarle; y al salir de la escuela, en vez de ir directamente a sus casas, tomaban por la callejuela y pasaban corriendo delante del tenducho, gritando:


 Zapatero, zapatero,
 echa suela en el puchero;
 zapatero remendón,
 te has comido un gran ratón.


Francisco procuraba dominarse y no levantar la cabeza; pero se pintaba tal expresión de tristeza en su cara, que si los niños se hubiesen fijado en ella no le hubieran molestado más; porque, por lo regular, los niños son buenos y no creen causar el daño que a veces hacen con sus travesuras. El más travieso, el que más molestaba al remendón y el que capitaneaba a sus compañeros todos los días al salir de la escuela, se llamaba Rafaelito, tenía nueve años y era el que mayor ligereza mostraba en los pies y mayor fuerza en la garganta para huir y gritar a un tiempo:


 Zapatero, zapatero,
 echa suela en el puchero;
 zapatero remendón,
 te has comido un gran ratón.


Francisco cosía los rotos de los zapatos, les echaba medias suelas, siempre pegado a un taburete, que parecía formar parte de su cuerpo, tan encorvado como si nunca hubiese tenido erguido el espinazo. Cuando los niños se burlaban de él, el remendón murmuraba:

-¡Dios os conserve la alegría! Si pasarais mis penas y trabajos, no os burlaríais de mí.

Un día Rafaelito imaginó una jugarreta. El zapatero no estaba en la tienda y el audaz chicuelo ató el extremo de un cordel al taburete y el otro a la rueda de un carro que estaba parado en la calle. Francisco volvió a su trabajo, y cuando el carro echó a andar, vio con gran sorpresa que el taburete hacía otro tanto y se marchaba a la calle, rodando por el suelo todos los chismes que contenía. Salió el zapatero gritando, detúvose el carretero, pero no tan a tiempo que no se hubiese reunido mucha gente; mientras los chicos, apostados en la esquina, se reían de su gracia, que no la tuvo para Francisco, porque los objetos rotos y el deterioro sufrido por el taburete le representaban parte de su mísero jornal. Hay quien dice que al remendón se le escapó una lágrima, y es muy posible no se equivocara la mujer que afirmó haberla visto rodar por sus mejillas. En cambio Rafaelito se rió mucho y todo el día estuvo pensando en su travesura; y hasta soñó que con el taburete seguía la casa detrás del carro y luego el zapatero dando desaforadas voces. Y en esto despertó. Abrió los ojos, vio que apenas había amanecido y se volvió del otro lado; pero una voz le dijo:

-Levántate, que ya es hora.

-Hasta las ocho no he de ir a la escuela.

-Como no se trata de ir a la escuela...

-Pues ¿adónde vamos? preguntó el niño incorporándose en la cama, creyendo que se trataba de una excursión al campo.

-Vístete y lo sabrás.

Rafaelito abrió dos ojos como naranjas al ver a su interlocutor, que era una rata muy grande que le presentaba unos pantalones mugrientos y remendados. Como cobró mucho miedo no se atrevió a hacer ninguna observación y se puso los pantalones. Luego otra rata le dio una chaqueta tan estropeada que enseñó los codos el niño, mejor dicho, el hombre, pues Rafaelito había ido creciendo hasta convertirse en un hombre.

-Estate quieto, le ordenó una tercera rata.

De un bote le saltó a la cabeza y con la cola le enmarañó el cabello, mientras una cuarta y una quinta dieron un par de volteretas en sus manos, que quedaron llenas de pez. Rafaelito se echó a llorar y una de las ratas le dijo:

-Pronto principias. Reserva las lágrimas para mejor ocasión.

En esto una mosca le picó en la nariz, que se le llenó de granos, y una araña le paseó las patas por la cara, que se le cubrió de arrugas.

-En marcha, gritó la primera rata.

Echó a andar sirviéndole las ratas de escolta; y Rafaelito, al pasar delante del espejo, vio con espanto que se había convertido en el zapatero remendón. Llegaron al tenducho, que ya estaba abierto; y subiéndose dos ratas a los hombros del niño, le obligaron a sentarse, quedando como clavado en el taburete; y luego pasaron a sus espaldas y le forzaron a encorvarse. Otra le puso un zapato viejo sobre la rodilla, sujetándolo con el tirapié, y sus brazos se movieron manejando la lezna y el martillo. Las ratas se metieron en sendos agujeros sin asomar más que la punta del hocico, que adornado de erizados bigotes dirigían hacia el niño como diciéndole:

-¡Cuidado con lo que haces!

A la media hora, Rafaelito, que no había cesado de trabajar, tuvo deseos de desayunarse, y saltando de su escondrijo una rata le presentó un mendrugo negro y duro, advirtiéndole que aquél era el desayuno del remendón. Con él debió contentarse, y luego las ratas le ordenaron que siguiese su tarea, pues debía ganar el pan de su familia, que padecía más de hambre que de hartura. Se le saltaron las lágrimas, pero no hubo medio de levantarse del taburete; y a las ocho, como llevase algunas horas remendando zapatos, sintiose desfallecer a causa de la falta de alimento y exceso de trabajo; pero por su consuelo pasaron unos chiquillos que iban a la escuela, y echando a correr, gritaron:


 Zapatero, zapatero,
 echa suela en el puchero;
 zapatero remendón,
 te has comido un gran ratón.


Tanto coraje le dio a Rafaelito la burla, que se le encendieron las mejillas y se levantó para tirar la horma a aquellos desvergonzados; pero una de las ratas saltó del agujero a su cabeza y le obligó a sentarse, diciéndole en tono zumbón:

-Ahora principias a saber lo que es bueno.

-¿He de sufrir sus burlas, además de sufrir el trabajo y el hambre?

-Claro está que has de sufrirlas, pues los niños hacen lo que tú les has enseñado y lo mismo que tú hacías.

Callose Rafaelito y no su estómago, que cada vez era más exigente atormentado por el hambre, pero debió seguir trabajando hasta las doce; y cuando a mediodía iba a dejar el taburete rendido por la fatiga y por la necesidad, volvieron a pasar los niños que salían de la escuela y a coro repitieron la burla.

-¡Infames! ¡Infames! exclamó Rafael desesperado.

-Paciencia, amiguito, le dijo una de las ratas. Ten en cuenta que es la segunda vez que oyes lo de «zapatero, zapatero,» que hace meses vienes tú cantando al remendón. Vete a comer.

Bajando dos húmedos escalones se halló delante de la comida, que consistía en un plato de sopas de ajo y otro de patatas cocidas, con algunas sardinas saladas. Eran tres a comer: él, la mujer y un hijo de Francisco; y como la comida era escasa y la mujer y el niño estuviesen hambrientos, en particular éste, Rafaelito se privó de parte de lo que le correspondía. Con el último bocado volvió al taburete y a los zapatos, pensando en aquellos dos seres a cuyo mantenimiento difícilmente podía subvenir el remendón aunque trabajase desde el amanecer hasta la noche. Y a las dos volvieron a pasar los niños que iban a la escuela y se burlaron como de costumbre de Francisco, lo que equivalía a mofarse de Rafaelito hambriento, cansado y dominado por la tristeza; y al salir de la escuela renovose el escarnio; y entonces Rafaelito, prorrumpiendo en sollozos, exclamó:

-¡Dios mío! ¡Cómo ha debido sufrir el pobre zapatero! ¡Cuánto me arrepiento de haberme burlado de él!

Al oírle las ratas saltaron de sus agujeros encima del taburete, y la que parecía mandar a las demás, le dijo:

-Puesto que estás arrepentido, levántate.

Rafael se levantó y se encontró ágil como el día anterior.

-Péinale, ordenó la rata a una de sus compañeras.

La orden fue obedecida, y moviendo la cola como hubiera podido manejar el peine el más hábil peluquero, en un momento le dejó compuesto el cabello, y a falta de pomada le paseó por encima la lengua, quedando muy lustroso. Una mariposa que entró en el tenducho, le rozó la cara con sus alas y desaparecieron las arrugas de la frente y los granos de la nariz. Luego otra rata mojó en agua sus patitas y le limpió las manos, mientras las demás se apresuraban a quitarle la ropa que llevaba y a ponerle la suya con lo cual se halló transformado en Rafaelito. Fuese a su casa como si saliera de la escuela; y al día siguiente, al pasar delante del tenducho del remendón, en vez de gritar:


 Zapatero, zapatero,
 echa suela en el puchero;
 zapatero remendón,
 te has comido un gran ratón.


se detuvo y dijo:

-Buenos días le dé Dios, señor Francisco. Sé que tiene usted un hijo, y con el permiso de mamá le ofrezco estos juguetes; y también este dinero que mamá destinaba para comprarme otros, pero que estará mejor empleado en un vestido para su hijito.

El remendón levantó la cabeza, aceptó lo que el niño le ofrecía y murmuró saltándosele las lágrimas:

-¡Dios le bendiga a usted!

Rafaelito se fue a la escuela muy contento; y cuando sus condiscípulos le preguntaron al verle si había hecho una nueva jugarreta al zapatero, contestoles:

-No volveré a burlarme de él, porque sé que es cosa fea y mala mofarse de los pobres. Si queréis estar alegres como yo lo estoy, haced lo que he hecho.

-¿Qué has hecho? exclamaron todos.

-Una buena acción.