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Elegía (Samaniego Palacio)

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Elegía
de Ramón Samaniego Palacio


Mon coeur lui doit ces soins pieux et tendres.
 
Béranger


 

      ¿Qué rayo viene a destrozar mi frente
 y abrir en mi alma una profunda herida?
 ¿Qué voz rasga mi oído de repente,
 

      al rebramar del trueno parecida?
 ¡Ay... abrumado estoy y sin aliento,
 y entre sombras mi mente confundida!...
 

     Me falta la razón, mi pensamiento
 se ofusca, se oscurece, pierde el brío,
 y se apodera de él delirio lento!...
 

     Y el eco se repite, el eco impío
 de esa insólita voz desgarradora
 que rauda el huracán lanzó bravío!
 

      ¡Murió!... ¡pronuncia cruel!... ¡asoladora!...
 ¡murió!... ¡repite con pujante estruendo!...
 ¡sin tregua resonando a toda hora!
 

      ¡Oh suplicio feroz, martirio horrendo
 que, eterno como el alma, nunca pasa
 y que va mi existencia destruyendo!
 

      ¡Una llama voraz mi pecho abrasa,
 fuego respiro que mis labios quema
 y son mis venas encendida brasa!
 

      Y en esa hora de horror, hora suprema
 de sombras, de tinieblas, de agonía,
 de la vida y la muerte lucha extrema,
 

     yo, lejos de su lecho, en paz dormía,
 ajeno a la tormenta que bramaba
 y en torno del hogar fúnebre ardía.
 

     ¡Ay infeliz, que el Cielo me negaba
 siquiera recoger su último aliento
 y probarle el ardor con que le amaba!
 

     ¡Muerte fatal, memoria de tormento,
 fuente copiosa de amargura y llanto
 y símbolo de luto y sentimiento!
 

      ¡Tú has causado, inhumana, mi quebranto,
 tú has vertido en mi pecho la amargura,
 tú me has sumido en infortunio tanto!
 

      De su vida inocente, recta y pura,
 manantial de virtud acrisolada,
 de caridad modelo y de ternura,
 

     ¡compasión no tuviste, y despiadada
 a tus furores la inmolaste, ansiosa
 de ostentar tu potencia malhadada!
 

     Ríe, pues, de tu triunfo; ya rebosa
 en mi pecho la hiel que tú has vertido...
 ¡la víctima que hiciste ya reposa!...
 

      Sí, mírala a tus pies... pero ¡ay! transido
 de angustia y de dolor, llevo los ojos
 al doméstico hogar, dulce y querido.
 

      Y sólo miro pálidos despojos
 que me dicen su nombre venerando
 para aumentar del alma los enojos;
 

      y huérfana, infeliz, allí llorando
 a la hija que él amó con tanto anhelo,
 miro su último aliento ya exhalando;
 

      y que en voz balbuciente eleva al cielo
 mil ayes de su pecho dolorido,
 y demanda en su angustia algún consuelo.
 

     Pero ¡ay! en vano... mas enardecido
 vuelve el recuerdo a destrozar el alma
 a cada queja de su pecho herido.
 

     ¿Adónde, adónde fue la dulce calma
 y la tranquila paz y la alegría?...
 ¡Mustio el hogar está, seca la palma
 

     que con su sombra cobijó algún día
 la fuente cristalina do apuramos
 las glorias que el vivir nos prometía!
 

     Ya todo se acabó... solos quedamos,
 huérfanos en la tierra, desvalidos
 sin luz que nos alumbre... ya cegamos,
 

     y entre luto y tinieblas confundidos
 en el mar de la vida proceloso,
 ¿qué haremos ¡ay! en su extensión perdidos?
 

     ¡Sin ti ya nadie, oh padre cariñoso,
 de justicia y bondad, de amor dechado,
 nos brindará su apoyo generoso!
 

      Mas, del hogar en torno, con cuidado
 guardaremos por siempre tu memoria,
 cual la vestal el fuego consagrado;
 

      Será tu vida la brillante historia
 en que honor y virtud aprenderemos
 y la fe en el Señor, y su alta gloria
 como tú sin descanso buscaremos.