Emilio/Libro III

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Libro III


Aunque hasta llegar a la adolescencia el curso de la vida es época de debilidad, durante esta primera edad hay un punto en que el progreso de las fuerzas ha dejado paso al de las necesidades; aunque el animal que crece es débil aún en un sentido absoluto, en el relativo es fuerte. Como sus necesidades todavía no están desenvueltas, sus fuerzas actuales son más que suficientes para satisfacer las que tiene. Como hombre, sería muy débil, pero como niño es muy fuerte.

La flaqueza del hombre, ¿de dónde proviene? De la diferencia entre su fuerza y sus deseos. Son nuestras pasiones las que nos hacen débiles, porque para contenerlas serían precisas más fuerzas-que las que nos otorgó la naturaleza. Disminuir, pues, los deseos, equivale a aumentar las fuerzas; al que puede más de lo que desea, le sobran, porque ciertamente es un ser muy fuerte. Este es el tercer estado de la niñez, y de él voy a tratar. Continúo denominándola niñez porque me falta un término propio para expresarla, aproximándose esta edad a la adolescencia, sin ser todavía la de la pubertad.

A los doce o trece años las fuerzas del niño se desarrollan más rápidamente que sus necesidades. La más violenta, la más sensible, todavía no se ha hecho sentir en él; hasta el mismo órgano permanece imperfecto, y para salir de su imperfección, parece esperar que le apremie la voluntad. Poco sensible a las inclemencias del aire y de las estaciones, las desafía sin temor, pues su calor naciente le sirve de abrigo, su apetito de condimento, y todo alimento es bueno para su edad; si tiene sueño, se tiende en el suelo y duerme, y encuentra en cualquier sitio lo que precisa; no le atormenta ninguna necesidad imaginaria, la opinión no puede nada con él, sus deseos no llegan más allá de sus brazos y no sólo se puede bastar a sí propio, sino que tiene más fuerza que la necesaria. Esta es la única época de la vida que se hallará en este caso.

Presiento la objeción. No se dirá que el niño tiene más necesidades de las que yo creo, pero sí se negará que tiene la fuerza que le atribuyo, sin pensar que yo hablo de mi alumno y no de esos muñecos ambulantes que pasan de una habitación a otra, que mueven una cajita y llevan cargas de cartón. Me dirán que la fuerza viril no se manifiesta hasta la virilidad, que lo único que puede dar a los músculos la consistencia, la actividad, el tono y el empuje, de donde resulta la verdadera fuerza, es la elaboración de los espíritus vitales en los vasos propios y su difusión por todo el cuerpo. Esa es la filosofía de gabinete, pero yo apelo a la experiencia. Veo en vuestras campiñas mozos que cavan, riegan, aran, cargan toneles de vino y llevan la carreta tan bien como su padre; los tomaríamos por hombres si el timbre de su voz no los traicionara. En nuestras mismas ciudades hay muchachos aprendices de herrero, de cerrajero, de herrador, que casi son tan robustos como sus maestros, y no serían menos diestros si se les hubiera ejercitado a tiempo. Si hay diferencia, y convengo en que la hay, repito que no es tanta como la de los deseos fogosos de un hombre comparados con los limitados de un niño. Aparte de que aquí no sólo se trata de fuerzas físicas, sino de la fuerza y del entendimiento que las sustituye o las dirige.

Este intervalo en que el individuo puede más de lo que desea, si bien no es la época de su mayor fuerza absoluta, es, como he manifestado, la de su mayor fuerza relativa. Es el tiempo más precioso de la vida, que se va para no volver; tiempo muy corto y que, como se verá más adelante, es muy útil emplearlo bien.

¿Qué hará, pues, con estas excesivas facultades y fuerzas que ahora le sobran y que en otra edad le harán falta? Procurará utilizarlas en tareas que pueda aprovechar en todo lo que sea necesario; destinará, por decirlo así, en lo venidero lo superfluo de su estado actual; el niño robusto hará provisiones para el hombre débil, pero no las guardará ni en los almacenes ni en los cofres que puedan robarle ni en las casas que le son extrañas; para aprovecharse verdaderamente de ellas, las tendrá en sus brazos, en su cabeza, dentro de sí mismo. Ya ha llegado, pues, el tiempo de trabajar, de instruirse, de estudiar, y debo remarcar que no soy yo quien arbitrariamente hago-esta elección, sino que es la misma naturaleza lo que la indica.

La inteligencia humana tiene límites, y un hombre no puede saberlo todo, sino que ni siquiera puede saber totalmente lo poco que saben los demás, y ya que toda proposición contradictoria de una falsa es verdadera, tan inagotable es el número de las verdades como el de los errores. Entonces, hay que hacer una elección entre las cosas que deben enseñarse y ver en qué tiempo conviene aprenderlas. Entre los conocimientos que podemos adquirir, unos son falsos y otros inútiles, y algunos valen para enorgullecer al que los posee. El escaso número de los que verdaderamente contribuyen a nuestro bienestar es el único digno de ser investigado por un hombre sabio, y por consiguiente de un niño que queremos que lo sea. No se trata de saberlo todo, sino solamente lo útil.

De este corto número aún se restarán las verdades necesarias para ser comprendidas por un entendimiento ya formado, las que suponen el conocimiento de las relaciones del hombre, que el niño no puede adquirir, v las que predisponen a un alma sin experiencia a que se forme ideas erróneas sobre otras materias.

Estamos reducidos a un pequeño círculo con relación a la existencia de las cosas, ¡pero este círculo forma todavía una inmensa esfera para la capacidad de comprensión de un niño! Tinieblas del entendimiento humano, ¿qué mano temeraria se atreve a levantar vuestro velo? ¡Qué de abismos veo abrir por nuestras vanas ciencias en torno de este joven infortunado! Tú, que vas a conducirle por estos peligrosos senderos, y que vas a descorrer ante sus ojos la sagrada cortina de la naturaleza, tiembla; asegúrate primero bien de su cabeza y de la tuya, teme que al uno o al otro se os vaya, y tal vez a los dos. Teme los adornos engañosos de la mentira y los vapores embriagadores del orgullo. Acuérdate, acuérdate siempre de que la ignorancia jamás fue perniciosa, que sólo el error es funesto y que no nos extraviamos por no saber, sino por creer que sabemos.

Sus adelantos en la geometría os podrán servir de prueba y medida cierta para el desarrollo de su inteligencia, pero tan pronto como es capaz de distinguir lo que es útil de lo que no lo es, es importante tener mucho cuidado y arte para inducirle a estudios especulativos. Si, por ejemplo, se desea que busque una media proporcional entre dos líneas, hágase de forma que precise hallar un cuadrado igual a un rectángulo determinado; si se trata de dos medias proporcionales, primeramente sería necesario hacer que le interesara el problema de la duplicación del cubo, etc. De esta manera nos vamos acercando paulatinamente a las nociones morales que diferencian el bien del mal. Hasta aquí únicamente hemos conocido la ley de la necesidad; ahora tenemos presente lo que es útil, pero pronto trataremos de lo que es conveniente y bueno.

El mismo instinto anima las distintas facultades del hombre, a la actividad del cuerpo que procura su desarrollo, sigue la del espíritu que procura instruirse. Al principio los niños son revoltosos, después son curiosos, y esta curiosidad bien dirigida es el móvil de la edad a que hemos llegado. Debemos distinguir siempre las tendencias que provienen de la naturaleza de las que se originan en la opinión. Existe un afán de saber que se basa únicamente en el deseo de ser considerado sabio y otro que proviene de una curiosidad natural del hombre por todo lo que le puede interesar de cerca o de lejos. El deseo innato de bienestar y la imposibilidad de contentar plenamente este deseo, son motivo de que aspire sin cesar a nuevos medios para contribuir. Este es el primer principio de la curiosidad, principio natural del corazón humano, pero que se desarrolla únicamente en proporción de nuestras pasiones y nuestras luces. Imaginad un filósofo relegado en una isla desierta con instrumentos y libros, seguro de pasar solo el resto de sus días; no se preocupará más del sistema del mundo, de las leyes de atracción, ni del cálculo diferencial; tal vez ya no abrirá un libro, pero no se abstendrá de visitar hasta el último rincón de su isla, por grande que sea. Rechacemos, pues, de nuestros primeros estudios los conocimientos que no son del agrado natural del hombre y limitémonos a los que nos hace desear el instinto.

La tierra es la isla del género humano, y el objeto que nos impresiona más es el sol. Tan pronto como comenzamos a desviarnos de nosotros, sobre la tierra y el sol deben versar nuestras primeras observaciones. Por eso la filosofía de casi todos los pueblos salvajes se basa en divisiones imaginarias de la tierra y en la divinidad del sol.

¡Qué salto!, tal vez dirán. Hace sólo un instante que nos ocupábamos de lo que nos toca y rodea inmediatamente, y de pronto ya estamos recorriendo el globo y sin parar hasta el fin del mundo. Este salto es efecto del progreso de nuestras fuerzas y de la propensión de nuestro espíritu. En el estado de flaqueza e insuficiencia, nos reconcentra dentro de nosotros el afán de conservaros; en el estado de poderío y fuerza, nos saca fuera el deseo de explayar nuestro ser y nos lanza lo más lejos posible, pero como desconocemos todavía el mundo intelectual, nuestro pensamiento no va más lejos que nuestros ojos, ni nuestro entendimiento se extiende más allá del espacio que domina.

Convirtamos nuestras sensaciones en ideas, pero no pasemos de pronto de los objetos sensibles a los intelectuales. Por los primeros debemos llegar a los últimos. En las primeras operaciones del espíritu los sentidos deben ser siempre sus guías. Ningún otro libro que no sea el mundo, ninguna otra instrucción que los hechos. El niño que lee no piensa, no hace más que leer; no se instruye, pues sólo aprende palabras.

Haced que vuestro alumno esté atento a los fenómenos de la naturaleza, v en seguida despertaréis su curiosidad, pero para sujetarla no os deis prisa a satisfacerla. Poned a su alcance las cuestiones y dejad que él las resuelva. Que no sepa nada porque se las habéis propuesto, sino porque las haya comprendido él mismo; que invente la ciencia y no que la aprenda. Si en su entendimiento sustituís una sola vez la autoridad a la razón, no discurrirá más y jugará con él la opinión de los otros.

Queréis enseñar la geografía a ese niño, y vais a buscar globos, esferas y mapas; ¡cuántas máquinas! ¿Qué finalidad tienen estas representaciones? ¿Por qué no empezáis mostrándole el objeto mismo, para que por lo menos sepa de qué se trata?

Una tarde serena y bella vamos a pasear por un lugar a propósito, donde el horizonte aparece descubierto, dejando ver plenamente el sol en su ocaso, y observamos los objetos que hacen que se reconozca el sitio por donde se ha puesto. Al próximo día volveremos a tomar el fresco en el mismo lugar, pero antes de que salga el sol. Le contemplamos desde lejos con las flechas de fuego con que se anuncia. Va aumentando el incendio, aparece todo el oriente inflamado, su brillo nos obliga a que esperemos el astro mucho tiempo antes de que se descubra; a cada instante nos da la sensación de que lo vamos a ver, hasta que al fin logramos verle. Tiene unos destellos como un relámpago su trazo brillante, y al momento cubre todo el espacio, se funde el velo de las tinieblas y cae; el hombre reconoce su mansión y la encuentra embellecida. En el transcurso de la noche las plantas han cobrado un nuevo vigor, el naciente día que las alumbra, los primeros rayos que las besan nos las muestran con una capa de rocío que refleja los colores y la luz. El coro formado por el conjunto de las aves saluda con sus conciertos al Padre de la Vida; en este momento ni una sola de las aves está callada, su trinar todavía es débil, es más lento y más suave que en el resto del día, pues aún se resienten de lo soñoliento de su apacible despertar. El conjunto de todos estos objetos deja en el pecho una impresión de serenidad que se adentra hasta lo más profundo del alma. Durante media hora flota un fuerte embeleso al que ningún hombre es capaz de resistirse; este espectáculo tan hermoso, tan delicioso y magnífico nos conmueve a todos.

Lleno del entusiasmo que se apodera de él, el maestro quiere comunicárselo a su discípulo y cree que le conmueve participándole las sensaciones que le han conmovido. ¡Qué disparate! En el corazón del hombre es donde reside la vida del espectáculo de la naturaleza, y para verlo es preciso sentirlo. El niño distingue los objetos, pero no puede conocer las relaciones que los estrechan ni oír la dulce armonía de su concierto. Se requiere una experiencia que todavía no ha adquirido, son precisos afectos que no ha experimentado para sentir la impresión que resulta de todas estas impresiones juntas. Si no ha andado mucho por áridas llanuras, si no han tostado sus pies ardientes arenales, si jamás le sofocó la ardiente reverberación de los pedregales encendidos por el sol, ¿cómo queréis que el fresco de una hermosa madrugada sea capaz de recrearle? ¿Cómo pueden embriagar sus sentidos el aroma de las flores, el verdor de las plantas, las húmedas perlas del rocío y la blanda y tierna alfombra del césped? ¿Qué clase de emoción le ha de proporcionar el gorjeo de los pajarillos si todavía desconoce los acentos del deleite y del amor? ¿Cómo puede cautivarle el nacimiento de un día tan hermoso si su imaginación aún no le sabe pintar los gustos con que puede llenarle? ¿Y cómo, por último, le ha de enternecer la hermosura del espectáculo de la naturaleza si ignora cuál es la mano que con tanto primor la adornó?

No expliquéis a un niño nada que sea incapaz de entender; apartad las descripciones, la elocuencia, las figuras y la poesía. En este momento no se trata de sentimiento ni de gusto; continuad siendo claro, sencillo y tranquilo, pues pronto llegará el tiempo en que le podréis hablar empleando otro estilo.

Educado en el espíritu de nuestras máximas, acostumbrado a sacar de sí mismo todos sus instrumentos, y a no recurrir nunca a otro, si no es después de reconocer su incapacidad, cada objeto nuevo que ve lo examina mucho tiempo sin decir nada. Es pensativo, pero no preguntón. Limitaos a presentarle los objetos cuando sea el momento oportuno; luego, cuando os deis cuenta de que se le despierta la curiosidad, hacedle alguna pregunta escueta que le encauce para la solución.

En esta ocasión, después de contemplar el sol naciente y de haberle remarcado los montes que se ven hacia el oriente, y los demás objetos inmediatos, y que haya podido charlar a su gusto sobre todo, guardad un rato de silencio, como sí reflexionarais sobre algo muy importante, y luego le decís: «Estoy pensando en que ayer por la tarde el sol se puso por allí, y esta madrugada ha salido por aquí. ¿Cómo puede ser eso?» No le digáis nada más; si os hace preguntas, no se las respondáis, y hablad de otra cosa. Dejadle que piense él, seguro de que lo hará.

Para que un niño se habitúe a estar atento, y para que le impresione mucho una verdad sensible, es preciso que durante algunos días le cause inquietud, antes de que dé con ella. Si no la concibe de este modo suficientemente, hay manera de hacérsela todavía más palpable, y consiste en invertir la cuestión, ya que si no sabe cómo va el sol de su ocaso a su nacimiento, por lo menos sabe cómo va de su nacimiento a su ocaso, puesto que sus ojos lo han visto. Conformad, pues, la primera cuestión con la otra y veréis cómo no podrá menos que comprender una analogía tan evidente, a no ser que vuestro alumno sea absolutamente necio. Esta será su primera lección de cosmografía.

Como siempre procedemos lentamente de una idea sensible a otra idea sensible, como nos familiarizamos durante mucho tiempo con una antes de que pasemos a otra, y como nunca forzamos a nuestro alumno a que esté atento, mucho tendrá que andar desde esta primera lección hasta conocer el curso del sol y la configuración de la tierra, pero como todos los movimientos aparentes de los cuerpos celestes están basados en el mismo principio, y la primera observación nos lleva a todas las demás observaciones, nos cuesta menos, aunque se necesite más tiempo, llegar desde una revolución diurna al cálculo de los eclipses que entender bien la causa de la sucesión del día y de la noche.

Puesto que el sol gira alrededor del mundo, describirá un círculo, y todo círculo es necesario que tenga un centro, y nosotros ya lo sabemos. Este centro no podemos verlo porque está en el interior de la tierra, pero en su superficie podemos señalar dos puntos opuestos que le correspondan. Una aguja que pase por los tres puntos y se prolongue hasta el cielo por una y otra parte será el eje del mundo y del movimiento diurno del sol. Una peonza redonda que ruede representará el cielo dando vueltas sobre su eje; los dos puntos de la peonza son los dos polos, y el niño tendrá una gran satisfacción en conocer uno, pues yo se lo muestro en la cola de la osa menor. Ya tenemos diversión para las estrellas, y de aquí nace la primera afición por conocer los planetas y observar las constelaciones.

Nosotros hemos visto salir el sol el día de San Juan; vamos también a verle salir por Navidad, o cualquier otro día sereno de invierno, puesto que ya es sabido que no tenemos pereza y que no nos asusta el frío. Tengo mucho cuidado de realizar esta observación en el mismo sitio en que hicimos la primera y mediante alguna habilidad para lograr que se fije en ello, uno de los dos exclama: «¡Qué sorpresa!, el sol no sale por el mismo sitio. Aquí están nuestros sitios de antes, y ahora ha salido por allí; luego existe un oriente de verano y otro de invierno...» Maestro joven, ya estás en el camino. Estos ejemplos te deben ser suficientes para poder enseñar con mucha claridad la esfera, representando el mundo por el mundo y el sol por el sol.

Por regla general, nunca debéis sustituir el objeto con signos, a no ser que os sea imposible experimentar con las cosas reales, pues el signo absorbe la atención del niño y le hace olvidar el objeto representado.

La esfera armilar me parece una máquina mal compuesta y ejecutada desproporcionadamente; aquella confusión de círculos y las extrañas figuras grabadas en ella, le dan un aspecto de magia que turba la mente de los pequeños. La tierra es muy pequeña y los círculos muy grandes; algunos, como los coluros, son completamente inútiles y cada círculo es más ancho que la tierra; el espesor del cartón les da una forma sólida que hace que se miren como masas circulares realmente existentes, y cuando le decís al niño que todos estos círculos son imaginarios, ni sabe lo que ve ni entiende nada.

Nosotros nunca sabemos colocarnos en el sitio de los niños, ni acomodarnos a sus ideas, sino que les atribuimos las nuestras, y siguiendo siempre nuestros propios razonamientos con verdades bien eslabonadas, sólo amontonamos en sus cabezas extravagancias y errores.

Se discute acerca de la preferencia entre el análisis o la síntesis para estudiar las ciencias, pero no siempre existe la posibilidad de escoger; a veces es posible resolver y componer en una misma investigación, guiando el niño por el método de la enseñanza, cuando él cree que no hace más que analizar. Entonces, empleando a un mismo tiempo el uno y el otro, ellos se servirán mutuamente de pruebas. Partiendo a la vez de los dos puntos opuestos, sin pensar que anda el mismo camino, quedará extrañado de encontrarse y no dejará de serle muy agradable esta sorpresa. Yo quisiera, por ejemplo, tomar la geografía por ambos extremos y unir con el estudio de las revoluciones del globo la medida de sus partes, comenzando por el sitio de su habitación. En tanto que el niño estudia la esfera y de este modo se traslada a los cielos, llevadle a la división de la tierra y le enseñáis primero su propia morada.

Sus dos primeros puntos de geografía serán el pueblo donde vive y la casa de campo de su padre; después los lugares intermedios, luego los ríos de las cercanías, y por último el aspecto del sol y la forma de orientarse. Este es el punto de reunión. Que él mismo haga el mapa de todo esto, mapa muy sencillo y primero formado con solo dos objetos, a los cuales irá añadiendo los demás, al paso que va sabiendo o valorando su distancia v su posición. Ya se ven las ventajas que le hemos proporcionado al meterle un compás en los ojos.

Sin embargo, será preciso guiarle un poco, aunque lo menos posible, y sin que él lo vea. Si se engaña, le debéis dejar y no enmendéis sus yerros; esperad sin decir nada que se encuentre en situación de verlos y de enmendarlos por sí mismo, o lo más que se puede hacer es que al tener una ocasión propicia se aproveche algún detalle que se los haga ver. Si nunca se engañare, su aprendizaje sería más deficiente. Referente a lo demás, no pretendemos que sepa con exactitud la topografía del país, sino la manera de que mediante ella pueda instruirse; poco importa que tenga o no grabados en su mente los mapas; lo que sí importa es que comprenda bien lo que representan y que tenga ideas claras del procedimiento para levantarlos. Observad la diferencia que hay entre el saber de vuestros alumnos y la ignorancia del mío. Los vuestros saben mapas y el mío los hace. Ya tenemos nuevos adornos para su aposento.

Acordaos siempre de que el espíritu de mi sistema no es enseñar muchas cosas al niño, sino el de no permitir que se metan en su cerebro otras ideas que las justas y claras. Aunque no sepa nada, me importa muy poco, con tal que no se engañe, y si planto verdades en su cabeza, es por preservarle de los errores que en su lugar aprenderían. Caminando despacio se llega hasta alcanzar la razón y el discernimiento, pero las preocupaciones acuden de una forma atropellada y es indispensable evitárselas. Mas si consideráis la ciencia en sí misma, os metéis en un mar sin fondo ni orillas, lleno de bajíos, y nunca llegaréis a puerto seguro. Cuando veo a un hombre que se deja seducir por el amor a los conocimientos, y corre de uno a otro sin que se consiga parar, me figuro que estoy viendo a un muchacho cogiendo conchas a la orilla del mar y cargando con ellas; luego, llevado de la codicia, al ver otras, tira las primeras y coge otras, hasta que rendido por el excesivo peso, y no sabiendo cómo seguir adelante, las arroja todas y se vuelve con las manos vacías.

Durante la primera edad, el tiempo era largo, y nosotros procurábamos perderlo por miedo a emplearlo mal. Ahora todo es al revés; no tenemos el tiempo suficiente para hacer lo que nos sería útil. Pensad que ya están cerca las pasiones, y así que llamen a la puerta, vuestro alumno pondrá su mejor atención en ellas. La edad serena de la inteligencia es tan corta, huye con tanta rapidez, y hay que emplearla en tantas cosas indispensables, que es una locura creer que es suficiente para hacer sabio a un niño. No se trata de enseñarle las ciencias, sino de que se aficione a ellas y proporcionarle métodos para que las aprenda cuando se desarrollen mejor sus aficiones. He aquí el principio fundamental de toda educación.

Cuando os interrogue, debéis contestarle sólo lo necesario para entretener su curiosidad, pero no para dejarla satisfecha, pero cuando os deis cuenta de que en vez de proponer cuestiones para instruirse se pone a divagar y a incomodaros con preguntas necias, callaos en el acto y estad seguros de que entonces no insistirá en la cuestión, sino en que os sometáis a sus interrogatorios. Se debe tener menos cuenta las palabras que dice que el motivo que las dicta. Esta advertencia, no tan necesaria hasta aquí, empieza a ser de la mayor importancia en cuanto el niño empieza a discurrir.

Existe un encadenamiento de verdades generales, en virtud del cual todas las ciencias penden de principios comunes y que se desarrollan sucesivamente; este encadenamiento es el método de los filósofos, del que no tratamos aquí. Existe otro completamente distinto, en el cual cada objeto particular viene eslabonado con otro anterior y trae detrás de sí al que sigue. Este orden que mantiene siempre con una curiosidad continua la atención que todos los estudios requieren, es el seguido por la mayor parte de los hombres y el que conviene con especialidad a los niños.' Cuando nos orientábamos para levantar nuestros mapas, fue preciso trazar meridianos. Dos puntos de intersección entre las sombras iguales de la mañana y la tardé, son un excelente meridiano para un astrónomo de trece años. Pero estos meridianos se borran y se necesita tiempo para trazarlos; obligan a trabajar siempre en un mismo sitio, y tanta solicitud y tanta sujeción le aburrirían. Esto ya lo hemos previsto y remediado de antemano.

Ya estoy de nuevo en mis largos y minuciosos detalles. Ya oigo, lectores, vuestras murmuraciones y las arrostro, que no quiero sacrificar a vuestra impaciencia la parte más útil de este libro. Tomad la resolución que os parezca acerca de mis prolijidades, puesto que yo tengo tomada la mía acerca de vuestras quejas.

Desde mucho tiempo antes mi alumno y yo habíamos observado que el ámbar, el vidrio, la cera y otros varios cuerpos frotados atraían las pajitas, y que otros no lo hacían. Casualmente encontramos uno que tiene una virtud todavía más extraña, que es la de atraer desde alguna distancia y sin que lo froten las limaduras y otras virutas de hierro. ¡Cuánto tiempo esta cualidad nos divierte, sin poder descubrir su misterio! Por último descubrimos que el hierro se adhiere al imán. Un día vamos a la feria [1], y un prestidigitador atrae con un mendrugo de pan un pato de cera que nada en un barreño. Aunque nos extrañó mucho, no decimos que es un brujo porque no sabemos qué es un brujo. Tocando continuamente efectos cuyas causas ignoramos, no nos apresuramos a decidir sobre nada, y estamos quietos hasta que encontramos ocasión para salir de nuestra ignorancia.

Al regresar a casa, a fuerza de hablar del pato de la plaza, se nos mete en la cabeza el imitarle: cogemos una aguja fuerte, la pegamos a la piedra de un imán, la rodeamos con cera blanca, a la cual damos lo mejor posible la figura de un pato, de modo que el cuerpo quede atravesado por la aguja y su cabeza forme el pico. Metemos el pato en el agua, aproximamos a su pico una llave, y con un júbilo que no es difícil comprender, lo mismo que el de la plaza, seguía al mendrugo. El observar la dirección que toma el pato dentro del agua cuando le dejan quieto, es una operación que podremos realizar otro día. Por el momento, queremos ocuparnos de nuestro asunto.

Desde aquella misma tarde volvimos a la plaza, con el pan preparado ya en nuestros bolsillos; tan pronto como el prestidigitador puso en práctica su habilidad, mi doctorcillo, que ya no se podía contener, le dijo que aquello era muy fácil y que también él podía hacerlo. Su palabra es aceptada, y al instante se saca del bolsillo el pan en el cual está metido el pedazo de hierro; cuando se acerca a la mesa, le late el corazón y presenta el pan casi temblando; viene el ánade y le sigue. Con el palmoteo y las aclamaciones del corro se le va la cabeza v está como mareado. No obstante, el prestidigitador, confuso, de momento, se acerca para abrazarle y darle la enhorabuena, y le ruega que le honre con su presencia al día siguiente, añadiendo que juntará más gente para que aplaudan su habilidad. Más que contento, mi pequeño naturalista quiere hablar, pero le tapo la boca y me lo llevo colmado de elogios.

Con gran impaciencia el niño cuenta los minutos hasta llegar el otro día. Invita a todos los conocidos que encuentra; desea que presencie su gloria todo el linaje humano, y espera con ansia la hora señalada; sale antes del tiempo debido, vuela hacia al sitio, donde ya está formado el corro. Cuando entra en él, su tierno corazón se ha ensanchado. Antes han de realizar otros juegos; el prestidigitador pone gran esmero y ejecuta una serie de habilidades, pero el niño no ve nada; se inquieta, suda y apenas respira; transcurre el tiempo buscando en el bolsillo su mendrugo, y le tiembla la mano con la impaciencia. Por último llega su turno y el maestro le anuncia al público con mucha pompa. Se acerca con un poco de vergüenza, saca su pan... ¡Oh veleidad de las cosas humanas! El pato, tan manso la víspera, hoy está huraño; en lugar de presentarle el pico, le vuelve la cola y se va; huye del pan y de la mano que se lo presenta con la misma diligencia con que antes le seguía. Después de mil pruebas inútiles y siempre fracasadas, el niño se queja de que le han engañado, de que le han cambiado el pato de la víspera v le exige al prestidigitador que le traiga el verdadero.

Entonces el sujeto coge el trozo de pan que el niño ha traído, se lo presenta al pato, y al instante viene hacia su mano. Agarra el niño el mismo mendrugo, pero en vez de serle más provechosa la experiencia que antes, se da cuenta de que el pato se burla de él, y de que va dando vueltas alrededor del barreño; por último, avergonzado, y sin atreverse a hacer otra prueba, se va para que no se burlen de él otra vez.

Entonces el sujeto toma el mismo mendrugo de pan que había traído el niño, y se sirve de él con tan buen resultado como del suyo; saca el hierro delante de todo el mundo, y otras risotadas a costa nuestra; luego con ese pan, sacado ahora del hierro atrae lo mismo que antes al pato. Hace igual con otro mendrugo cortado delante del público por otra persona; otro tanto realiza con su guante, con la yema del dedo; por último se pone en medio del corro, y con el tono enfático propio de estas gentes, declara que no será menos obediente a su voz que a su ademán; le habla y el pato obedece; le dice que se vaya por la derecha, y va a la derecha; que vuelva, y vuelve; que dé una vuelta, y la da; tan pronto como da la orden, la orden es cumplida. Los aplausos tan repetidos resultan para nosotros otras tantas afrentas. Nos escapamos sin ser vistos y nos encerramos en nuestra habitación, sin irle a contar nuestras victorias a nadie, al revés de lo que habíamos convenido.

En la mañana del día siguiente llaman a la puerta; abro, y me encuentro con el hombre de los cubiletes, quien se queja con mucha moderación de nuestro proceder. ¿Qué nos había hecho él para que quisiéramos desacreditar sus juegos y quitarle el medio de ganarse el pan? ¿Qué milagro es saber atraer un ánade de cera para que se quiera tener esta honra a costa de la subsistencia de un hombre de bien? «Os prometo, señores, que si dispusiera de otro talento para poder vivir, poco alarde haría de éste. Debíais comprender que un hombre que pasa la vida ejercitándose en esta pobre industria, sabe más que vosotros de todo esto, que solamente os ocupáis en ella algunos ratos. Si al principio no les enseñé mis magistrales argucias, fue porque no es conveniente darse prisa en demostrar lo que uno sabe; yo tengo un gran cuidado en reservar mis mejores habilidades para un caso determinado, y después de una me quedan otras muchas con las cuales puedo confundir a los jóvenes indiscretos. Por lo demás, vengo de muy buena gana a revelaros el secreto que tanto os ha dado que hacer, rogándoos que no hagáis abuso del mismo en perjuicio mío, y que para otra vez seáis más discretos.»

Entonces nos enseñó su máquina, y con la mayor sorpresa vimos que no consistía en otra cosa que en un gran imán, el cual lo movía un niño que estaba escomido debajo de la mesa.

Recoge el hombre su máquina, y después de darle nosotros las gracias y de pedirle perdón, queremos hacerle un regalo que él rehúsa. «No, señores; no estoy tan satisfecho de vuestro proceder que quiera admitiros dádivas; os dejo reconocidos a pesar vuestro; y ésa es mi única venganza. Sabed que en todas las condiciones se encuentra generosidad; yo cobro dinero por mis habilidades, pero no por mis lecciones:»

Al salir, me dirige en voz alta una reprensión: «Comprendo -me dice- sin dificultad a este niño, que ha pecado por ignorancia, pero usted, caballero, que debía comprender su culpa, ¿por qué se la dejó cometer? Puesto que viven juntos, el mayor debe apoyar al otro y aconsejarle, ya que la experiencia de usted es la autoridad que le debe guiar. Cuando sea hombre y se arrepienta de los yerros de su mocedad, le cargará a usted la culpa de todos los que no le haya prevenido» [2].

Se marchó y nos dejó confundidos. Me reproché mi blandura y le dije al niño que otra vez, y en su provecho, dejaré de ser tan blando y que le advertiría de sus errores antes de que los cometiese, ya que se iba acercando el tiempo de cambiar nuestras relaciones, sucediendo la severidad del maestro a la condescendencia del camarada; esta mudanza debía venir por sus pasos contados, y había que preverlo todo y con tiempo.

El día siguiente, volvemos a la feria a presenciar la habilidad cuyo secreto sabemos. Nos acercamos con un profundo respeto a nuestro Sócrates titiritero, sin atrevernos a levantar los ojos hasta él. Nos hace mil cortesías y nos demuestra una deferencia que para nosotros es un nuevo bochorno. Como de costumbre realiza sus habilidades, pero se recrea y se divierte mucho con la del ánade, mirándonos con un ademán irónico varias veces. Lo sabemos todo y somos incapaces de descubrir la trampa. Si mi alumno se atreviese a abrir la boca, merecería que se le azotase.

Todos los detalles de este ejemplo importan más de lo que a simple vista parece. ¡Cuántas lecciones recibidas en una sola! ¡Cuántas mortificaciones trae consigo el primer movimiento de vanidad! Maestro joven, observa con gran cuidado este :movimiento. Si podéis lograr que de él nazcan desaires y desgracias [3], estad seguros de que durante mucho tiempo no se producirá el segundo. Cuántos preparativos, diréis; es cierto, y todo para construir una brújula que le sirva de meridiano.

Cuando ya sepamos que el imán actúa a través de los demás cuerpos, nos apresuramos a fabricar una máquina semejante a la que hemos visto: una mesa agujereada, encima un barreño, con un poco de agua y un pato construido con mucho cuidado. Mirando atentamente alrededor del barreño, observamos que cuando el pato está quieto conserva siempre la misma dirección, y con una diferencia muy pequeña. Continuamos la experiencia y examinando esta dirección, viendo que es de sur a norte; ya no se precisa más, hemos encontrado nuestra brújula, o lo que es lo mismo: estamos en la física.

Existen diferentes climas en la tierra y una gran diversidad de temperaturas dentro de estos climas. Las estaciones varían de una forma más sensible a medida que uno se va acercando al polo; todos los cuerpos se contraen con el frío y se dilatan con el calor; este efecto es más sensible que el de los licores alcohólicos; de ahí viene el termómetro. El viento da en el rostro; por consiguiente el aire es un cuerpo, un fluido que se siente, aunque no sea visible. Poned un vaso boca abajo dentro del agua y veréis que no se llena si no dais salida al aire; por lo tanto el aire es un fluido resistente. Si empujáis con mayor fuerza el vaso, el agua entrará en una parte del espacio que llena el aire, pero no se puede llenar totalmente este espacio; luego el aire es compresible hasta ciertos límites. Una pelota llena de aire bota mucho mejor que si está llena de cualquier otra materia; entonces, el aire es un cuerpo elástico. Si tendidos en el baño levantáis horizontalmente el brazo hasta sacarlo del agua, sentiréis que pesa mucho; así, pues, el aire es un cuerpo pesado. Al ponerlo en equilibrio con otros cuerpos fluidos, se puede medir su peso; de este experimento han nacido el barómetro, el sifón, la escopeta de viento y la máquina neumática. Con experiencias no menos toscas se descubren todas las leyes de la estática y de la hidrostática. Para que conozca todo esto, no quiero que entre en ningún gabinete de física experimental, puesto que no me gusta todo este aparato de instrumentos y de máquinas. El aspecto científico acaba con la ciencia. O asustan a un niño todas las máquinas o bien le distraen, y sus figuras le quitan la atención que debería poner en sus efectos.

Quiero que nosotros mismos construyamos nuestras máquinas, y para lograr esto no he de empezar construyendo un instrumento antes de que se haya verificado la experiencia; quiero que después de haber visto la experiencia, como por casualidad, inventemos poco a poco el instrumento que debe verificarla. Prefiero que no sean tan justos y perfectos nuestros instrumentos y que poseamos ideas más exactas de lo que deben ser y de las operaciones que tienen que resultar. En la primera lección de estática, en vez de ir a buscar balanzas, cruzo un palo sobre el respaldo de una silla, mido la longitud de las dos partes del palo en equilibrio, y por uno y otro lado pongo pesos diferentes, unas veces iguales y otras desiguales, y tirando o empujando el palo cuanto precise, descubro que resulta el equilibrio de la proporción recíproca entre la cantidad de los pesos y la longitud de las palancas. Mi pequeño físico ya es apto para rectificar balanzas antes de que haya visto ninguna.

No cabe duda de que se adquieren nociones más claras y seguras de las cosas que aprende uno por sí mismo que las que se saben por la enseñanza de otro, y además de que la razón no acostumbra a someterse ciegamente a la autoridad, acaba uno siendo más ingenioso para hallar relaciones, ligar ideas, inventar instrumentos, que cuando, adoptándolo todo de la forma como nos lo dan, permitimos que nuestro espíritu caiga en la desidia, como el hombre que, siempre vestido, calzado, servido por criados y llevado por sus caballos, termina sin vigor para el uso de sus miembros. Boileau se envanece de haber enseñado a Racine a versificar con dificultad. Con métodos tan admirables para abreviar el estudio de las ciencias, necesitaríamos quien nos diera uno para poder aprenderlas con trabajo.

La ventaja más sensible de estas lentas y laboriosas investigaciones es que en medio de los estudios especulativos, mantienen la actividad del cuerpo y la agilidad de los miembros, y sin cesar conforman las manos para las faenas y usos que son provechosos al hombre. Tantos instrumentos inventados para que nos guíen en nuestras experiencias y suplan la exactitud de los sentidos, hacen que no nos cuidemos de ejercitarlos. El grafómetro nos ahorra que valuemos la exactitud de los ángulos; los ojos que medían con exactitud las distancias, se fían de la cadena que las mide en vez de ellos; la romana exime de juzgar con la mano el peso. Cuanto más ingeniosas son nuestras herramientas, más torpes y rudos se vuelven nuestros sentidos, y después de haber amontonado máquinas a nuestro alrededor, no encontramos ninguna dentro de nosotros.

Mas si ponemos en la fabricación de estas máquinas toda la habilidad que las sustituya, si en hacerlas empleamos la sagacidad que necesitábamos para no hacer uso de ellas, obtenemos una ganancia y no perdemos nada; agregamos el arte a la naturaleza, y, sin ser menos hábiles, nos hacemos más ingeniosos. En vez de sujetar a un niño constantemente entre libros, si lo ocupamos en un obrador, trabajan sus manos en beneficio de su entendimiento, y tiende a pensar cuando cree que no es más que un operario. Por último, este ejercicio proporciona otras utilidades, de las cuales hablaré más adelante, y veremos de qué modo es posible encumbrarse a las verdaderas funciones del hombre desde los juguetes de la filosofía.

Ya he advertido que no les convienen a los niños, ni cuando rayan en la adolescencia, los conocimientos puramente especulativos; pero sin sumirlos en las profundidades de la física sistemática, procurad que todas las experiencias enlacen una a otra por algún género de deducción, para que, con el auxilió de este encadenamiento, las puedan colocar con orden en su espíritu y acordarse de ellas cuando sea necesario, pues es muy difícil que hechos y hasta razonamientos aislados se queden mucho tiempo en la memoria, cuando no hay un asidero para atraerlos.

En la investigación de las leyes de la naturaleza, empezad siempre por los fenómenos más sensibles y más comunes y acostumbrad a vuestro alumno a que crea que estos fenómenos son hechos y no razones. Tomo una piedra y finjo que la dejo en el aire, abro la mano y cae la piedra. Observo que Emilio está muy atento y le hago esta pregunta: «¿Por qué ha caído esta piedra?».

¿Qué niño será el que no sepa qué contestar a esta pregunta? Ninguno, ni Emilio, si yo no he tratado de desorientarle para que no sepa responder. Todos contestarán que la piedra cae porque es pesada. ¿Y qué significa pesado? Lo que cae. ¿Luego la piedra cae porque cae? Es aquí donde se detiene mi pequeño filósofo. Esta será su primera lección de física sistemática y lo mismo si la aprovecha como si no, para esta ciencia siempre resultará una lección de un recto juicio.

A medida que el niño crece en inteligencia, nos obligan otros motivos importantes a escoger con mayor detención sus ocupaciones. Cuando ya llega a conocerse a sí mismo de un modo suficiente para comprender en qué consiste su bienestar; cuando adquiere relaciones suficientes para comprender lo que le conviene y lo que no, entonces ya está en condiciones de apreciar la diferencia que existe entre el trabajo y la diversión y de mirarla como a un desahogo del trabajo. Ya pueden formar parte de sus estudios objetos realmente útiles y convencerse de que debe poner en ellos una aplicación más constante que la que ponía en simples pasatiempos. Desde muy temprano enseña al hombre la ley de la necesidad, la cual renace a cada instante, a que haga lo que no es de su agrado para prevenir lo que le sería más penoso. Para esta finalidad nos sirve la previsión, y de esta previsión, bien o mal ordenada, nace la sabiduría o la miseria humana.

Todo hombre aspira a la felicidad, pero para conseguirla, debemos saber primero qué es la felicidad. La del hombre natural es tan sencilla como su vida; tiene por fundamento el no padecer y la constituyen la salud, la libertad y lo necesario. Otra es la felicidad del hombre moral, pero aquí no tratamos de ésta. Nunca me cansaré de repetir que sólo los objetos puramente físicos pueden interesar a los niños, especialmente a los que aún no ha despertado la vanidad, y de antemano no han sido maleados por el veneno de la opinión.

Cuando prevén sus necesidades antes de sentirlas, ya está muy adelantada su inteligencia y comienzan a conocer el valor del tiempo. Entonces es muy importante acostumbrarles a que encaminen su empleo hacia objetos útiles, pero de una utilidad palpable para su edad y que su edad pueda alcanzar. No se les debe presentar tan pronto aquello que tiene conexión con el orden moral y con el clima de la sociedad, puesto que no son capaces de entenderlo. Es una necedad exigir que se dediquen a cosas que sólo de una forma muy vaga han de servir para su bien, desconociendo qué clase de bien es ese que les aseguran que les ha de ser provechoso para cuando sean mayores, sin que ningún interés tengan por el momento para ese pretendido provecho, el cual son incapaces de comprender.

Que el niño no haga nada porque así se lo digan, ya que sólo es bueno para él lo que él entiende que es bueno. Si lo ponéis siempre más allá de donde pueden alcanzar sus luces, os figuráis que tenéis previsión, pero carecéis de ella. Por cargarle con algunos instrumentos vanos de los cuales quizá no hará nunca uso, le quitáis el instrumento más universal del hombre: la razón; le acostumbráis a que siempre se deje guiar, de tal forma que jamás será otra cosa que una máquina en manos ajenas. Pretendéis que sea dócil cuando es pequeño, y eso es querer que sea crédulo y le burle cuando sea hombre. Continuamente le decís: «Todo lo que te exijo es para tu provecho, pero no eres capaz de comprenderlo. ¿Qué me importa a mí que lo hagas o no? Para ti el resultado». Con estas buenas razones que ahora le dais con el fin de que adquiera discreción, le dejáis dispuesto para que un día se deje sugestionar por las que le diga un iluso, un truhán, un majadero o un loco cualquiera, para que caiga en sus lazos o comparta su locura.

Es conveniente que un hombre sepa muchas cosas cuya utilidad no puede comprender un niño, ¿pero necesita o es posible siquiera que aprenda un niño todo lo que importa que sepa el hombre? Procurad enseñar a un niño todo lo que es útil para su edad, y os daréis cuenta de que es más que suficiente para llenar su tiempo. ¿Por qué queréis, en detrimento de los estudios que actualmente le convienen, aplicarle los de una edad a la cual es incierto haya de llegar? Vosotros me diréis: ¿habría tiempo para aprender lo que debe saberse cuando llegue el momento de hacer uso de ello? No lo sé, pero lo que sí sé es que no es posible aprenderlo antes, porque la experiencia y el sentimiento son nuestros verdaderos maestros, y el hombre nunca sabe lo que le conviene más allá del círculo en que se ha desenvuelto. El niño ha de llegar a hombre; todas las ideas que del estado de hombre puede forjarse resultan para él motivos de instrucción, pero acerca de las ideas de este estado, las cuales exceden a su capacidad, debe permanecer en absoluta ignorancia. Todo mi libro no es más que la prueba ininterrumpida de este principio de educación.

En el momento que hemos logrado dar a nuestro alumno una idea de la palabra útil, ya tenemos otro asidero para conducirle. Esta voz le causa mucha impresión, va que para él sólo tiene un significado relativo a su edad y ve claramente la relación con su actual bienestar. A vuestros hijos no les hace mella esta voz, porque no os habéis esmerado en proporcionarles una idea de ella que no excediese a su capacidad, y porque encargándose otros de proporcionarles lo que es útil, nunca necesitan pensar en la utilidad ni saben qué es.

¿Para qué sirve eso? Esta será en lo sucesivo la palabra sagrada, la expresión que entre él y yo ha de determinar todas las acciones de nuestra vida; la pregunta que de un modo infalible rebatiré siempre y que pondrá freno a esa serie de necias y fastidiosas preguntas con que fatigan a cuantos tienen cerca, menos por sacar provecho que por tener sobre ellos algún género de imperio. Aquél a quien enseñan como la lección más importante que nada debe saber que no sea útil, pregunta como Sócrates, y no propone ninguna cuestión sin darse primero así mismo razón que antes de resolverla sabe que van a pedirle.

Ved qué poderoso instrumento pongo en vuestras manos para emplearlo con vuestro alumno. Como no sabe la razón de nada, le tenéis ya reducido casi al silencio cuando queráis, y, por el contrario, ¡qué ventaja sacaréis de vuestros conocimientos y experiencias al hacerle ver la utilidad de todo lo que le propongáis! Porque, pero no os equivoquéis, hacerle esta pregunta es enseñarle a que él también os la haga, y debéis tener en cuenta que para todo lo que en adelante le propongáis, no dejará de preguntaros, lo mismo que vosotros: ¿Para qué sirve eso?».

Tal vez sea éste el lazo que con mayor dificultad evita un ayo. Si, a la pregunta del niño, procurando sólo salir del paso, dais una razón que no sea capaz de entender, al observar que discurras según vuestras ideas y no según las suyas, creerá que lo que le decís sirve para vuestra edad y no para la de él; dejará de tener confianza en vos, y entonces se habrá perdido todo. ¿Cuál es, sin embargo, el maestro que se quiera quedar corto y confesar a su alumno que no tiene razón? Generalmente todos tienen por norma la de no confesar al alumno sus yerros, aun cuando los cometan; yo, por el contrario, tendría la de confesar hasta los que no hubiese cometido cuando fuese incapaz de poner a su alcance mis razones; así, no desconfiando de mi conducta, nunca le sería sospechosa y me concedería más crédito al atribuirme culpas no cometidas que el que logran los maestros ocultando las que realmente cometen.

Pensad que rara vez debéis proponerle lo que él ha de aprender; a él le toca desearlo, indagarlo y hallarlo, y el ayo ponerlo a su alcance, hacer con habilidad que nazca este deseo y proporcionarle medios para que lo satisfaga. De aquí se infiere que vuestras preguntas hayan de ser poco frecuentes, pero bien escogidas, y como él os hará muchas más que las que le hagáis a él, siempre estaréis menos en descubierto, y con más frecuencia en el caso de decirle: «No tengo una respuesta buena para darte; yo no tenía razón, y dejemos eso». Si era realmente inoportuna vuestra instrucción, no hay ningún inconveniente en abandonarla, y si no lo era, con un poco de tacto pronto hallaréis ocasión de lograr que sea palpable su utilidad.

No me complacen las explicaciones con largos razonamientos; los niños atienden poco a ellas, y aún las retienen menos en la cabeza. Cosas, cosas... No me cansaré de repetir que damos mucho valor a las palabras, y que con nuestra educación a base de palabrería, no formamos otra cosa que niños palabreros.

Supongamos que mientras estoy estudiando con mi alumno el curso del sol y el modo para orientarse, de pronto me interrumpe preguntándome para qué sirve eso. ¡Qué razonamiento más elocuente le voy a ofrecer! ¡Cómo voy a aprovecharme de esta ocasión para que aprenda una porción de cosas en la respuesta a su pregunta, especialmente si hay quien presencie nuestra conferencia [4]! Le hablaré de la utilidad de los viajes, de los beneficios que proporciona el comercio, de las producciones peculiares de cada clima, de las varias costumbres de los pueblos, del uso del calendario, de la computación de la vuelta de las estaciones para la agricultura, del arte de la navegación, del modo de dirigirse en el mar y seguir con puntualidad su camino sin saber uno dónde esta; mezclaré en mi explicación la política, la Historia Natural, 'la Astronomía y hasta la Moral y el Derecho de gentes, para que mi alumno tenga una alta idea de todas estas ciencias y un gran deseo de aprenderlas. Cuando le haya dicho todo esto, habré hecho el alarde de un verdadero pedante, y él no habrá comprendido ni siquiera una palabra. Le quedarían ganas de preguntarme, como antes, para qué sirve orientarse, pero no se atreve debido a que teme que me enfade; le tiene más cuenta fingir que ha entendido lo que le han obligado a escuchar. Así se hacen las brillantes educaciones.

Pero educado más a lo rústico, nuestro Emilio, a quien con tanto trabajo hemos inculcado nuestras concepciones, no escucha nada, y a la primera palabra que no entiende, se zafa, empieza a brincar por la habitación y me deja plantado. Busquemos una solución más tosca, puesto que mi aparato científico no vale nada para él.

Estábamos observando la posición del bosque al norte de Montmorency cuando me interrumpió con su impertinente pregunta: «¿Para qué sirve eso?» «Tienes razón, le dije; pensaremos más despacio, y si hallamos que este estudio no sirve para nada, nunca trataremos del mismo, puesto que no nos hace falta en qué entretener útilmente el tiempo.» Nos ocupamos en otra cosa y no se vuelve en todo el resto de la tarde a hablar de geografía.

Al día siguiente, por la mañana, le propongo un paseo antes del desayuno; él no desea otra cosa, puesto que los chicos siempre están dispuestos para correr, v Emilio tiene buenas piernas. Trepamos por el bosque, atravesamos prados, nos extraviamos, no sabemos dónde nos hallamos, y pretendiendo regresar, no damos con el camino. Va pasando el tiempo, arrecia el calor y tenemos hambre; vamos vagando de un sitio para otro y sólo encontramos bosques, barbechos y llanos, sin ver ninguna señal que nos proporcione algún conocimiento sobre el lugar donde estamos. Sudorosos, fatigados y hambrientos, con nuestros extravíos no hacemos otra cosa que agotarnos más. Por último nos sentamos para descansar y deliberar. Emilio, que yo supongo que está educado como otro niño cualquiera, no delibera, sino que llora; él ignora que estamos en las puertas de Montmorency y que un poderoso arbolado nos impide verlo, pero para él este muro vegetal es una terrible selva, pues un hombre de su estatura entre zarzas está como enterrado.

Luego de unos instantes de silencio, le digo con acento inquieto: «Querido Emilio, ¿qué haremos para salir de aquí?».

Emilio, sudando y llorando a lágrima viva, gime: -No lo sé. Estoy cansado; tengo hambre y sed; yo no puedo más.



JUAN JACOBO: ¿Crees que yo estoy en mejor estado? ¿Piensas tú que no lloraría si pudiera desayunar con lágrimas? No se trata de llorar, sino de conocer el sitio donde estamos. A ver tu reloj; ¿qué hora es?

EMILIO: Son las doce y no me he desayunado.

JUAN JACOBO: Es verdad, son las doce, y no me he desayunado.

EMILIO: ¡Oh, qué hambre debe de tener usted!

JUAN JACOBO: Lo peor es que la comida no vendrá aquí. Son las doce, justamente la misma hora en que ayer observábamos desde Montmorency la posición del bosque. Si pudiéramos observar del mismo modo desde el bosque la posición de Montmorency...

EMILIO: Si, pero ayer veíamos el bosque, y desde aquí no vemos el pueblo.

JUAN JACOBO: Eso es lo malo... Si pudiéramos sin verlo precisar su posición...

EMILIO: ¡Ah, mi buen amigo!

JUAN JACOBO: Decíamos que el bosque estaba en...

EMILIO: Al norte de Montmorency.

JUAN JACOBO: ¿Entonces, Montmorency estará...?

EMILIO: Al sur del bosque.

JUAN JACOBO: Tenemos un medio para hallar el norte a las doce del día.

EMILIO: Sí, por la dirección de la sombra.

JUAN JACOBO: : ¿Y el sur?

EMILIO: ¿Cómo lo haremos?

JUAN JACOBO: El sur es la parte opuesta del norte.

EMILIO: Cierto, no hay más que seguir la dirección contraria a la sombra. ¡Ah!, hacia allá está el sur, es el sur, estoy seguro de que Montmorency está hacia este lado.

JUAN JACOBO: : Puede que tengas razón; sigamos ese caminito que atraviesa el bosque.

Emilio, dando palmadas y gritos de alborozo, exclama: «¡Ah!, ya veo el pueblo; está ahí, frente a nosotros. Vamos a almorzar, vamos a comer, corramos; ¡qué buena es la astronomía!»


Debéis notar que si no pronuncia esta última palabra no dejará por eso de pensarla, y nada importa con tal que no sea yo quien la pronuncie. Pero debéis estar seguros de que no olvidará en toda su vida la lección de este día; en cambio, si yo no hubiera hecho más que figurarle todo esto en su habitación, al día siguiente a no habría recordado una sola palabra de mis razones, es preciso hablar, en cuanto sea posible, con acciones, y sólo lo que no se puede hacer.

No incomodaré al lector hasta el extremo de presentarle un ejemplo de cada especie de estudios, pero de cualquier cosa que se trate, nunca puedo exhortar lo suficiente al ayo a que mida bien su prueba según la capacidad del alumno, porque, vuelvo a repetirlo, no es lo malo que no entienda, sino que él crea que entiende.

Me viene a la memoria que una vez quise que un niño tomara afición a la química, y después de enseñarle varias precipitaciones metálicas, le explicaba cómo se hacía la tinta, diciéndole que su color negro procedía de un hierro muy dividido, desprendido del vitriolo y precipitado por un licor alcalino. Estando en medio de mi docta explicación, me paró el traidorzuelo preguntándome qué le había enseñado, y me quedé confuso.

Después de pensar un rato, mandé a buscar vino a la bodega de la casa y otro barato a la taberna. Puse en un frasquito una disolución de álcali fijo; después, teniendo delante un vaso de cada uno de los distintos vinos [5], le dije: «Muchos géneros se falsifican para que parezcan mejores de lo que son. Estas falsificaciones engañan a la vista y al gusto, pero son perjudiciales, y con su bonita apariencia transforman la cosa falsificada en otra peor.

»Se falsifican especialmente las bebidas, y más que todas los vinos, pues es más difícil conocer el engaño y más provechoso para el que engaña.

»La falsificación de los vinos ásperos o ácidos se hace con almártaga, una preparación del plomo. Unido el plomo con los ácidos forma una sal muy dulce, la cual corrige la aspereza del vino, pero es un veneno para los que lo beben. Por consiguiente, es importante, antes de beber un vino sospechoso, saber si tiene o no almártaga. Para descubrirlo, discurre yo de la manera siguiente: El vino no sólo contiene alcohol, como lo demuestra el aguardiente que de él se saca, sino que además contiene ácido, como se puede comprobar por el vinagre y el tártaro que de él salen.

»El ácido tiene afinidad con las sustancias metálicas, y uniéndose con ellas por disolución, forma una sal compuesta, como el moho, por ejemplo, que no es otra cosa que un hierro disuelto por el ácido contenido en el aire o en el agua, y también el cardenillo, que es el cobre en disolución por el vinagre.

»Pero ese ácido tiene todavía mayor afinidad con las sustancias alcalinas que con las metálicas, de tal modo que, interviniendo las primeras en las sales compuestas, se ve forzado el ácido a soltar el metal a que estaba unido para combinarse con el álcali.

»Entonces, desprendida la sustancia metálica del ácido en que estaba disuelta, se precipita y enturbia el licor.

»Por consiguiente, si uno de estos dos vinos tiene almártaga, la disuelve el ácido; echándole un licor alcalino, hará que el ácido suelte su presa para combinarse con él, y el plomo, que ya no quedará en disolución, volverá a manifestarse, enturbiará el licor y al final se parará en el fondo del vaso.

»Si no hay plomo [6] ni metal alguno en el vino, se combinará pacíficamente el álcali con el ácido [7], quedará todo disuelto y no habrá precipitación alguna.»

Acto seguido derramé sucesivamente gotas de mi licor alcalino en ambos vasos: el vino de casa quedó claro y diáfano, el otro se enturbió al instante, y al cabo de una hora vimos claramente el plomo precipitado en el fondo del vaso.

»Este es, continué, el vino natural y puro, y se puede beber, pero este otro es falsificado, es un veneno. Por los mismos conocimientos, cuya utilidad me preguntabas, se descubre esto: el que sabe cómo se hace la tinta, sabe conocer también los vinos adulterados.»

Estaba yo muy contento con mi ejemplo, y, sin embargo note que no le había causado impresión al niño. Necesité algún tiempo para darme cuenta de que había hecho una tontería, ya que, además de que era imposible que un niño de doce años pudiera seguir mi explicación, en su entendimiento no se sabía explicar la utilidad de esta experiencia, porque habiendo probado los dos vinos y habiéndole gustado uno y otro no aplicaba idea alguna a la palabra falsificación, la cual yo creía haberla explicado muy bien. Tampoco comprendía las palabras «perjudicial» y «veneno», y por lo tanto para él carecían de todo significado, y en este punto se hallaba en el mismo caso que el historiador del médico Filipo, que es el de todos los niños.

Las relaciones de los efectos con las causas, cuya conexión no sabemos ver; los bienes y los males de los cuales no tenemos ninguna idea; las necesidades que nunca hemos sentido, son cosas nulas para nosotros; es imposible que nos inclinen a realizar nada que tenga referencia con ellas. A los quince años uno mira la felicidad de un sabio, y a los treinta la bienaventuranza de los elegidos. Quien no conciba bien una y otra, poco hará para ganarlas, y aun cuando las conciba, se afanará muy poco quien no las desee ni crea que le son convenientes. Es muy fácil convencer a un niño de que es útil lo que quieren enseñarle, pero no importa nada que lo convenzamos si no logramos persuadirle. En vano la razón no hace aprobar o rechazar, ya que sólo la pasión nos induce a obrar, ¿y cómo nos hemos de apasionar por intereses que no son todavía los nuestros?

No mostréis jamás al niño nada que no pueda ver; mientras que casi es ajena de él la humanidad, y no podéis subirle al estado de hombre, bajad al hombre al estado de niño. Disponedle para lo que pueda serle útil en otra edad, pero no le habléis de cosas cuya actual utilidad no sepa ver. En cuanto a lo demás, no hagáis nunca comparaciones con otros niños, que no tenga rivales ni contrincantes, ni siquiera para correr, tan pronto como empiece a discurrir, pues prefiero que nunca aprenda si ha de aprender por celos o por vanidad. Señalaré cada año los progresos que haga y los compararé con los que hará el año siguiente; y le diré: «Tantos dedos has crecido; es el foso que saltabas, la carga que llevabas; hasta aquella distancia tirabas una piedra; ese espacio lo corrías sin descansar, etc. Veamos lo que ahora haces». De esta forma le estimulo sin que tenga celos de nadie. Se querrá vencer a sí mismo, y lo hará; no sé ver que haya ningún inconveniente en que sea émulo de sí mismo.

Aborrezco los libros porque sólo enseñan a hablar de lo que uno no sabe. Dicen que grabó Hermes en columnas los elementos de las ciencias para que no pudiera un diluvio borrar sus descubrimientos. Si los hubiera incrustado bien en la cabeza de los hombres, la tradición los habría conservado. Los monumentos donde con caracteres más duraderos quedan grabados los conocimientos humanos, son los cerebros bien dispuestos.

¿No habría algún modo de agrupar todas las lecciones desparramadas en tantos libros en un objeto común, que pudiera ser fácil verle, interesante seguirle y que sirviera de estimulante incluso en esta edad? Si es posible inventar una situación en que de un modo sensible se manifiesten al espíritu de un niño las necesidades naturales del hombre, y con la misma facilidad se desarrollan sucesivamente los medios de remediar estas mismas necesidades, el primer ejercicio que se debe dar a su imaginación es la pintura viva y natural de este estado.

Filósofo ardiente, ya veo inflamarse la vuestra. No os desviváis, pues esta situación se ha hallado y descrito, y sin querer agravaros, mucho mejor que vos la describierais, por lo menos con más sencillez y verdad. Puesto que precisamos de un modo absoluto los libros, existe uno que, para mi gusto, es el tratado más feliz de educación natural. Ese será el primer libro que lea mi Emilio; él solo compondrá por mucho tiempo toda su biblioteca y siempre ocupará un lugar distinguido. Será el texto al cual servirán de simple comentario todas nuestras conferencias acerca de las ciencias naturales, y servirá de prueba del estado de nuestro discernimiento durante nuestros progresos, y mientras no se nos empobrezca el gusto, siempre nos será agradable su lectura. ¿Pues qué libro maravilloso es éste? ¿Es Aristóteles? ¿Es Plinio? ¿Es Buffon? No; es Robinson Crusoe.

Robinson Crusoe, solo en su isla; privado del auxilio de sus semejantes y de los instrumentos de todas las artes, procurándose, no obstante, su alimento y conservación, y logrando hasta una especie de bienestar, es un objeto que a cualquier edad interesa, y existen mil medios de hacerlo grato a los niños. De este modo realizamos la isla desierta que al principio me sirvió de comparación. Estoy de acuerdo en que no es el estado del hombre social, ni es verosímil que haya de ser el de Emilio, pero por este estado debe apreciar todos los demás. El medio más seguro de colocarse en una esfera superior a las preocupaciones, y coordinar sus juicios según las verdaderas relaciones de las cosas, es suponerse un hombre aislado y juzgar de todo como debe juzgar este mismo hombre en relación, a su propia utilidad.

Apartando de esta novela todo su fárrago, comenzándola por el naufragio de Robinson cerca de su isla y concluyéndola con la llegada del navío que viene a sacarle de ella, será en conjunto la diversión y la instrucción de Emilio durante la época de que aquí tratamos. Deseo que pierda la cabeza ocupándose sin cesar en su fortaleza, en sus cabras, en sus plantíos; que aprenda circunstancialmente, no en los libros, sino eN las cosas, todo cuanto en un caso semejante debe saberse, y que se figure que él es un Robinson; que se vea vestido de pieles, con un gorro sin forma, un enorme sable, y todo el estrambótico atavío de la figura menos el quitasol que no necesita. Quiero que le angustien las medidas que ha de tomar si le llega a faltar esto o lo otro; que examine la conducta de su héroe que averigüe si éste no omitió nada y si hubiera podido hacer otra cosa mejor; que note con atención su: errores y los aproveche para no incurrir en ellos s llegase a encontrarse en un caso semejante, pues no os quepa duda alguna de que proyectará ir a construir un establecimiento parecido, porque estas son las torres de viento de esta venturosa edad en que no se aspira a otra dicha que tener lo necesario y libertad.

¡Cuántos recursos ofrece esta locura a un hombre hábil, que sólo se le ha sugerido para aprovecharse de ella! Ansioso el niño para ordenar un almacén para su isla, aprenderá con mayor ardor que si se lo enseñar< el maestro. Querrá saber todo lo que pueda serle de alguna utilidad, y no deseará saber nada más. Ya no necesitaréis guiarle, puesto que os veréis precisados < contenerle; por lo demás, renunciemos a habitar en esa isla que para él es su felicidad y todavía quiere vivir en ella, pero sin estar solo, el salvaje compañero de Robinson, Domingo, que le interesa poco actualmente, ya no puede bastarle.

El ejercicio de las artes naturales, para las cuales puede ser suficiente un hombre solo, conduce a la investigación de las artes industriales, que necesitan del concurso de muchos. Salvajes y solitarios pueden desarrollar las primeras, y las otras nacen en la sociedad, resultando indispensables. Cuando sólo se conoce la necesidad física, cada hombre se basta a sí mismo; la introducción de lo superfluo necesita dividir y distribuir el trabajo, porque si bien es verdad que un hombre que trabaja solo no gana más que para la subsistencia de uno, cien que trabajen de acuerdo ganarán para que subsistan doscientos. Por lo tanto, si una parte de los hombres viven sin trabajar, es necesario que los que trabajan suplan la ociosidad de aquéllos.

Vuestro mayor cuidado será apartar del espíritu de vuestro alumno todas las nociones de las relaciones sociales que excedan de su capacidad, pero cuando por el encadenamiento de sus conocimientos os veáis obligados a exponerle la dependencia recíproca de los hombres, en vez de mostrársela por su aspecto moral, llamad primero su atención hacia la industria y las artes mecánicas, las cuales hacen que sean útiles unos a otros. Paseadle de obrador en obrador y no consintáis nunca que vea una operación sin que él intervenga, ni que salga del taller sin saber a fondo la razón de lo que se hace en él, o de lo que haya observado. Para lograr este fin, debéis trabajar vos mismo, dándole de este modo ejemplo; para que él se haga maestro, debéis haceros aprendiz, y estad seguro de que aprenderá más en una hora de trabajo que con un día de explicaciones.

Hay una estimación pública que se aplica a las diversas artes en razón inversa de su utilidad real. Esta estimación se mide directamente por su inutilidad, y es necesario que sea así. Las artes más útiles son las que menos ganan, porque se proporciona el número de operarios con la necesidad de los hombres, y porque el trabajo necesario para todo el mundo tiene forzosamente un precio que puede pagar el pobre. Por el contrario, ésos que no se llaman artesanos, sino artistas, como trabajan únicamente para los ociosos y los ricos, ponen a sus baratijas un precio ,arbitrario, y consistiendo la estimación sólo en el mérito de estos vanos artefactos, hasta su elevado precio constituye una parte de él y se estiman en proporción a lo que cuestan. El aprecio que hacen de ellos los ricos no se debe a su servicio, sino a que no puede pagarlos el pobre. Nolo haber bona nisi quibus populus inviderit.

¿Qué será de vuestros alumnos si les dejáis que adopten esta necia preocupación, si vos mismo la favorecéis, si ven, por ejemplo, que entráis con mayores atenciones en la tienda de un platero que en la de un cerrajero? ¿Qué juicio han de formar del verdadero mérito de las artes y del exacto de las cosas, si en todas partes ven el precio de capricho en contradicción con el que resulta de la utilidad real, y que cuanto más cuesta una cosa menos vale? En cuanto dejéis que se introduzca esta idea en su cabeza, abandonad lo restante de su educación; a pesar vuestro, serán educados como todo el mundo, y habréis perdido catorce años de afanes.

Emilio, que piensa en amueblar su isla, tiene un modo de ver distinto. En mayor aprecio habría tenido Robinson la tienda de un herrero que todas las alhajas de un joyero; el primero le hubiera parecido un hombre muy respetable, pero el segundo...

«Mi hijo está destinado a vivir en el mundo, y no ha de vivir con sabios, sino con locos; por consiguiente, es necesario que conozca sus locuras, ya que los hombres quieren ser guiados por ellas. Será bueno el conocimiento real de las cosas, pero vale más todavía el de los hombres y sus juicios; porque siendo en la sociedad humana el hombre el mayor instrumento del hombre, el más sabio es el que mejor se vale de este instrumento. ¿De qué sirve dar a los niños idea de un orden imaginario opuesto en todo al que han de hallar establecido y por el cual será forzoso que se arreglen? Dadles primero lecciones para que sean sabios, y luego se las daréis para que conozcan en qué son locos los demás.»

Conformándose con estas especiosas máximas, se afana la falsa prudencia de los padres en hacer esclavos a sus hijos de las preocupaciones en que los mantienen, y de la irrisión de la turba insensata cuando piensan que la hacen instrumento de las pasiones de ellos. ¡Cuántas cosas es necesario conocer antes de llegar al conocimiento del hombre! El hombre es el último estudio del sabio, y pretendéis que primero sea el de un niño. Antes de instruirle en nuestro modo de sentir, debéis enseñarle primero a que lo aprecie. Para ser sabio es preciso discernir lo que no está conforme con la sabiduría. ¿Cómo queréis que conozca vuestro hijo a los hombres si es incapaz de juzgar sus juicios y de distinguir sus errores? E s malo saber lo que aquellos piensan, ignorando si en su pensar aciertan o yerran. Por consiguiente, enseñadle primero lo que son las cosas en sí mismas y luego le enseñaréis lo que son a vuestro modo de ver; de este modo sabrá comparar la opinión con la verdad y elevarse sobre la esfera del vulgo, porque no conoce las preocupaciones quien las adopta, ni conduce al pueblo el que se le parece. Pero si empezáis instruyéndole en la opinión pública, antes de enseñarle a que la estime en lo que vale, estad seguro de que por mucho que os afanéis la hará suya y jamás la extirparéis en él. De aquí se deduce que, para lograr que tenga una razón sana, es preciso formar bien sus juicios en lugar de dictarle los nuestros.

Ya veis que hasta aquí no he hablado de los hombres a mi alumno, que hubiera tenido sobrada razón para entenderme; aún no son para él palpables sus relaciones con su especie para juzgar por sí de los demás. No conoce otro ser humano que a sí mismo, y está todavía muy lejos de conocerse, pero si forma pocos juicios acerca de su persona, por lo menos son exactos. Desconoce el puesto de los demás, pero ve el suyo, y se mantiene firme en él. En vez de las leyes sociales, que no puede conocer, le hemos aprisionado con las cadenas de la necesidad. Todavía no es casi nada más que un ser físico, y por lo tanto debemos tratarle como tal.

Debe apreciar todos los cuerpos de la naturaleza y todos los oficios de los hombres, por la relación sensible que tiene su utilidad, seguridad, conservación y bienestar. A su modo de ver, el hierro debe ser un cuerpo más apreciable que el oro, y el vidrio más que el diamante, y del mismo modo aprecia más a un albañil o a un zapatero que a todos los diamantistas de Europa; particularmente un pastelero es para él un sujeto, importantísimo y daría toda la Academia de la Historia por un confitero. Los plateros, los grabadores, los doradores y los bordadores, son a su parecer unos holgazanes que pasan el tiempo en juegos absolutamente inútiles, y tampoco hace un gran caso de la relojería. El venturoso niño disfruta del tiempo sin ser su esclavo, lo aprovecha y no sabe lo que vale; lo calma de las pasiones que le hace siempre igual a su sucesión, le sirve de instrumento para medirle cuando lo necesita [8]. Cuando supuse que tenía un reloj, y le hice llorar, me fingía un Emilio vulgar para ser útil y que me entendiese, porque en cuanto al verdadero niño, tan distinto de los demás, para nada serviría de ejemplo.

Existe otro orden no menos natural y más conforme a razón todavía, en virtud del cual se consideran las artes según las relaciones de necesidad que las estrechan, colocando en primer lugar las más independientes y en último las que penden de mayor número de otras. Este orden, que presenta importantes consideraciones acerca del de la sociedad general, es parecido al anterior y sujeto al mismo trastorno en la estimación de los hombres; de tal modo que se emplean las materias primeras en oficios que no dan honra ni casi provecho, y cuanto mayor número de manos han intervenido, más honra tiene y crece el valor de la mano de obra. No examino aquí si es cierto que sea mayor la industria y merezca mayor recompensa en las minuciosas artes que dan a estas materias la última forma que en el primer trabajo que las convierte en usuales a los hombres; digo que solamente en cada cosa el arte cuyo uso es más general y más indispensable es, sin lugar a duda, el que mayor estimación merece, y que la industria que menos artes auxiliares necesita, también es acreedora a un mayor aprecio que las que emplean muchas, puesto que es más libre y más independiente. Estas son las verdaderas reglas de la valoración de las artes y la industria; todo lo demás es arbitrario y depende de la opinión.

La primera y más respetable de todas las artes es la agricultura; en segundo lugar yo colocaría a la herrería; la carpintería en tercero, etc. El niño a quien no hayan atraído las preocupaciones vulgares, pensará de este modo. Cuántas importantes reflexiones sacará nuestro Emilio sobre este punto de su Robinson. ¿Qué pensará cuando vea que sólo subdividiéndose y multiplicando hasta el infinito los instrumentos de unas y otras se perfeccionan las artes? Dirá: Todas estas gentes son neciamente ingeniosas; se pensaría que sienten miedo de que les sirvan para algo sus dedos y sus brazos, según la multitud de instrumentos que inventan para no usarlos. Para ejercitar una sola de las artes, se han sujetado a otras mil, y cada artífice necesita de una ciudad entera. En lo que hace referencia a mi camarada y yo, nuestro ingenio lo aprovechamos con habilidad, y construimos herramientas que podemos llevar a cualquier parte. Todos estos sujetos tan ufanos con su talento en una capital, no sabrían nada en nuestra isla y serían aprendices nuestros.

Lectores, no os detengáis solamente en el ejercicio del cuerpo y en la habilidad manual de nuestro alumno, pero considerad qué dirección damos a su pueril curiosidad, qué cabeza le vamos formando. En todo cuanto vea, en cuanto haga, lo querrá conocer todo y saber la razón de ello; de un instrumento a otro siempre querrá subir al primero; no admitirá nada por suposición y se negaría a aprender lo que requiriese un conocimiento que no tuviese; si ve construir un muelle, pretenderá saber cómo se sacó el acero de la mina; si ve juntar las piezas de un arca, tratará de saber cómo se cortó el árbol; si trabaja él, ante cada herramienta que maneje no dejará de preguntarse: «Si yo no tuviese esta herramienta, ¿cómo me las arreglaría para construir otra semejante, o para no tenerla que emplear?»

Por otra parte, un error difícil de evitar en las ocupaciones por las cuales siente pasión el maestro es el de que siempre presupone la misma afición al niño. Cuando os arrastre la diversión del trabajo, debéis tener muy en cuenta que el niño no se aburra sin que se atreva a manifestároslo. El niño debe estar completamente atento en lo que haga, pero debéis entregaros por entero al niño; observándole, vigilándole sin meteros en su misión y sin que lo note; debéis prever de antemano todos sus sentimientos y evitar los que no debe tener; ocuparle, en fin, de manera que no sólo reconozca que es útil, sino que se complazca en ello a fuerza de entender para qué es bueno lo que hace.

La sociedad de las artes consiste en cambios de industria, la del comercio en cambios de cosas, la de los Bancos en cambios de signos y dinero; todas estas ideas, lo mismo que las nociones elementales de ellas, son cosas que ya tenemos adquiridas. Los cimientos de todo esto los pusimos en la edad primera, mediante la ayuda del hortelano Roberto. Ahora sólo nos queda el generalizar estas ideas y extenderlas a otros ejemplos para que comprenda el tráfico en sí mismo, haciéndosele sensible con las noticias de historia natural, que sobre las producciones peculiares de cada país se rozan con las noticias de las artes y de las ciencias que tienen referencia con la navegación; por último, con la mayor o menor dificultad del transporte, según la distancia de los sitios y según la situación de las tierras, mares, ríos, etc.

No puede existir ninguna sociedad sin cambio, ni sin la existencia de una medida común puede existir ningún cambio, ni sin igualdad ninguna medida común. De modo que la ley primera de toda sociedad es una igualdad de convención, sea en los hombres o sea en las cosas.

La igualdad convencional, muy distinta entre los hombres de la igualdad natural, hace necesario el derecho positivo, esto es, el gobierno y las leyes. Los conocimientos políticos de un niño han de ser claros y limitados; del gobierno en general sólo debe conocer lo que tiene conexión con el derecho de propiedad, de lo cual ya posee alguna idea.

La igualdad convencional entre las cosas llevó al invento de la moneda, puesto que no es más que un término de comparación del valor de las cosas de distinta especie, y en este sentido la moneda es el verdadero vínculo de la sociedad, pero todo puede ser moneda; en otro tiempo lo era el ganado, y las conchas lo son aún en muchos pueblos; el hierro era moneda en Esparta, el cuero lo ha sido en Grecia, y el oro y la plata lo son en nuestros países.

Los metales, por ser más fáciles de transportar, fueron generalmente escogidos como términos medios de todos los cambios, y estos metales fueron convertidos en moneda para ahorrarse la medida o el peso a cada cambio, porque el sello de la moneda no es otra cosa que el testimonio de que una pieza de tal manera sellada pesa tanto, y sólo el rey tiene derecho al acuñamiento de moneda, puesto que sólo él puede exigir que todo un pueblo dé crédito a su autoridad.

Explicado de este modo el uso de esta invención, la entiende el menos avisado. Es difícil comparar inmediatamente cosas de distinta naturaleza; por ejemplo, paño con trigo, pero hallada una medida común, es decir, la moneda, es fácil que el fabricante y el labrador prefieran el valor de las cosas que quieren permutar a esta medida común. Si tal cantidad de paño vale tal suma de dinero y tal cantidad de trigo vale también la misma suma de dinero, resulta que el mercader que recibe este trigo por su paño verifica una permuta igual.

De esta forma se hacen conmensurables y se pueden comparar los bienes de distintas especies.

No vayáis más adelante, ni os metáis a explicar los efectos morales de esta institución. En toda cosa importa explicar bien el uso antes de hacer ver el abuso. Si pretendierais explicar a los niños cómo los signos hacen descuidar las cosas, cómo han nacido de la moneda todas las fantasías de la opinión, cómo los países ricos en dinero deben ser pobres en todo, trataríais a estos niños no solamente como filósofos, sino como sabios, y querríais que comprendieran lo que muy pocos filósofos han llegado a comprender.

¡Sobre qué abundancia de objetos interesantes puede girar la curiosidad de un alumno, sin dejar las relaciones reales y materiales que se hallan en la esfera de su capacidad, ni permitir que penetre en su espíritu ni una sola idea que no sea capaz de comprender! El arte del maestro consiste no en recargar sus observaciones de menudencias, que no se relacionen en nada, sino en aproximarle continuamente a las grandes relaciones que debe conocer un día, para opinar rectamente sobre el buen o mal orden de la sociedad civil. Es preciso saber combinar las conversaciones con que el niño se distrae con la forma que se ha dado a su espíritu. Tal asunto, incapaz de despertar la atención de otro niño, va a desvelar a Emilio durante seis meses.

Vamos a comer a una casa rica, y hallamos los preparativos de un banquete, mucha gente, muchos platos, muchos criados, un servicio elegante y refinado... Todo este aparato de placer y de fiesta excita no sé qué embriaguez que trastorna la cabeza de cualquier persona que no esté habituada. Preveo el efecto de todo eso en mi alumno. Mientras, se prolonga la comida, los servicios se suceden y se escuchan varios y agudos dichos; me acerco a él y le pregunto al oído: «¿Por cuántas manos crees que habrá pasado todo lo que ves sobre la mesa antes de llegar aquí?». ¡Qué cantidad de ideas despierto en su cerebro con estas pocas palabras! Al momento todos los vapores del delirio quedan abatidos. Piensa, reflexiona, calcula, se inquieta. Mientras los filósofos, animados por los efectos del vino y tal vez por sus vecinas, chochean y hacen los niños, está él filosofando en un rincón. Me hace preguntas, no le quiero responder y le digo que le contestaré otra vez; se impacienta, no se acuerda de comer y beber, y espera ansiosamente la hora de levantarse de la mesa para poder interrogarme a placer. ¡Qué objeto para su curiosidad! ¡Qué texto para su instrucción! Con un juicio sano que todavía nada ha podido corromper, `¿qué ha de opinar del lujo cuando se entere que se han puesto a contribución todas las regiones del orbe, que tal vez veinte millones de manos han trabajado mucho tiempo y ha costado la vida a miles de hombres, todo por presentarle a mediodía con pompa lo que va a depositar en su retrete por la noche?

Observad con cuidado las conclusiones ocultas que en su interior saca de todas estas observaciones. Si le habéis guardado menos bien de lo que yo supongo, puede tener la tentación de dar otro giro a sus reflexiones y considerarse un personaje importante en el mundo viendo que tantos afanes cuesta guisarle su comida. Si prevéis este razonamiento, fácilmente le podéis prevenir antes de que se le ocurra, o por lo menos borrar al instante la impresión que le haya causado. No sabiendo apropiarse todavía las cosas de otro modo que por el goce material, no puede juzgar de la conveniencia o discrepancia que con él tienen, como no sea por relaciones sensibles. La comparación de una sencilla y rústica comida, preparada por el ejercicio, sazonada por el hambre, la libertad y la alegría, con tan magnífico festín, tan medido a compás, será suficiente para hacerle entender que no aportándole ningún beneficio real el banquete, y sacando tan satisfecho el estómago de la mesa del labriego como de la del banquero, lo mismo hay en una y en otra que pueda llamar verdaderamente suyo.

Imaginémonos lo que en caso similar podrá decirle su ayo: «Acuérdate bien de estas dos comidas y decide para ti en cuál te has encontrado más a gusto, en cuál has sentido más placer, en cuál comieron los invitados con más apetito, bebieron con mas jubilo y con más ganas y se rieron más a gusto; cuál se prolongó más tiempo sin aburrimiento y sin que fuese preciso renovarla con otros servicios. No obstante, observa la diferencia: ese pan que ves y que hallas tan bueno, procede del trigo recogido por el labrador; su vino espeso y negro, pero sano y refrigerante, es de su propio viñedo; la mantelería está tejida con su cáñamo, que hilaron en invierno su esposa, sus hijas y su sirvienta; ningunas manos más que las de su familia han hecho los preparativos de su mesa el inmediato molino y el vecino mercado son para él los límites del universo. ¿En qué disfrutaste realmente de todo cuanto nutrieron a la otra mesa las tierras lejanas y la mano de los hombres? Si todo eso no hace que se coma mejor, ¿qué has obtenido de ganancia con tan gran cantidad?, ¿qué había allí que fuese hecho para ti? Si hubieras sido el amo de casa, podrías añadir que más extraño hubiera sido todo para ti, porque el afán de hacer alardes a los ojos de los demás habría acabado de quitártelo; tú hubieras tenido el cuidado y ellos el gusto. Este discurso puede ser muy hermoso, pero no vale nada para Emilio, a cuyo alcance no está y a quien nadie dicta sus reflexiones. Debéis hablarle con más sencillez; decidle una mañana, después de estas dos pruebas: «¿Adónde iremos a comer hoy? ¿Alrededor de ese monte de plata que tapa las tres cuartas partes de la mesa, y aquellos cuadros de papel que sirven a los postres encima de espejos, en medio de aquellas mujeres con tanto encaje, que te tratan como un muñeco, y quieren que hayas dicho lo que no sabes, o a aquel lugar distante dos leguas de aquí, en casa de aquella buena gente que con tanto afecto nos recibe y tan buena nata nos da?». La elección de Emilio no es dudosa, quien no es ni vanidoso ni hablador, no puede aguantar la sujeción, y que no gusta, de nuestros exquisitos platos, pero que siempre está dispuesto a correr por el campo, y le gustan mucho la buena fruta, las buenas legumbres, la buena nata y la buena gente [9]. En el camino reflexionamos de un modo natural, y vemos que la multitud de hombres que trabajan para estos grandes banquetes o pierden su afán o no se cuidan mucho de nuestro deleite.

Mis ejemplos, que son buenos para un individuo determinado, resultarán malos para otros mil. Si se entiende el espíritu de cada uno, seremos capaces de variar según sea necesario; esta elección depende del talento propio del niño en las ocasiones que presentamos de manifestar sus disposiciones naturales. Nadie puede imaginar que en tres o cuatro años que han de transcurrir sea posible proporcionar al niño, por mucha capacidad que tenga, una idea de todas las artes y ciencias naturales, suficiente para que las aprenda un día por sí solo, pero obrando de modo que pasen por su vista todos los objetos que le importa conocer, le damos ocasión para desarrollar su gusto y su talento, y dar los primeros pasos hacia el objeto al que su genio le encamine, el cual nos señala el camino que se le ha de allanar para auxiliar a la naturaleza.

Otra ventaja que se obtiene de escalonar de este modo los conocimientos adecuados, aunque cortos, consiste en que de esta forma se los indicamos por sus conexiones y sus relaciones, y para su apreciación los colocamos todos en su lugar, precaviendo de este modo la preocupación, tan común en la mayor parte de los hombres, de apreciar solamente los estudios que han cultivado y no hacer caso de los demás. El que observa bien el orden del conjunto, se da cuenta del sitio que debe ocupar cada una de las partes; quien ve bien una parte sola y la conoce a fondo, es capaz de ser un hombre científico; el primero es poseedor de una razón sana, y ya os acordáis de que nos interesa menos el adquirir ciencia que el ser poseedor de un sano juicio.

Sea como fuere, mi método es independiente de mis ejemplos; se funda en la medida de las facultades del hombre en sus distintas edades y en la elección de las ocupaciones que convienen a estas facultades. Creo que se encontraría fácilmente otro método que produciría al parecer mejores efectos, pero si no fuese tan adaptable a la especie, a la edad y al sexo, dudo de que se obtuvieran de él los mismos resultados.

Al comenzar este segundo período, nos hemos aprovechado de la superabundancia de nuestras fuerzas respecto a nuestras necesidades, para salir fuera de nosotros; nos hemos lanzado a los cielos, hemos medido la tierra, hemos reconocido las leyes de la naturaleza; en una palabra, hemos recorrido la isla entera. Ahora volvemos a nosotros y nos acercamos insensiblemente a nuestra morada. Es una suerte que a la vuelta no encontremos todavía encastillado el enemigo que nos está amenazando y que se dispone a apoderarse de ella.

¿Qué es lo que nos hace falta realizar después de que ya hemos observado todo cuanto nos rodea? Convertir a nuestro uso todo aquello que podamos apropiarnos y hacer que redunde nuestra curiosidad en provecho de nuestro bienestar. Hasta aquí hemos hecho provisión de todo género de instrumentos, sin saber nada de cuáles serían los que necesitaríamos. Tal vez los inútiles para nosotros podrán servir para otros, y quizá recíprocamente tendremos necesidad de los instrumentos de los otros. De esta manera, a todos nos tendrán cuenta estas permutas, mas para realizarlas es preciso conocer nuestras mutuas necesidades, que sepa cada uno lo que tienen los demás para su uso y lo que en cambio él puede ofrecerles. Supongamos diez hombres, cada uno de los cuales tiene necesidad de diez especies. Es menester que para lo que cada uno necesita se aplique a diez clases de tarea, pero teniendo presente la diferencia de inclinaciones y habilidades, al uno le saldrá menos bien esta faena y al otro aquella. Siendo aptos todos para distintas cosas, harán las mismas y estarán mal servidos. Formemos una sociedad con estos diez hombres y que se dedique cada uno por sí y por los otros nueve a la ocupación que mejor le convenga; que perfeccione cada uno la suya con un ejercicio continuado y sucederá que muy bien provistos los diez, les quedará todavía sobrante para otros. Este es el principio aparente de todas nuestras instituciones. No es del caso examinar aquí las consecuencias, pues ya lo he hecho en otro escrito.

De conformidad con este principio, un hombre que se quisiera mirar como un ser aislado, sin conexión con nada y bastante para sí propio, no podría menos de ser un desdichado. Ni le sería posible subsistir, porque encontrando la tierra cubierta enteramente del tuyo y el mío, y no teniendo otra cosa suya que su cuerpo, ¿de dónde habría de sacar lo que necesitase? Al salir del estado de naturaleza, forzamos a nuestros semejantes a que también hagamos lo mismo, puesto que nadie puede permanecer en él contra la voluntad de los demás, y sería dejarle sin poder vivir el querer permanecer en él, porque la primera ley de la naturaleza es el cuidado de la propia conservación.

Así se forman paulatinamente en el espíritu de un niño ideas de las relaciones sociales, aun antes de que realmente pueda ser miembro activo de la sociedad. Emilio comprende que para adquirir instrumentos para su uso también los necesita para que sirvan para los demás, y con los cuales pueda obtener en cambio las cosas que tiene que menester y que pertenecen a ellos. Yo hago que comprenda la necesidad de estas permutas, y a que se ponga en condiciones de poderlas aprovechar.

«Excelentísimo señor, es preciso que yo viva», decía un desgraciado autor satírico al ministro que le afeaba la infamia de su oficio. «No veo la necesidad», le respondió sin inmutarse el potentado. Esta respuesta, excelente en boca de un ministro, hubiera resultado inhumana y falsa en la de cualquier hombre. Es preciso que viva todo hombre. Este argumento que da más o menos fuerza a cada uno proporcionalmente al grado de humanidad que se posee, me parece que no admite réplica para el que lo hace con respeto a sí mismo, ya que la más violenta de todas las aversiones que nos inspira la naturaleza es la de morir, y de ella se infiere que se lo ha permitido todo a aquel que no tiene ningún otro medio posible de vivir. Los principios por los cuales aprende el hombre virtuoso a menospreciar la vida sacrificándola a su obligación, están muy lejos de esta primitiva sencillez; ¡felices los pueblos en los cuales se puede ser bueno sin esfuerzo y justo sin virtud! Si existe en el mundo un país tan miserable en el que no pueda uno vivir sin obrar mal, y los ciudadanos sean bribones por necesidad, no se debe ahorcar a un malhechor, sino a quien le obliga a serlo.

Tan pronto como Emilio sepa qué cosa es la vida, mi primera diligencia será enseñarle a que la conserve. Hasta aquí no he distinguido los estados, las jerarquías y las fortunas, y poco más las distinguiré en adelante, puesto que el hombre es uno mismo en todos los estados, porque el rico no tiene mayor capacidad de estómago que el pobre ni digiere mejor, y el amo no tiene más largos ni más fuertes los brazos que su criado, ni un grande es mayor que un plebeyo, y, en fin, porque siendo en todos unas mismas las necesidades naturales, los medios de satisfacerlas también deben ser iguales en todos. Se debe adaptar al hombre la educación del hombre y no a lo que no es él. ¿No os dais cuenta de que con trabajar en formarle exclusivamente para un estado le hacéis inútil para cualquier otro, y que según le vaya la fortuna os habréis afanado solamente en hacerle desgraciado? ¿Qué cosa existe que sea más ridícula que un gran señor pareciendo que en su miseria conserva las preocupaciones de su nacimiento? ¿Qué cosa más triste que un rico que ha empobrecido y, acordándose del desprecio en que se tiene a la pobreza, siente que se ha convertido en el último de los humanos? El único recurso del primero es el oficio de bribón público; el del otro es el de criado rastrero, con este lindo mote: «Es preciso que yo viva».

Confiáis en el orden actual de la sociedad y no reflexionáis que está sujeto a inevitables revoluciones, y no habéis previsto ni prevenido lo que puede tocarles a vuestros hijos. El pequeño se convierte en grande o viceversa, pobre el rico, vasallo el monarca. ¿Son tan raros los golpes de la fortuna que podáis creeros exentos de ellos? Nos vamos acercando al estado de crisis y al siglo de las revoluciones [10]. ¿Quién puede responderos de lo que seréis entonces? Todo cuanto han realizado los hombres, los hombres lo pueden destruir; no existen otros caracteres indelebles que los que estampa la naturaleza, la cual no hace príncipes, ni ricos, ni grandes señores. ¿Pues qué deberá hacer ese noble en la decadencia si sólo lo habéis educado para la grandeza? ¿Qué hará en la pobreza ese banquero que únicamente con oro sabe vivir? ¿Qué hará privado de todo ese opulento imbécil que ni de sí mismo sabe hacer uso y coloca su propio ser en lo que es ajeno de él? Feliz el que sabe dejar el estado que le deja y permanecer hombre a despecho de la suerte. Alaben cuanto quieran a ese rey vencido que iracundo se quiere sepultar bajo la ruina de su trono; yo le desprecio. Veo que sólo existe por su corona y que no es nada si no es rey, pero el que la pierde y vive sin ella, entonces es superior a su corona. De la jerarquía de rey, que un cobarde, un perverso, un loco puede ocupar como otro cualquiera, que ascienda al estado de hombre que tan-pocos saben desempeñar. Entonces triunfa de la fortuna, se supera; todo se lo debe a él solo, y cuando nada le queda que mostrar más que él mismo, ya no es una nulidad, es algo. Sí, prefiero cien veces al rey de Siracusa de maestro de escuela en Corintio, y al rey de Macedonia escribano en Roma que a un malhadado Tarquino, que no sabe qué hacerse si no reina; que al heredero del poseedor de tres reinos, burla de cualquiera a quien se atreve a demostrar su miseria, errando de corte en corte, mendigando auxilios en todas partes y en todas hallando desaires, por no saber hacer otra cosa que un oficio que ya no le pertenece.

El hombre y el ciudadano, quienquiera que sea, no tiene otro caudal que dar a la sociedad que a sí propio: todos los demás bienes suyos están en ella sin su voluntad, y cuando es un hombre rico, o él no disfruta de sus riquezas o también la disfruta el público con él. En el primer caso, roba a los demás aquello de que se priva, y en el segundo no les da nada de manera que le queda por pagar la deuda social entera, mientras que sólo con su caudal la satisface. «Pero mi padre, cuando la ganó; sirvió a la sociedad...» Enhorabuena; pagó su deuda, pero no la vuestra. Más debéis a los otros que si hubierais nacido sin caudal, puesto que nacisteis favorecido. No es Justo que lo que un hombre ha hecho por la sociedad, exima a otro de lo que le debe, porque como cada uno se debe todo entero, ninguno puede pagar más que por sí; ningún padre puede dejar por herencia a su hijo el derecho de ser inútil a sus semejantes, y eso es lo que, según decís, hace dejándole sus riquezas, que son remuneración y prueba de su trabajo. El que come en la ociosidad aquello que por sí propio no ha ganado, lo roba, y el acreedor del Estado, a quien éste paga no haciendo nada, poco se diferencia a mis ojos de un ladrón que vive a costa de los caminantes. Fuera de la sociedad, el hombre aislado, que a nadie debe nada, tiene derecho a vivir como se le antoje, pero en la sociedad, donde necesariamente vive a costa de los demás, les debe en trabajo lo que vale su manutención, sin que en esto haya excepciones. Así, trabajar es una obligación indispensable del hombre social. Rico o pobre, fuerte o débil, todo ciudadano ocioso es un bribón.

Entre todas las ocupaciones que pueden proporcionar al hombre su subsistencia, la que más le acerca al estado de naturaleza es el trabajo manual, y entre todas las condiciones, la del artesano es la más independiente del hombre y de la fortuna. Un artesano sólo depende de su trabajo; es libre y tan libre cuanto esclavo es el labrador, atado a su campo, cuya cosecha se halla a discreción ajena; el enemigo, el príncipe, un poderoso vecino, se la puede quitar, y le hacen sufrir mil vejaciones, pero si en un país cualquiera molestan a un artesano, hace la maleta, se lleva sus brazos y se va. No obstante, la agricultura es el primer oficio del hombre, el más honroso, el más útil, y por consiguiente el más noble que puede ejercer. No le digo a Emilio que aprenda la agricultura porque ya la sabe. Está familiarizado con todas las faenas rústicas; ha empezado por ellas y no las abandona. Le digo únicamente: «Cultiva la heredad de tus padres, pero si la pierdes o no la tienes, ¿qué vas a hacer? Aprende un oficio».

«¡A mi hijo un oficio!, ¡artesano mi hijo! Señor, ¿qué se ha creído usted?» «Más acertado, señora, que vuestra idea, que lo queréis reducir a que nunca pueda ser otra cosa que un milord, un marqués, un príncipe, y yo le quiero dar un cargo que nunca pueda perder, que en todos los tiempos le honre; quiero elevarle al estado de hombre; decid lo que queráis, pero más le valdrá ese título que todos los que de vos herede.»

La letra mata, y el espíritu vivifica. No tanto se trata de aprender un oficio por saberlo, cuanto por vencer las preocupaciones que le desprecian. Nunca os veréis obligado a trabajar para vivir. Eso es lo peor. Pero no importa; no trabajéis por necesidad, trabajad por gloria. Bajad al estado de artesano para subir a más alto grado que el vuestro. Para que la fortuna y las cosas estén sujetas a vos, debéis haceros primero independiente de ellas, y para dominar por la opinión, dominadla a ella antes.

Debéis recordar que no pido una profesión, sino un oficio, un verdadero oficio, arte sencillamente mecánico, en que más que la cabeza trabajen las manos, con el que nadie junta caudal, pero que ponga a cualquiera en estado de no necesitarlo. En casas donde no había que temer el riesgo de que falte para comer, he visto yo a padres cuya previsión llega hasta dar a sus hijos amplios conocimientos, para que en todo caso puedan valerse de ellos para mantenerse. Estos padres creen que han adelantado mucho, y no es así, puesto que los recursos que piensan procurar a sus hijos dependen de la misma fortuna contra la cual quieren prevenirse, por lo que con todos sus lucidos talentos, si el que los tiene no se encuentra en circunstancias propicias, se morirá de hambre como si no tuviese ninguno.

Suponiendo que se trata de arreglos y de intrigas, tanto da usarlos para mantenerse en la abundancia como para recuperar desde el seno de la miseria con qué reponerse en su primer estado. Si cultiváis artes que dan una utilidad proporcionada a la fama del artista, si os hacéis aptos para empleos que sólo se consiguen por lo que uno vale, ¿de qué os servirá todo eso cuando, aburrido con justicia del mundo, desdeñéis los medios sin los cuales no es posible hacerse un lugar? Habéis estudiado la política y los intereses de los príncipes; está bien, pero ¿qué haréis con esos conocimientos si no sabéis introduciros con los ministros, con las damas de la corte, con los jefes de oficina, si no encontráis el modo de buscarles, si no hallan todos en vos el bribón que les conviene?

Sois pintor o arquitecto, enhorabuena, pero es necesario que sea conocida vuestra habilidad. ¿Quién os ha de encargar un cuadro si no sois de la Academia, si no tenéis protección, aunque sea para llenar un rincón de su antesala? Soltad esa regla y ese pincel, alquilad un coche y andad de puerta en puerta, pues es así como se adquiere celebridad, pero antes debéis saber que en todas esas ilustres puertas hay porteros o conserjes los cuales sólo comprenden por señas y tienen el oído en las manos. ¿Queréis enseñar lo que habéis aprendido y ser maestro de geografía, de matemáticas, de lenguas, de música o dibujo? Para eso necesitáis discípulos, y por lo tanto apologistas. No perdáis de vista que más vale ser charlatán que hábil, y que si no sabéis otro oficio que el vuestro, nunca seréis más que un ignorante.

Ved, pues, la escasa solidez que poseen todos estos brillantes recursos, y cuántos otros os son necesarios para obtener algún partido. Y luego, ¿qué seréis con ese torpe aplebeyamiento? Sin instruiros, os envilecen los reveses de la fortuna; analizados más que nunca por la opinión pública, ¿cómo superaréis las preocupaciones, árbitros de vuestra suerte? ¿Cómo despreciaréis los vicios y la bajeza que precisáis para subsistir? Sólo dependíais de las riquezas y ahora dependéis de los ricos; habéis empeorado de esclavitud, recargándola con la miseria. Sois pobre sin ser libre, y ése es el peor estado en que el hombre puede caer.

Pero si en vez de recurrir a esos excelentes conocimientos destinados para ser alimentos del alma y no del cuerpo, recurrís, si es preciso, a vuestros brazos y sabéis hacer buen uso de ellos, todas las dificultades desaparecerán y serán inútiles las estratagemas. La probidad y el honor ya no son un estorbo para vivir; ya no es necesario ser mentiroso y cobarde ante los grandes, flexible y servil ante los bribones, vil complaciente de todo el mundo, prestamista o ladrón, que es semejante a aquel que no posee nada; la opinión de los otros no os interesa, no tenéis que cortejar a nadie, ni necio que adular, ni portero que ablandar, ni cortesana que pagar, ni lo que es peor, ensalzarla. Que los bribones manejen los grandes negocios poco os importa; eso no impedirá que en vuestra vida oscura seáis hombres de bien y os ganéis vuestro pan. Entráis en el primer taller del oficio que habéis aprendido: «Maestro, necesito empleo». «Camarada, poneos allí y trabajad.» Antes de la hora de la comida, ya la habéis ganado; si sois sobrio y diligente, antes de que transcurran muchos días tendréis lo suficiente para vivir otros ocho, y habréis vivido libre, sano, sincero, laborioso y justo. Quien lo aprovecha así no pierde el tiempo.

Quiero por encima de todo que Emilio aprenda un oficio, y un oficio honroso; me preguntaréis qué significa esa palabra. ¿No es honroso todo oficio útil al público? No quiero que sea bordador, ni dorador, ni limpiabotas, como el caballero Locke; no quiero que sea músico, ni comediante, ni que escriba libros [11]. Menos estas profesiones y las demás parecidas, que siga la que quiera, puesto que no pretendo sujetarle en nada. Prefiero que sea zapatero que poeta; antes prefiero que empiedre caminos a que haga adornos de porcelana. No obstante, me diréis, los corchetes, -los espías, los verdugos, también son sujetos útiles. Depende del Gobierno el que puedan serlo, pero no que sea así; no me he expresado bien. No basta con escoger un oficio útil, también es preciso que no requiera en las personas que lo ejerciten sentimientos odiosos e incompatibles con la humanidad. Volviendo, pues, a la primera expresión, tomemos un oficio honroso, pero no debemos olvidar que no hay honra sin utilidad.

Un famoso autor de este siglo, el abate de Saint-Pierre, cuyos libros están llenos de vastos proyectos y mezquinas ideas, había hecho como todos los sacerdotes de su comunión el voto de no tener mujer propia, pero siendo más escrupuloso que los demás acerca del adulterio, dicen que determinó tener en casa lindas sirvientas, con las cuales resarcía lo mejor que podía el agravio que con esta temeraria promesa había hecho a su especie y a la naturaleza. Consideraba una obligación del ciudadano el dar otros a la patria, y con el tributo que en este género le pagaba, poblaba la clase de artesanos. Así que tenían edad para ello, estos niños, les hacía aprender el oficio que era más de su agrado, excluyendo sólo las profesiones ociosas, fútiles o expuestas a la moda, como la de fabricar pelucas, por ejemplo, que nunca es necesaria, y llegará a ser inútil un día u otro, a no ser que la naturaleza se canse de darnos cabello.

Aquí está el espíritu que debe guiarnos en la elección del oficio del niño, o quizá no nos corresponde a nosotros hacer esta elección, sino a él, porque las máximas en que está imbuido, habiendo arraigado en su interior un natural desprecio a las cosas carentes de valor, le privarán de gastar su tiempo en trabajos inútiles, y no conocerá otro valor en las cosas que el que se deriva de su utilidad real; así, necesita un oficio que pudiera servir a Robinson en su isla.

Si un niño tiene un ingenio especial para un arte determinado, se obtiene la ventaja de ver saltar la primera chispa, y de estudiar su afición, sus inclinaciones y su gusto, procurando que pase revista a las producciones del arte y de la naturaleza, avivando su curiosidad siguiendo a donde le lleve. Pero es un error muy recuente, y del cual debéis preveniros, atribuir el efecto de la ocasión a un ardor del ingenio, y confundir con una inclinación irresistible a tal o cual arte aquel espíritu imitativo común del hombre y del mono, y que maquinalmente los incita a que hagan lo que ven hacer, sin saber para qué sirve. El mundo está lleno de artesanos, y especialmente de artistas que carecen de un talento particular para el arte que profesan, y a los cuales les aplicaron desde su primera edad, o convenciéndoles de que así les era útil, o dejándose alucinar de un aparente fervor que del mismo modo hubieran tenido para otro cualquier arte si lo hubiesen visto practicado. Uno que oye un tambor, quiere ser general; otro ve levantar una casa, y quiere ser arquitecto. El oficio que ve hacer atrae a cada uno mientras vea que tiene aceptación.

Conocí a un doméstico que, al ver pintar y dibujar a su amo, se le antojó ser pintor y dibujante. Tan pronto como se decidió, tomó el lapicero, que no dejó hasta coger el pincel, el cual no dejará en su vida. Sin lecciones ni reglas se puso a dibujar todo lo que hallaba a mano. Pasó tres años enteros pegado a sus mamarrachos, sin desprenderse de ellos un solo momento como no fuera para cosas de su servicio, y sin que se desalentara con el poco adelanto que le permitía su mediocre habilidad. Le vi por espacio de seis meses, de un verano muy caluroso, en un saloncito, sentado o más bien clavado todo el día en una silla, delante de un globo, dibujar el globo, repetir el dibujo, empezar y volver a empezar sin interrupción, hasta representar la curvatura de la esfera con la suficiente propiedad para quedar satisfecho con su trabajo. Por último, con la ayuda de su amo y guiado por un artista, logró desprenderse de la librea y mantenerse con su pincel. La perseverancia, hasta cierto punto, suple la habilidad; esto ha sido alcanzado por él, pero no irá más adelante. La emulación y la constancia de este honrado mozo son dignas de elogio, y siempre será apropiado por su aplicación, su fidelidad y sus buenas costumbres, pero jamás pintará otras cosas que muestras de tienda.

¿Quién no se habría engañado con su fervor y no lo hubiera tenido como una señal de ingenio? Existe una gran diferencia entre apasionarse por una ocupación o ser apto para ella. Observaciones más sagaces de lo que se piensan son necesarias para conocer la verdadera habilidad y el gusto de un niño, que más que sus disposiciones pone de manifiesto sus deseos, y siempre juzgamos por éstos, puesto que no sabemos estudiar aquéllas. Quisiera que un escritor de juicio recto nos diese un tratado del arte de observar a los niños, arte que sería muy importante conocer, y del cual ni siquiera los elementos saben los maestros y los padres.

Pero tal vez aquí concedemos una importancia exagerada a la elección de un oficio. Puesto que sólo se trata de un trabajo manual, nada quiere decir esta elección para Emilio, y ya tenemos más de la mitad del aprendizaje con los ejercicios en que le hemos ocupado hasta aquí. ¿Qué deseáis que haga? Está preparado para todo, ya sabe utilizar la pala y el azadón, sabe servirse del martillo, del torno, del cepillo, de la lima, y está familiarizado con las herramientas de todos los oficios. Únicamente se trata de conseguir en alguna de estas herramientas tan rápida y fácil práctica que iguale a los mejores oficiales que las usen, y en este punto, al tener el cuerpo ágil y flexibles los miembros para tomar sin dificultad toda clase de posturas y prolongar sin fatiga toda especie de movimientos, aventaja a todos. Además, tiene los órganos justos y bien ejercitados y ya conoce la mecánica de las artes. Unicamente carece del hábito para trabajar tan perfectamente como el maestro, y el hábito se adquiere con el tiempo. ¿En cuál de los oficios, cuya elección tenemos que hacer, empleará el tiempo necesario para ser práctico en él?

Dad al hombre un oficio apropiado a su sexo y al joven uno apropiado a su edad; ni le gusta ni le conviene toda profesión casera y sedentaria que afemina el cuerpo y lo debilita. Jamás aspiró naturalmente un joven a ser sastre, y es preciso inclinar a este oficio mujeril, pero necesario, al sexo para el cual fue destinado [12]. No pueden la aguja y la espada ser manejadas por unas mismas manos. Si yo fuera rey sólo permitiría la costura y los oficios que se hacen con la aguja a las mujeres y a los cojos precisados a ocuparse como ellas. Suponiendo que los eunucos eran necesarios, encuentro que era una demencia de los orientales el hacerlos. ¿Por qué no se contentan con lo que ha hecho la naturaleza con esta muchedumbre de hombres cobardes cuyo corazón ha mutilado y que les sobrarían para lo que necesitan? Todo hombre flacucho, delicado, medroso, fue condenado por la naturaleza y destinado a vivir entre las mujeres y a su manera; que ejercite, pues, alguno de los oficios que le son peculiares, y si son absolutamente necesarios verdaderos eunucos, que se reduzcan a este estado los hombres que deshonran su sexo, en vez de emplearse en quehaceres que no les convienen. Su elección indica el error de la naturaleza, pues es indispensable enmendar ese error.

Prohíbo a mi alumno los oficios insanos, pero no los penosos, ni tampoco los peligrosos, que ejercitan a la par el ánimo y la fuerza, y sólo son propios de los hombres; las mujeres ya no los pretenden. ¿Cómo no tienen aquéllos vergüenza de introducirse en los que son de la jurisdicción del otro sexo?



Luctantur paucae, comedunt coliphia paucae.

Vos lanam trahitís, calathisque peracta refertis

Vellera...



En Italia no se ven mujeres en las tiendas, y no puede imaginarse cosa más triste que ver las calles de este país para los que están acostumbrados a las de Inglaterra y Francia. Cuando yo veía a mercaderes de modas que vendían a las damas cintas, blondas y felpilla, me parecían muy ridículos estos delicados arreos en manos toscas, que mejor le darían al fuelle de la fragua o trabajarían el hierro en el yunque. Yo decía que en aquel país, como represalia, las mujeres deberían abrir tiendas de armeros y espaderos. Que haga y venda cada uno las armas de su sexo, ya que para conocerlas es preciso manejarlas.

Joven, imprime a tus trabajos la mano del hombre; debes aprender el manejo del hacha y de la sierra, a cuadrar una viga, a subir un tejado, a poner un techo, a afianzar las maestras y las soleras, y luego llama a tu hermana para que vaya a ayudarte en tu tarea, igual que ella te decía que trabajases tú en su punto de encaje.

Esto que digo es excesivo para mis agradables contemporáneos, bien lo veo, pero a veces me dejo llevar por la fuerza de las deducciones. Si un hombre, sea quien sea, tiene vergüenza de trabajar en público armado de una azuela y un mandil de cuero, sólo veo en él a un esclavo de la opinión dispuesto a avergonzarse de sus buenas obras, de tal forma que ridiculicen al hombre de bien. Debemos ceder, no obstante, a la preocupación de los padres todo lo que no puede perjudicar a las profesiones útiles para honrarlas todas; basta con no tener a ninguna por inferior a nosotros. Cuando nos dan a elegir y nada nos determina por otra parte, ¿por qué no hemos de atender a la decencia, a la inclinación, al agrado entre profesiones de la misma jerarquía? Los trabajos de los metales son muy útiles, tal vez los que más; no obstante, sin que a ello me mueva ninguna razón especial, no haré a vuestro hijo herrador, cerrajero, ni herrero; no me gustaría verle en la fragua con la figura de un cíclope. Tampoco le haré albañil, y mucho menos zapatero. Es necesario que se ejerzan todos los oficios, pero el que puede elegir ha de tener presente la limpieza, porque en este punto no hay opinión, pues los sentidos deciden. Por último, tampoco quisiera aquellas estúpidas profesiones cuyos operarios sin industria y casi autómatas siempre ejercitan sus manos en un mismo trabajo; tejedores, fabricantes de medias, aserradores; ¿para qué hace falta emplear en oficios similares a hombres que discurren, si son máquinas que mueven a otras?

Bien considerado todo, el oficio que más quisiera yo que le gustase a mi alumno sería el de ebanista, el cual es limpio, útil y se puede ejercitar dentro de casa, mantiene en suficiente movimiento al cuerpo, exige en el obrero destreza e industria, y no están excluidos, en la forma de las obras que determina la utilidad, el gusto y la elegancia.

Si el ingenio de vuestro alumno tuviese una predilección particular por las ciencias especulativas, entonces yo no me opondría a que le dieseis un oficio conforme a sus inclinaciones; por ejemplo, que aprendiese a fabricar instrumentos de matemáticas, lentes, telescopios, etc.

Cuando Emilio aprenda su oficio, yo también quiero aprenderlo con él, porque creo que nunca aprenderá bien lo que no aprendamos juntos. Así nos pondremos los dos en aprendizaje y no pretenderemos que nos traten como caballeros, sino como auténticos aprendices que no lo son por broma, ¿y por qué no lo hemos de ser de verdad? El zar Pedro era carpintero en el astillero y tambor en sus propias tropas. ¿Pensáis que este príncipe no era como vosotros por su mérito y por su origen? Ya comprenderéis que esto no se lo digo a Emilio, sino al lector, cualquiera que sea.

Por desgracia no nos es posible pasar todo nuestro tiempo en el banco del ebanista. No sólo somos aprendices de arte, somos también aprendices de hombre, y es más penoso y largo el aprendizaje de este oficio que el otro. ¿Pues qué haremos? ¿Tomaremos un maestro de cepillar una hora al día, como se toma un maestro de baile? No, porque no seríamos aprendices, sino discípulos, y no es tanta nuestra ambición al aprender el oficio como para elevarnos al estado de ebanista. Así que opino que debemos ir por lo menos una o dos veces cada semana a pasar el día en casa del maestro, que nos levantemos a su hora, y que nos pongamos al trabajo antes que él, que comamos en su mesa, que trabajemos a sus órdenes, y después de haber tenido el honor de cenar con su familia, nos volvemos a dormir a casa en nuestros duros camastros. De este modo se aprenden muchos oficios a la par, y así se ejercita el trabajo manual sin descuidar el otro aprendizaje.

Seamos sencillos cuando hagamos el bien, y no incurramos en la vanidad en nuestro afán de combatirla. Enorgullecerse por haber vencido los prejuicios, es caer en ellos. Dicen que por una antigua tradición de la casa otomana el Gran Señor está obligado a realizar trabajos manuales, y todos saben que las obras que salen de la mano real no pueden dejar de ser obras maestras. Distribuye, pues, con munificencia estas obras maestras a los potentados de la Puerta, y se paga la obra según la calidad del artífice. Lo malo que veo en esto no es la pretendida vejación, por el contrario es un bien, porque, obligando a los grandes a que se partan con él los despojos del pueblo, eso le roba menos directamente el príncipe. Alivio necesario del despotismo es éste, y sin él no podría subsistir ese abyecto gobierno.

El verdadero inconveniente de este uso consiste en la idea que a este pobre hombre le da de su mérito, que, como el rey Midas, ve que se convierte en oro todo lo que toca, y no se da cuenta de cómo le crecen las orejas. Para que se le queden cortas a mi Emilio, preservemos sus manos de tan rico talento y provenga el valor de la obra y no del artífice. No consintamos que juzguen de las suyas, como no sea comparándolas con las de los buenos maestros; considérese su trabajo por el trabajo mismo y no porque es suyo. Decid de lo que esté bien hecho: «Esto está bien hecho», pero no preguntéis: «¿Quién lo hizo?». Si dice en tono engreído: «Lo hice yo», contestadle con voz sosegada: «Tú o bien otro no importa; está bien hecho».

Presérvate, buena madre, principalmente de las mentiras que te preparan. Si tu hijo sabe muchas cosas, desconfía de todo lo que sepa. Está perdido si tiene la desgracia de ser rico y educarse en París. Mientras esté con hábiles artistas, irá apropiándose los talentos de ellos, si se aleja no los mejorará. En París, el rico lo sabe todo, y sólo son ignorantes los pobres. Esta capital está llena de aficionados y sobre todo de aficionadas que componen sus obras con ayuda del vecino. Sé de tres honrosas excepciones en hombres, y puede haber más, pero no sé de ninguna en mujeres, y dudo que las haya. En general se adquiere nombre en las artes como en el foro, y se hace uno artista y juez de los artistas, como doctor en leyes y magistrado.

Si quedara definitivamente establecido que es magnífico saber un oficio, pronto lo sabrían vuestros hijos sin aprenderlo, y se examinarían de maestros como los consejeros de Zurich. Nada de ese ceremonial para Emilio, nada de apariencias, y siempre la realidad. Que no se diga que sabe, y que aprenda en silencio; que haga siempre obras maestras y no se examine nunca de maestro; que no se muestre obrero por el título, sino por el trabajo.

Si hasta aquí me he hecho entender, debe comprenderse cómo con el hábito del ejercicio corporal y del trabajo manual aficiono paulatinamente a mi alumno a la reflexión y meditación, para contrapesar en él la pereza que resultaría de su indiferencia ante los juicios de los hombres y el estado de sus pasiones. Es necesario que trabaje como un rústico y piense como un filósofo, para que no sea tan holgazán como un salvaje. Todo el misterio de la educación consiste en que los ejercicios del cuerpo y del espíritu sirvan de desahogo unos a otros.

No obstante, guardémonos de anticipar las instrucciones que requieren más maduro entendimiento. Emilio no será por mucho tiempo obrero sin sentir por sí propio la desigualdad de condiciones que antes apenas había percibido. Conforme a las máximas que yo le he dado, me querrá recíprocamente examinar. Como todo lo recibe de mí solo, y se halla tan cerca del estado de pobreza, deseará saber por qué estoy yo tan distante de él, y tal vez me hará preguntas sobre cuestiones escabrosas, cogiéndome desprevenido. «Usted es rico; así me lo han dicho y lo veo. También el rico debe su trabajo a la sociedad, ya que es hombre, ¿pero qué hace usted por ella?» ¿Qué respondería a esto un buen preceptor? No lo sé. Tal vez sería tan necio que hablaría al niño de los afanes que por él se toma. Por lo que a mí respecta, el taller me saca de apuros. «Esa, querido Emilio, es una excelente pregunta, y te prometo, en lo que me atañe, contestar a ella de manera que quedes contento. Mientras tanto, cuidaré de restituir a los pobres y a ti lo que tengo de sobra y en hacer cada semana una mesa o un banco, a fin dé no ser completamente inútil para todo.»

Ya hemos vuelto a nosotros mismos. Nuestro niño, próximo a dejar de serlo, ha entrado dentro de sí y siente más que nunca la necesidad que le encadena con las cosas. Después de haber empezado ejercitando primeramente su cuerpo y sus sentidos, hemos ejercitado su espíritu y su razón, y por último hemos reunido el uso de sus miembros con el de sus facultades, hemos hecho un ser activo y pensador; para completar al hombre, sólo nos resta hacer un ser amante y sensible, es decir, perfeccionar la razón por el sentimiento. Pero antes de introducirnos en este nuevo orden de cosas, observemos aquel de donde salimos, y veamos, con la mayor exactitud posible, hasta dónde hemos llegado.

Al principio nuestro alumno solamente tenía sensaciones, mientras que ahora tiene ideas: antes sólo sabía sentir, pero ahora juzga, porque de la comparación de muchas sensaciones sucesivas o simultáneas, y del juicio que uno forma de ellas, resulta una especie de sensación mixta o compleja, que denomino idea.

El modo de formar las ideas es lo que caracteriza el entendimiento humano. El que forma sus ideas conforme a las reacciones reales, es un entendimiento sólido; el que ve las relaciones tal cual son, un entendimiento justo; el que se conforma con las aparentes es un entendimiento superficial; el que las aprecia mal, es un entendimiento torcido; el que se fragua imaginarias relaciones que no tienen realidad ni apariencia, es un loco; el que no compara, un imbécil. La mayor o menor aptitud para comparar ideas y hallar relaciones, es lo que constituye en los hombres el mayor o menor entendimiento.

Las ideas simples no son más que sensaciones comparadas. Hay juicios en las sensaciones sencillas, lo mismo que en las sensaciones complejas, que denomino yo ideas simples. En la sensación el juicio es puramente pasivo, afirma que siente lo que se siente. En la percepción o idea, el juicio es activo; aproxima, compara, determina relaciones que no determina el sentido. He aquí la diferencia, pero es grande. La naturaleza jamás nos engaña; siempre somos nosotros los que nos engañamos.

Veo servir a un niño de ocho años un queso helado; se lleva la cuchara a la boca sin saber qué es, y sorprendido por el frío grita: «¡Ah, esto quema!». Experimenta una sensación muy viva; no conoce otra más viva que el calor del fuego y cree que es ésta la que siente. Sin embargo, se engaña; la sensación de frío le ofende, pero no le quema, ni se parecen estas dos sensaciones, puesto que los que han experimentado una y otra no las confunden. Entonces, no es la sensación la que engaña, sino el juicio que se forma de ella.

Ocurre igualmente con quien ve por primera vez un espejo o una máquina de óptica, o el que penetra en una profunda cueva en lo mas riguroso del invierno o del verano, o el que introduce la mano muy fría o muy caliente dentro de agua tibia, o el que hace rodar entre dos dedos cruzados una pequeña bola, etc. Si se contenta con decir lo que percibe, lo que siente, siendo su juicio puramente pasivo, es imposible que se engañe, pero cuando juzga de la realidad ,por la apariencia, es activo, compara, establece por inducción relaciones que no percibe, y entonces se engaña, o se puede engañar, y precisa de la experiencia para corregir o prevenir el error.

Mostrad de noche a vuestro alumno las nubes que pasen entre él y la luna; creerá que la luna corre en sentido contrario y que las nubes están paradas. Lo creerá por una inducción precipitada, porque ve que, corrientemente, se mueven con preferencia los objetos pequeños y no los grandes, y porque las nubes le parecen mayores que la luna, cuya distancia no puede calcular. Cuando en un barco que va navegando observa desde bastante lejos la orilla, cae en el error contrario, y cree que ve correr la tierra, porque como no siente que se mueve, considera el barco, el mar o el río y su horizonte como un todo inmóvil, del cual solamente una parte le parece la orilla que ve correr.

La primera vez que un niño ve un palo metido hasta la mitad en el agua, ve un palo roto; la sensación es cierta, y no dejaría de serlo aun cuando no supiésemos el motivo de esta apariencia. Así, pues, si le interrogáis sobre lo que ve, él dirá: «Un palo roto», y dice su verdad, porque es cierto que tiene la sensación de un palo roto. Pero cuando, engañado por su juicio, va más lejos, y después de haber afirmado que ve un palo roto, afirma que lo que ve es efectivamente un palo roto, entonces dice una cosa falsa. ¿Y por qué? Porque en tal caso se hace altivo, y ya no juzga por inspección, sino por inducción, y afirma lo que no siente; es decir, que el juicio que recibe por un sentido le ha de confirmar otro.

Ya que todos nuestros errores provienen de nuestros juicios, está claro que si jamás tuviéramos necesidad de juzgar, tampoco la tendríamos de aprender; nunca nos hallaríamos en el caso de engañarnos, y seríamos más felices con nuestra ignorancia de lo que podemos serlo con nuestro saber. ¿Quién niega que los sabios conocen infinidad de cosas verdaderas que nunca sabrán los ignorantes? ¿Están por eso más cerca de la verdad? Todo lo contrario; cuanto más avanzan, más se desvían, porque como la vanidad de juzgar hace todavía más progresos que las luces, cada verdad que aprenden se presenta en unión de cien juicios falsos. Es indudable que las sabias corporaciones de Europa no son otra cosa que escuelas públicas de mentira, y seguramente hay más errores acreditados en la Academia de Ciencias que en todo un pueblo de hurones.

Puesto que los hombres cuanto más saben más se equivocan, el único medio de evitar el error es la ignorancia. No juzguéis, pues, y jamás os engañaréis. Es la lección de la naturaleza y también la de la razón.

Dejando aparte las relaciones inmediatas en un número muy pequeño y muy palpable que las cosas tienen con nosotros, de un modo natural tenemos una indiferencia muy profunda respecto de todo lo demás. Un salvaje no volvería la cabeza para ir a ver el juego de la máquina más hermosa y los prodigios de la electricidad. «¿Qué me importa?», es la expresión más frecuente del ignorante y la que más conviene al sabio.

Pero por desgracia ya no aceptamos esta expresión. Todo nos importa desde que dependemos de todo, y con nuestras necesidades, nuestra curiosidad se explaya necesariamente. Por eso yo le doy una muy grande al filósofo y no se la doy al salvaje, puesto que éste de nadie necesita y el otro necesita de todo el mundo, y principalmente de admiradores.

Se me dirá que me aparto de la naturaleza, pero no lo creo. Esta escoge sus instrumentos y no los arregla por la opinión, sino por la necesidad. Entonces, las necesidades cambian según la situación de los hombres. Existe mucha diferencia entre el hombre natural que vive en estado de naturaleza y el hombre natural que vive en estado de sociedad. Emilio no es un salvaje que ha de ser relegado en un desierto, sino un salvaje destinado a vivir en las ciudades. Es conveniente que sepa hallar en ellas lo que necesite, sacar cosas de provecho de sus moradores y vivir, si no como ellos, por lo menos con ellos.

Puesto que en medio de tantas relaciones nuevas de que va a depender tendrá que juzgar, aunque él no quiera, enseñémosle a que juzgue con acierto.

La mejor manera de aprender a juzgar con acierto es la que conduce a simplificar nuestras experiencias y poderlas emitir sin incurrir en errores, de donde se sigue que, después de haber verificado durante mucho tiempo las relaciones de un sentido por las de otro, precisa también aprender a verificar las relaciones de cada sentido por si mismo y sin recurrir a otro; cada sensación se nos convertirá entonces en una idea, y esta idea será siempre conforme a la verdad. Esta es la especie de resumen que he procurado formar en esta tercera edad de la vida humana.

Esta manera de proceder exige una paciencia y una circunspección de la que son capaces pocos maestros, y sin la cual jamás el discípulo aprenderá a juzgar. Si, por ejemplo, cuando éste se engaña solo con la apariencia del bastón roto, para demostrarle su error os dais prisa a sacar el palo del agua, tal vez le desengañaréis, pero, ¿qué es lo que le enseñáis? Lo mismo que habría aprendido por sí mismo. Pues no es eso lo que hay que hacer. Se trata menos de enseñarle una verdad que de hacerle observar cómo se ha de conducir siempre para descubrirla. Con el fin de instruirle mejor, no se le puede desengañar tan pronto. Tomemos a Emilio y yo como de ejemplo.

Primeramente, a la segunda de las preguntas propuestas, todo niño que haya recibido una educación corriente no dejará de responder afirmativamente. Seguramente dirá que el palo está roto. Yo dudo mucho de que Emilio me dé la misma respuesta. No viendo, pues, la necesidad de tener ciencia ni aparentarla, nunca se da prisa a juzgar, y si lo hace es solamente por la evidencia, y está muy lejos de encontrarla en esta ocasión, sabiendo cuán expuestos a ilusión están nuestros juicios por las apariencias, aunque no sea más que en la perspectiva.

Por otra parte, como ya sabe por experiencia que las preguntas más frívolas hechas por mí siempre llevan un propósito que al principio no percibe, carece de la costumbre de responder de una forma atolondrada; por el contrario, desconfía, pone mucha atención y las examina muy despacio antes de responder. Jamás me da una respuesta si no está satisfecho con ella, y es de muy mal contentar. Por último, ni él ni yo estamos seguros de poseer la verdad de las cosas, sino solamente que no incurrimos en errores. Nos causaría mucha más confusión el contentarnos con una razón que no fuese buena que no hallar ninguna. «No sé» es una expresión que a ninguno de los dos nos cae bien, a pesar de que la repetimos con tanta frecuencia, puesto que ni a uno ni a otro nos cuesta nada. Pero debido a que no caiga en este atolondramiento, o a que con nuestro cómodo «no sé» lo evite, mi réplica es la misma: «Veamos, examinemos. Este bastón que tiene la mitad dentro del agua está fijo en una posición perpendicular. Antes de que lo saquemos del agua, o pongamos en él la mano, cuántas cosas tenemos que hacer para saber si, como parece, está roto».

1ª: Desde luego damos una vuelta alrededor del palo y observamos que la rotura sigue la misma dirección que nosotros. Después nuestra vista es la que cambia de lugar, y la vista no mueve los cuerpos.

2ª: Miramos bien a plomo por la punta del palo que está fuera del agua; entonces ya no es curvo, y el cabo inmediato a nuestro ojo nos oculta exactamente la otra extremidad [13]. ¿Es que hemos puesto recto al bastón con la vista?

3ª: Agitamos la superficie del agua, y observamos que el palo se dobla en muchas piezas, que se mueve haciendo ángulos y sigue las ondulaciones del agua. ¿Basta, pues, el movimiento que damos al agua para romper, ablandar y fundir el palo?

4ª: Damos salida al agua y vemos que el palo se endereza a medida que el agua va bajando.

¿No es esto más que suficiente para aclarar el hecho y encontrar la refracción? Por lo tanto, no es verdad que la vista nos engañe, ya que no precisamos más que de ella para rectificar los errores que le hemos atribuido.

Supongamos al niño lo bastante torpe para no acertar con el resultado de estas experiencias; entonces es cuando se debe llamar al tacto en socorro de la vista. En vez de sacar el palo del agua, dejadlo quieto, y que el niño pase la mano por él de un cabo a otro; no hallará el ángulo, y por consiguiente el palo no está roto.

Me diréis que aquí no sólo hay juicios, sino raciocinios. Esto es verdad, pero, ¿no os dais cuenta de que después de que nuestro espíritu ha llegado hasta las ideas, todo juicio es un raciocinio? La conciencia de toda sensación, es una proposición, un juicio; por lo tanto, así que uno compara una sensación con otra raciocina. El arte de juzgar y el de raciocinar son exactamente lo mismo.

Emilio no sabrá jamás la dióptrica, o quiero que la aprenda alrededor de este palo. El no habrá disecado insectos, no habrá contado las manchas del sol, no sabrá qué es un microscopio ni un telescopio, y vuestros doctos alumnos se burlarán de su ignorancia. Tendrán razón, ya que antes de que se sirva de estos instrumentos quiero que los invente, y comprenderéis que esto requiere mucho tiempo.

He aquí el espíritu de todo mi método en la parte presente. Si el niño quiere hacer rodar una bolita entre dos dedos cruzados, y cree que siente dos bolas, no le dejaré que mire, hasta que se convenza de que' no hay más que una.

Creo que serán suficientes estas aclaraciones para marcar con claridad los progresos que hasta aquí ha hecho el entendimiento de mi alumno y el camino que ha seguido. Pero tal vez os asusta la cantidad de cosas que he presentado delante de sus ojos; sentía el temor de que su inteligencia quede abrumada con tanta cantidad de conocimientos, pero es todo lo contrario, puesto que más le enseño que los ignore que no que los adquiera. Le pongo delante de sus ojos la senda de la ciencia, llana en verdad, pero larga, inmensa, y se anda con pasos lentos; procuro que dé los primeros pasos para que reconozca la entrada, pero no le permito que se adentre demasiado.

Obligado a aprender por sí mismo, hace uso de su razón, y no de la ajena, pues para que no le influya la opinión de los demás, evito que la recoja, y la mayor parte de nuestros errores provienen mucho menos de nosotros mismos que de los otros. De este continuo ejercicio debe resultar un vigor de espíritu semejante al que con el trabajo y la fatiga adquiere el cuerpo. Se saca otra ventaja de esto, y es que sólo adelanta en proporción a sus fuerzas. Ni el espíritu ni el cuerpo llevan más carga de la que pueden soportar. Cuando el entendimiento se apropia de las cosas antes de depositarlas en la memoria, lo que luego saca de ellas es suyo, pero si se ha recargado la memoria sin consultarle, se expone uno a no sacar de ésta nada que sea propio del entendimiento.

Emilio no tiene muchos conocimientos, pero los que posee son verdaderamente suyos y no sabe nada a medias. En el pequeño número de cosas que sabe bien, la más importante es que hay muchas que ignora y que algún día puede saber muchas más que saben otros y que no sabrá él en su vida, y una infinidad de ellas que ningún hombre sabrá jamás. Tiene un espíritu universal, no por las luces, sino por la facultad de adquirirlas. Un espíritu despejado, inteligente, apto para todo, si no es, como dice Montaigne, instruido, es indestructible. Me basta con que sepa hallar el «para qué sirven en todo cuanto haga, y el «por qué» en todo cuanto crea, porque, repito, mi objetivo no es darle ciencia, sino enseñarle a que la adquiera cuando la necesite; hacer que la aprecie exactamente en lo que vale, y que ame la verdad sobre todas las cosas. Siguiendo este método se adelanta poco, pero jamás se da un paso inútil y nunca se ve en la necesidad de retroceder.

Emilio sólo tiene conocimientos naturales y puramente físicos. Ni siquiera sabe el nombre de la historia, ni lo que es la metafísica y la moral. Es conocedor de las relaciones esenciales del hombre con las cosas, pero no las relaciones morales del hombre con el hombre. Apenas es capaz de generalizar algunas ideas y de hacer pocas abstracciones. Ve cualidades comunes de ciertos cuerpos sin razonar acerca de ellas por sí mismas. Conoce la extensión abstracta con el auxilio de las figuras del álgebra; estas figuras y estos signos son el apoyo de las abstracciones en que descansan sus sentidos. No intenta conocer las cosas por su naturaleza, sino por las relaciones que le interesan, ni aprecia lo que es ajeno a él de otro modo que con relación a sí mismo, pero su valoración es exacta y segura, ya que en ella no tienen cabida la convención y el capricho. De lo que hace más aprecio es de aquello que le es más útil, y como siempre tiene este modo de apreciar las cosas, nunca depende de la opinión ajena.

Emilio es laborioso, templado, sufrido, entero y animoso. Al no estar nunca exaltada su imaginación, tampoco le acosan los peligros, por lo que son pocos sus males, y sabe padecer con calma, puesto que no ha aprendido a revolverse contra el destino. Referente a la muerte, aún no está muy seguro de lo que es, pero acostumbrado a resignarse sin resistir a la ley de la necesidad, cuando sea necesario morir, lo hará sin patalear ni sollozar, que es lo que permite la naturaleza en ese instante abominado por todos. El vivir libre y suavemente encadenado con las cosas humanas, es el mejor modo de aprender a morir.

En una palabra, Emilio posee la virtud en todo lo que tiene relación con él mismo. Para poseer también las virtudes sociales, sólo le falta conocer las relaciones que las exigen, y únicamente le faltan las luces que su espíritu está preparado para recibir.

Se considera sin relación con los demás y acepta que los demás no piensen en él. No exige nada de nadie y está convencido que a nadie debe nada. Está solo en la sociedad humana, únicamente cuenta consigo, y tiene derecho a pensar de este' modo debido a que esto es todo lo que puede ser uno a su edad. Carece de errores o sólo comete aquellos que para nosotros son inevitables; no tiene vicios, o sólo posee aquellos que ningún mortal puede evitar. Tiene el cuerpo sano, los miembros ágiles, el ánimo justo y despreocupado, y el corazón libre y exento de pasiones. El amor propio, que es la más natural y la primera de todas, apenas si se ha despertado en él todavía. Sin perturbar el sosiego de nadie, ha vivido satisfecho, libre y feliz hasta allá donde se lo ha permitido la naturaleza. ¿Creéis que un niño, que ha llegado así a sus quince años, ha perdido los pasados?


Notas[editar]

  1. No he podido menos de reírme al leer una nota de carácter crítico muy ingeniosa de De Formey acerca de este cuentecillo. «Cubiletero -dice-, que se presume de hábil con un niño y sermonea gravemente a un instructor, pertenece a la clase de Emilio». Formey no ha sido capaz de comprender que se trata de una escena de antemano arreglada y que el cubiletero representaba un papel convenido. Es una cosa que, efectivamente, yo no he dicho, pero ;cuántas veces he advertido que de ningún modo escribo para gentes a las que hay que explicárselo todo.
  2. Habrá comprendido el lector que este discurso es obra del preceptor, dictado al cubiletero palabra por palabra. De otro modo jamás se me hubiera ocurrido suponerlo en boca de semejante personaje; creo haber dado pruebas de poseer la habilidad suficiente para no hacer que las personas hablen sin poderlo hacer. Véase lo que le contesto a De Formey en mi nota anterior.
  3. Esta humillación y esas desgracias lo son según mi modo de ver y no en el concepto del prestidigitador. Puesto que De Formey quiso apropiarse mi libro e imprimir mi nombre por el suyo, por lo menos debió tomarse la molestia de leerlo.
  4. Muchas veces he notado que en las doctas explicaciones que dan a los niños, no tanto se atiende a que escuchen ellos como las personas que les rodean. Estoy muy seguro de lo que afirmo porque esta experiencia la he realizado conmigo mismo.
  5. A cada explicación que se quiera dar al niño, un pequeño aparato que la preceda, contribuye mucho a que el niño esté contento.
  6. Los vinos que venden al por menor los taberneros de París, aunque no todos estén adulterados, rara vez dejan de tener plomo, porque los mostradores de tabernas están forraos de este metal, y el vino que se vierte en las medidas, pasando por el plomo y permaneciendo en él, disuelve siempre una parte. Es muy extraño que la policía consienta tan manifiesto y peligroso abuso. Pero como los ricos no beben vinos de esa clase, no están expuestos a morir envenenados.
  7. El ácido vegetal es muy dulce. Si fuese ácido mineral y estuviera disuelto en menos líquido, la combinación se verificaría con efervescencia.
  8. La medida del tiempo se pierde cuando nuestras pasiones quieren arreglar el curso de éste a su antojo. El reloj del sabio es la serenidad de carácter y poseer siempre la paz del ánimo. Está siempre a su hora y la conoce siempre.
  9. La inclinación al campo que le supongo a mi alumno es fruto de su educación. Como por otra parte no tiene nada de ese aspecto melindroso que complace tanto a las mujeres, le festejan menos que a los otros niños, y por consiguiente no le placen, y no se corrompe tanto en su compañía, pues no está todavía en estado de sentir atracción hacia ellas. Me he guardado de enseñarle a besarles la mano, a echarles flores y a que ni siquiera las trate con las atenciones que se les deben con preferencia a los hombres; me he dictado, como una ley inviolable, no exigir de él nada que niño razón no pueda alcanzar, y no hay razón valedera para que un niño trate a un sexo distintamente que al otro.
  10. Considero imposible que las grandes monarquías de Europa duren mucho tiempo; todas han brillado, y todo Estado que brilla raya en su declive. Tengo otras razones más expresivas que esta máxima, pero es preferible no decirlas, y cualquiera las ve sobradamente.
  11. Se me dirá que yo lo soy. Esto es verdad, por mi desgracia, y lo confieso, pero mis errores, que tanto me cuestan, no son motivo suficiente para que otro los cometa. No escribo para disculparme, sino para evitar que mis lectores incurran en ellos.
  12. En los pueblos antiguos no había sastres; los vestidos de los hombres los hacían en cada casa las mujeres.
  13. Después he hallado, mediante una experiencia más exacta, lo contrario. La refracción obra circularmente y parece más grueso el bastón por el cabo metido en el agua que por el que queda fuera, pero esto no quita fuerza al razonamiento y la consecuencia que sacamos no deja de ser justa.