En Alcalá de Henares
A mi muy querido amigo D. Juan José de Lecanda.
Ni aislada roca, ni escarpado monte
del diáfano horizonte
el indeciso término cortabas:
por todas partes se extendía el llano
hasta el confin lejano
en que el cielo y la tierra se abrazaban
¡Oh tierra en que naci, noble y sencilla!
¡Oh campos de Castilla
donde corrió mi infancia! ¡Aire sereno!
¡Fecundadora luz! ¡Pobre cultivo!
¡Con qué placer tan vivo
se espaciaba mi vista en vuestro seno!
Toki onak badira,
Bañan biyotzak diyo
partes buenos sitios,
pero el corazón dice:
vete al país vasco.
Iparraguirre
Quiero escribir de Alcalá, en que tan buenos ratos pasé con V. mi buen don Juan José, los dos primeros dias de noviembre del año pasado y los tres primeros del mismo mes de este año. Alcalá me ha llevado á comparar el paisaje castellano a nuestro paisaje, y de aquí he pasado á discurrir un poco sobre la falta de arte (sobre todo pictórico) en las Provincias Vascongadas. Son tres temas ligados que irán en tres articulillos.
No olvidaré mis visitas á "la ilustre y anciana y desvalida patria de Cervantes," como la llamó Trueba. En ciudad tan gloriosa, y con V. por guía, hay mucho que sentir y que aprender.
Ciudad significa para mí poblacho triste y lleno de reliquias acaso; villa, cosa de vida y empuje. Me he acostumbrado á personificarlas en Orduña y Bilbao.
Sobre el Escorial adusto se cierne la sombra del gran Felipe; sobre esta ciudad calmosa la de Cisneros y los arzobispos de Toledo, de quienes fué feudo. Llena está de huellas de la munificiencia de los cardenales Cisneros, Carrillo, Borbon, Tenorio.
Alcalá es la continuadora de la vieja Compluto y la viejísima Iplacea. En las faldas del cerro de la Vera Cruz, y reflejándose en las aguas del Henares, se alzaba el Castillo, que esto significa Alcalá en la lengua de los moros. Daciano le puso en el camino de la gloria sacrificando á los santos niños Justo y Pastor, y mucho más tarde Cisneros fundó en ella el Colegio Mayor, rival con el tiempo de la vieja Universidad salmantina. A la sombra de este colegio fundaron las órdenes religiosas hasta otros veinticinco. Salieron de ellos, entre otros ingenios insignes, Arias Montano, Figueroa, el divino Vallés, Solís, el admirable P. Florez, Lainez y Salmeron, Jovellanos, y entre otros trabajos el famoso Ordenamiento y la prodigiosa Biblia Políglota. Nosotros, los vascongados, debemos recordar que en Alcalá estudió Iñigo de Loyola. Fué llamada con su título más glorioso la ciudad de los santos y de los sabios. No voy á hacer historia; quien la quiera de Alcalá que acuda á Palau, á Portilla, á Azaña.
Hoy ha venido á menos la vieja Alcalá de San Justi. La Universidad, vendida con sus anejos por el Estado en 24.000 pesetas, ocupan con su colegio los escolapios; el hermoso palacio de los arzobispos se convirtió en archivo general central del reino, y allí está, en restauracion inacabable, con aquel andamio muerto de risa, que esperan á que se acabe de podrir para sustituirlo con otro, que tambien se podrirá. En la Magistral descansan en magníficas tumbas los dos cardenales enemigos, Cisneros y Carrillo.
No hay edificio que no lleve sello de arzobispo toledano, en mil rincones se ve el tablero ajedrezado del fraile cardenal. El cordón franciscano ciñe, tallado en piedra, la fachada carcomida de la gloriosa Universidad Complutense. El recuerdo del pasado hace á todo ello más triste que la realidad presente, y apénas si á los alcalaínos quedan bríos para deplorar la grandeza perdida y salvar sus despojos de la anemia.
En Alcalá es hoy todo tristeza, y si se fuera la guarnicion quedaria desolado el cadáver terroso de la corte de Cisneros. Poblacion hoy semi nómada, donde se ve más al vivo que en los grandes centros la vida interior, cuya fisiología ahondó Balzac, poblacion sostenida como por puntales por unos pocos labradores ricos y coronada de una masa flotante de vejetacion humana, masa que oculta más de un drama, masa compuesta de uos que van con el trajecito bien cepillado á aliviar su ruina, viviendo barato y encerrándose en casita; de otros que, huyendo de los conocidos, van con misterio á ocultar acaso una vergüenza y con misterio se ausentan, y de muchos más que acuden á comer del presupuesto.
A los frailes y estudiantes han sustituido empleados y militares; los conventos sirven de cuarteles, y algo de vida da al pueblo la vida sin alegría de los presidios. Los pobres soldados vagan por los soportales de la Calle Mayor, los oficiales ociosos carambolean en el casino ó enamoran para matar el tiempo, los alcalaínos se distraen en coleccionar fierro viejo, muebles viejos, barretes viejos, cuadros viejos, en leer y componer poesía vieja, en cosas incomprensibles ó poco menos en nuestro país.
Alcalá recuerda á Cervantes, que como la inscripcion de su casa nativa dice, pertenece por su nombre y por su ingenio al mundo civilizado, y por su cuna á Alcalá de Henares. En esta inscripcion, clásicamente discreta, está pintado un pueblo. Cervantes recuerda á D. Quijote, y don Quijote á los ardientes, escuetos y dilatados campos de Castilla, tan ardientes, escuetos y dilatados como el espíritu quijotesco. Vamos al campo.
No se vé a Alcalá, como á nuestros pueblos, recogidita en el regazo de montes verdes, bajo un cielo pardo, sino tendida al sol en el campo infinito, dibujando el azul las siluetas de las torres de sus conventos. Rojiza, tostada por el sol y el aire, pegada al suelo, circuida por paredes bajas de adobe. Rodean á su campo como ancho anfiteatro los barrancos de la sierra, en que se alzan pelados el cerro del Viso, el de la Vera Cruz, el Malvecino, la meseta del Hecce-Homo. Lame los piés de los cerros, separando la Campiña de la Alcarria, el Henares, de frondosas riberas festoneadas de álamos negros y álamos blancos.
A un lado del Henares la sierra, y la Campiña al otro. No las montañas en forma de borona, verdes y frescas, de castaños y nogales, donde salpican al helecho las flores amarillas de la argoma y las rojas del brezo. Colinas recortadas que muestran las capas del terreno, resquebrajadas de sed, cubiertas de verde suave, de pobres yerbas, donde sólo levantan cabeza el cardo rudo y la retama olorosa y desnuda, la pobre ginestra contenta dei deserti que cantó el pobre Leopardi, en su último canto.
Al otro lado la tierra rojiza, á lo lejos el feston de árboles de la carretera, amarillos ahora; en el confin, las tierras azuladas que tocan al cielo, las que al recibir al sol que se recuesta en ellas se cubren de colores calientes, de un rubor vigoroso.
¡Ancha es Castilla! ¡Y qué hermosa la tristeza enorme de sus soledades, la tristeza llena de sol, de aire, de cielo!
Todo ello parece un mar petrificado, y como un navío lejano en el fondo, se pierde la iglesia de Meco, célebre por la bula del conde de la Tendilla.
Por estos campos secos no vienen aldeanos, que aquí no los hay, vienen lugareños de color de tierra, encaramados en la cabalgadura, y carromatos tirados por cinco mulas en fila. No se oye el chirrido arrastrado de las ruedas del carro, sino algun cantar ahogado y chillon.
La vista se dilata por el horizonte lejano, y el paisaje infunde melancolía tranquila. ¡Será de contemplarlo en los dias ardientes de julio, sentado en las orillas del Henares, á la sombra de un álamo!
Nada más parecido á esto, á juzgar por descripciones que aquellas estepas asiáticas donde el alma atormenatada de Leopardi pone al pastor errante que interroga á la luna.
Ví hace ya tiempo un cuadro, cuyo recuerdo me despiertan estos campos. Era en el cuadro un campo escueto, seco y caliente, un cielo profundo y claro. Inmensa muchedumbre de moros llenaba un largo espacio, todos de rodillas, con la espingarda en el suelo, hundidas las cabezas entre las manos y apoyadas estas en el suelo.
Al frente un caudillo, tostado, de pié, con los brazos tendidos al azul infinito y la vista perdida en él, parecía exclamar: "¡Sólo Dios es Dios!" Aquellos campos lo mismo podian ser los de Arabia que los de Castilla.
Vi otro cuadro en el cual se extendia muerto el inmenso páramo castellano á la luz muerta del crepúsculo; en primer término quebraba la imponente monotonia un cardo y en el fondo las siluetas de D. Quijote y su escudero Sancho.
En estos dos cuadros veo yo á Castilla, sus horizontes dilatados me recuerdan el ¡Sólo Dios es Dios! y los horizontes dilatados del espíritu de Don Quijote, horizontes cálidos, yermos, sin verdura.
El cielo es azul, todo lo demás terroso.
Un lugareño parece á las veces rey destronado. Si los franceses entendieran por español habitante de la meseta central de España, no les faltaria razon al atribuirnos una gravedad entre estóica y teatral. Este carácter es el complemento del suelo, suelo que ha producido estos cuerpos en los que el espíritu se moldea.
Es corriente entre las gentes tanto de aquí como de allí (allí es nuestro país) aborrecer este paisaje y admirar el nuestro, hallar esto horrible y aquello atractivo. Con afirmar que este paisaje tiene sus bellezas como el nuestro las suyas, basta para que le tengan á uno por raro, dudan muchos, de la salud de sentimiento estético de quien asegure que esto le gusta más que aquello; y si quien esto asegura es como V., mi buen amigo, un hijo de nuestro pais, el asombro es grande, juzgan muchos encontrarse con un caso patológico, con una disparatada aberracion del gusto.
¡Gustar más que de aquella verdura perenne, de estos campos descarnados, que como decia Adolfo de Aguirre secan el alma más jugosa! (El jugo muchas veces no pasa de humedad endémica.) Este gusto es para muchos inconcebible.
Yo concibo mejor ó peor todos los gustos y opiniones y hallo fundamento en todos, aun en los más disparatados; pero aunque no comprendiera la preferencia de V., aunque no participara algo y acaso algos de sus sentimientos, me bastaría que V., cuyo buen gusto es para mí indiscutible como hecho, me bastaría, digo, que V., siendo hijo de nuestras montañas, prefiriera esta sequedad severa á aquella frescura, para que buscara la razon de tal gusto.
¿Es esto más hermoso que nuestro país? ¿Tiene la preferencia de V. fundamento estético?
Y no sé si será insdiscrecion sacar á luz pública ideas vertidas en conversaciones privadas, al calor tibio de la intimidad. Creo que no, y de todos modos, esperando, si lo es, perdon de V., las publico.
Yo le hablaba á V. de nuestros montes y V. á mí de estos horizontes vastos que se pierden á la vista, de estos tonos de fuego que arranca el sol al ponerse á los campos quijotescos. Tambien hemos comparado esto á la campiña romana.
Recuerda V. á aquel pintor que atraído por la fama de los encantos de nuestro país fué á él con todos los chismes de pintar y sufrió un cruel desengaño al ver dibujarse por todas partes la misma silueta de montañas, de un verde agrio, monótono é ingrato. "Si Amboto ó el Pico de Aralar ó las Peñas deSan Fausto se levantaban erguidos como se levanta un buitre con su desnudo cuello sobre las eminencias del terreno, faltaban términos para componer el cuadro, y sobre todo luz, esa luz que le presta vida, relieve, animacion, encanto."
Es esto comparado con aquello, me decía V., como la música de Wagner es á la italiana; esta se pega pronto, pero tambien empacha pronto y se despega pronto. Nuestro país, añadia V., es más bonito, pero es menos grave, menos hermoso; aquellos nuestros paisajes parecen nacimientos de carton, con casitas blancas, con arbolitos redondos y verdes, con arroyos de cristal.
En Castilla el espíritu se desase del suelo y se levanta, se siente un más allá y el alma sube á otras alturas á contemplear sobre estos horizontes inacabables y secos una bóveda azul y trasparente, inmovil y serena.
Comprendo esta aficion. El sueño y la muerte tienen su poesía, á la que prefiero la poesía de la vigilia y la vida.
Comprendo en su carácter la aficion que á esto le ata. Comprendo que estos campos hayan producido almas enamoradas del ideal, secas y cálidas, desasidas del suelo ó ambiciosas, místicos como Santa Teresa y San Juan de la Cruz, espíritus inmensos como el de D. Quijote y el Segismundo calderoniano, conquistadores que van á sujetar las tierras que se extienden más allá de donde se pone el sol. Sólo Dios es Dios, la vida es sueño y que el sol no se ponga en mis dominios.
Almas sedientas de ideal ultraterreno, desasidas de esta vida triste, llenas de la sequedad de este suelo y del calor de este cielo, ansiosas de justicia pura como el sol, de gloria inacabable. Estos campos despegan del suelo y empapan en luz, hacen amar la calma y llevan fácilmente á las blanduras del quietismo.
Nada me extraña el desencanto del pintor. Acostumbrado á los tonos vivos, su ojo no descubria en la aparente monotonia de nuestros montes la infinita variedad de matices tibios, lo mismo que estos espíritus, aficionados á los dramas fuertes y los heróicos romances históricos, á sucesos de bulto, no ven la dulce y tierna poesía de la vida cotidiana, la profundidad de Juan Vulgar, la poesía amarga de la vida de almacen.
Yo soy menos grave, menos melancólico que V., y prefiero mis en añadas frescas, mis paisajes de nacimiento de carton, el cielo de nubes, los dias grises, todo lo que acompañadp de tamboril y chistu, despues de merendar bien y beber buen chacolí, da una alegría agría. Yo prefiero el placer de subir montes por gastar fuerza, para sudar la humedad endémica; yo prefiero ver bajar el sol, velado por el humo de las fábricas y acostarse tras los picos de Castrejana. ¿Que hay poco horizonte? Mejor. Así está todo más abrigado, más recogidito, más cerca.
En Alcalá la gente no se pasea apenas; no hay baile, ni tamboril, ni charanga los domingos, ni frecuentes romerias como Dios Manda. Las calles solitarias, caldeadas, las casas bajas y terrosas que no dan sombra, sin tiendas ni bullicio. Esto es bueno para recogerse y meditar; pero para dejarse vivir, ver gente, distraerse, gozar con sentir desfilar mil sensaciones vulgares, dejar volar el tiempo, nuestro país. ¿Dónde estan aquí las vueltas de romeria, oyendo sanses, á la caida de la tarde?
Mi corazon es, por fortuna ó por desgracia, de carne y prefiere á esta austera poesía el lirismo ramplon de nuestras montañas.
Estos campos inspiraron á Cervantes, aquí se comprende el espíritu más recóndito de esa epopeya tristísima que hacía llorar al humorista Heine, poema en que la realidad y la vida aparecen tan pequeñas, y la locura y la muerte tan grandes. Aquí concibo al gimnosofista absorto en la contemplacion de la punta de su nariz, ó lo que es lo mismo, al metafísico con su mente perdida en la enmarañada esencia del ser abstractícisimo. Pero aquí no vivo el hombre enamorado del santo suelo, que en la actividad busca remedio al reuma del espíritu, que aporta cada dia una pajita á su nido, que goza con la vida de mañana.
Este campo y este cielo me abruman y me parece que me arrancan de mí mismo; me entran ganas de exclamar con Michelet: ¡mi yo, que me devuelvan mi yo!
Nosotros hemos nacidos para la lucha, no para abismarnos en las profundidades recónditas de un sentimiento quintaesenciado.
El vascongado gusta del movimiento, la agitacion y el cambio, del baile y del juego de azar. Yo no comprendo la apatía de esta gente: ¿quién sabe si al fin de todo nos hallaremos con que estos dormitan en el vacío y nosotros sonabulizamos en él?
Esto es algo grande, severo, pero es algo que como las sublimidades de la ontología me deja retintín de palabras y un dejo á cosas impalpables y etéreas que sirven para consolar de la vida á los perezosos.
Yo nada encuentro como mis montes que me cobijan, mis valles que en una mirada se acarician, los caseríos blancos, los árboles hojosos y pensar en mañana viendo sobre el humo de las chimeneas el penacho de humo de las fábricas!
Aquí está el hombre que piensa en pasado mañana, que peregrina por la tierra recordando las glorias de sus abuelos y esperando el día en que de este suelo seco vuele á ese cielo tan puro; allí el que sin recordar glorias que no existen hace su nido y lo calienta para que al cerrar sus ojos á la luz continúen sus hijos sobre la tierra en que él reposa la obra inacabable.
Estos ya pasaron, nosotros aún no hemos llegado. ¡Cuando lleguemos...! ¡Cuando lleguemos al concierto universal!
¿Qué quiere Vd? Yo veo poesía en los aldeanos que meriendan y juegan al mús, en los obreros llenos de hollín al resplandor rojo de la vena líquida cuando sangran á un alto horno, en el ir y venir de los corredores, hasta en el indiano que, satisfecho de haber trabajado como un negro, se va al Arenal, se sienta á la sombra y está estando.
Vd., mi buen amigo, tiene ya trazada la carrera de su vida y puesto su fin; yo gusto mucho de la tierra, donde quisiera vivir mucho, y donde se encuentran las pajitas para el nido.
Aquí daría fin á estas notas deshilvanadas si no quedara el rabo por desollar y no creyera yo que el rabo y remate puede servir de cabeza para otro cuerpo.
Me refiero al arte. Aquí hay artistas, en las Provincias Vascongadas, no digo que no los haya, pero aún no han hallado su camino. Nuestro país es pobre en arte, no sirve negarlo. Descarte V. nuestra música, ¿y qué nos queda? ¿Dónde están nuestros poetas, dónde nuestros pintores? ¿Tiene esto la culpa el suelo, como usted parece suponer? ¿La tiene la raza? Por no alargar este segundo artículo, dejo esto para el tercero y último.
Vd. no ve en nuestro país mucho más que las chimeneas de las fábricas, las calderas de vapor, las líneas paralelas del ferro-carril, los tinglados de hierro y los depósitos de carbón de piedra. Aun esto tiene su poesía, una poesía más honda de lo que se cree.
Vd. gustaba en Avila del "sabroso néctar de los grandes recuerdos que tomaban ser y se volvían como tangibles en cada casa, en casa esquina, en cada uno de los objetos que le rodeaban."
Notaba V. en las Provincias Vascongadas "la carencia absoluta de sentimiento artístico, de gusto estético, de ese quid divinum en que moja su pluma el poeta del mediodía y que arranca con sus pinceles el pintor para dar forma á sus grandes concepciones".
Vd. observa que en nuestro país "ni el arte ni la naturaleza se atavian con los ropajes clásicos de la belleza."
Vd. se fija en que á los vascongados "el cielo les negó luz esplendente, ambiente perfumado por olorosas flores, calor de vida que exalta la mente y enciende los ánimos y enardece las pasiones, y por eso las bellas artes y las buenas letras no hallan entre ellos aventajados secuaces, ni decididos protectores".
Muy bien V. hasta aquí. Ahora, aunque no tan bien, entro yo.
Cierto es que en nuestro país apenas hay grandes recuerdos, pero ¿quién tiene la culpa de que poetas y pintores vayan á buscar una dudosa inspiracion que no hallan en una historia pobre de puro tranquila, y sobre todo, nada leyendaria? ¿Quién tiene la culpa de que canten ó pinten á Aitor, á Leocobide, á Jaun Zuria, á D. Lope ó á D. Pedro, ó á cualquier otro personaje, fabuloso ó histórico que no está encarnado ni en el recuerdo ni en el espíritu del pueblo? ¿Por qué no acuden á la guerra de los siete años? ¿Por qué no se dejan esos señores y acuden a Zumalacárregui, por ejemplo?
Yo no sé que se pueda afirmar que en el país vasco hay absoluta carencia de sentimiento artístico, esto es muy duro, no sé que pueda afirmarse eso, porque poetas y pintores que se inspiran de fuera no hayan hallado aún el guía, el vidente, el que les muestre su camino.
Espere V., espere á que llegue un certámen cualquiera, blanco, negro, rojo ó incoloro, y verá V. cómo surgen poetas y pintores en cuanto se diga: un objeto de arte á quien cante la batalla de tal en quintillas que no llegen á 20 y pasen de 27, y otro á quien pinte á D. Fulano de Tal en el momento de hacer tal cosa, un cuadro de metro de alto por metro y medio de largo. Nota. Tanto el poema como el cuadro han de estar en armonía (sin h) con nuestra salvadora doctrina y con las tradiciones venerandas de nuestros mayores (porque si no, no hay arte, ni cosa que lo valga.)
En nuestro país, dice V., "ni el arte ni la naturaleza se atavían con los ropajes clásicos de la belleza. ¿Qué es lo clásico? V., como yo, conoce en Bilbao muchos que llaman clásicos al tamboril y á la merlucita frita, y en cierto modo no les falta razon; no serán clásicos de Grecia ó Roma, pero lo son de Vizcaya.
Paso por lo que V. dice: la culpa es de poetas y pintores, que se empeñan en ataviar al arte con ese ropaje clásicop, como si no hubiera otro.
El cielo nos negó luz esplendente, es verdad; esa luz que dibuja, como Ribera, sombras fuertes en claros vivos; pero la luz suave en nuestro cielo es más rica en matices, en tintas, dibuja mejor los contornos, lo mismo que hay á la luz del mediodía. No tiene la culpa nuestra luz ¡pobrecilla! de que pintores educados en Madrid ó en Roma se empeñen en dar á nuestros paisajes luz de Castilla ó de la campiña romana, como no tienen la culpa nuestras aldeanas de que en algunos cuadros parezcan italianas disfrazadas. V. ha visto como yo ese horror que llaman cabezas de estudio, esas cabezas en que se sacia el furor de sombrear por sombrear.
Si pintan vascongados no harán lo que hizo Hunt con los judíos, no estudiarán el tipo, sino que cogerán uno, el que más se acerque al canon clásico de belleza, el que más les agrade, y ¡allá va! Pero al demonio se le ocurre poner como modelo á Hunt, á un pintor inglés, concienzudo ¡horror! que estudia, que aviva y depura el sentimiento con las ideas sin esperar al salvador ataque de nervios.
No sabe V. bien cuánto celebro que me proporcione V. ocasion de decir ciertas cosas.
¿Por qué se salieron nuestros poetasa de la sencillez ruda de Iparraguirre, de las donosas bromas del pueblo, y se fueron á un romanticismo que riñe con nuestro espíritu? ¿Por qué gastaron su ingenio en leyendas vascongadas, en leyendas vasco-cántabras, en fábulas de los vascos en el siglo VIII? La culpa tiene quien inventó Aitor (que fué Chaho, lo inventó), y quien nos plagó de esas patrañas infladas y que tanto disuenan en una tierra bendita, sin monumentos, sin archivos, sin historia vieja.
En vez de buscar la poesía, como la buscó Trueba, en el pueblo que les rodea, se fueron por más fácil á una historia que ni existe ni es popular. Nuestras glorias están más en el futuro que en el pasado. Aún no hemos despertado del todo á la vida del arte, á la vida del espíritu. Acaso venga la explosion, como sucedió en los Países Bajos, de la plenitud de florecimiento material.
El diletantismo de buen tono de los jóvenes bien educados nos pierde. Pasear por las alturas de Arebanda, echar un taco en un chacolí, es ordinario. Unos á otros se prestan en el Arenal la última novela de Pereda, la comentan, gustan de la montaña de Santander, alindada por un artista, y no ven ni sienten sino por fuera la suya. Leen á Selgas y van á las Arenas. Las Arenas ¡horror! más vale no hablar de las Arenas.
Falta en nuestro país el calor que viene de fuera, pero tenemos el calo que viene de dentro, del estómago repleto. ¡Uf! diraá V., ¡qué poco poético es esto! Va en gustos. Una buena mesa, el calor de la sangre que luego se convierte en agilidad y alegría, la poesía de la vida, la satisfaccion de vivir.
¡Oh Rabelais, Rabelais! No se escandalice nadie, lo digo en el sentido más puro, más holandés, de la poesía de la carne. De ella brota nuestra actividad, nuestro hábito de trabajo. Hay un ideal puesto fuera de la vida, hay otro puesto en ella; unos buscan una felicidad infinita fuera del mundo; nosotros, sin renunciar á esta, buscamos en el mundo la felicidad recogiendo sus granitos esparcidos entre penas y sin renunciar á otra más perdurable. ¡Mi país, mi país verde, húmedo, graso, pletórico de sangre, linfático! Me parece estar viendo los cuadritos de Teniers.
Cuando veo los cuadritos de la esencia holandesa me acuerdo de mi tierra. Aquellos interiores, con olor á humo y vaho, de cerveza, en que unos hombres coloradores, grasos satisfechos, beben á jarra recuerdan nuestros chacolíes, nuestras sidrerías. Y ¿hay nada más parecido á nuestras romerías que las de Teniers? Romería vascongadas hay en cuadro que parece una del maestro holandés.
El mus en las tabernas, las ferias de ganado, las partidas de bolos, las romerías, las verdaderas romerías con sus culadas, sus zirris, con su vuelta, con los brincos y saltos á la caida de la tarde, el cielo rojo, las mejillas rojas, las boinas rojas, todo rojo, rojo como la sangre y como el vino, y el fondo verde, verde agrio.
Nosotros tenemos el calor de dentro, no el de fuera. A los jóvenes artistas llenos de luz del Mediodía ó de neurosis del Norte, establecidos allí, que dibujan bien y pintan bien, prefiero aunque dibuje peor y pinte peor, algún pintor viejo que sienta nuestro país. Yo sé de más de un cuadro, sobre todo uno, de cuya factura nada diré, pero cuyo tono, cuyo espíritu es el nuestro: son dos aldeanos en una taberna.
El buen instinto de Trueba no lo engañaba. El arte no es sólo la factura: eso es más bien oficio; el arte es la intuicion del medio en que se vive, saber qué se pinta, dónde se pinta y para qué y quiénes se pinta. Las vírgenes larguiruchas, de color de lirio, pintadas con los colores del alba, de Fray Angélico, los sublimes mamarrachos del Ghirladaio ó del Gietto son más verdaderos, más reales en su idealidad que en la verdad mentirosa de las vírgenes de Morelli.
Dicen que hay en el país vasco pintores jóvenes de grandes esperanzas. Si acertaran con el género, aún se podría esperar algo. Fuera van á prepararse; el verdadero estudio debe empezar en su país; fuera han aprendido el oficio, el arte lo aprenderán dentro; la ciencia no tiene patria, pero el arte sí.
Yo prefiero un maestro mediano á un discípulo aventajadísimo. Los jóvenes trasen la cabeza llena de las lecciones de los maestros de fuera, de los que les enseñaron á hacer; no han hallado aún el maestro de dentro, el que les enseñe 'lo que hay que hacer.
En Castilla, aquí, son aficionados á dramones; nosotros á la jocosa comedia, al buen humo de sobremesa. En Castilla pintan historia, con mucha sangre, ceños fruncidos, sombras fuertes, claros vivos. ¿Por qué nuestros pintores no pintan la poesía de la vida al día, la dulzura algo triste del vegetar azaroso, la agitacion del trabajo, el hogar lleno de humo donde chillan las castañas?
Fuera de algunos artistas, el arte vascongado no ha brotado aún. ¿Brotará?
En la clase culta de ahí se ha estancado la savia del jobo, esa savia que es la única que hará brotar al arte, es una clase que apénas tiene nada de típico. El arte vendrá cuando bajo la costra de cultura bulla y estalle la sangre de nuestros tatarabuelos; hay que ver la vida y la naturaleza en jobo, como ellos la ven en sus filosofías de sobremerienda, como ve el paisaje el pobre casero cuando, descansando junto á la laya, se limpia el sudor con el pañuelo de yerbas.
La rudeza tosca de Iparraguirre, la ligera gracia de Vilinch, el donaire del platero de Durando gustarán siempre más que esas soporíferas leyendas, muy buenas sin duda, muy bien hechas, pero que no cuadran á nuestro carácter.
Hay que dejar de lado á Aitor, á Lelo, á Leocobide, á Jaun Zuria, á las maitagarris, á los arroyuelos mansos, á la sátira culta de conceptuosidades y de juegos de vocablos, y hay que buscar la poesía del sudor, la del humo de las fábricas, la del vaho de las tabernas y chacolíes, la vida del caracol de las siete calles, el drama oscuro que provocó la quiebra de Osuna, la emigracion á America, las aventuras del minero, la rudeza de la guerra civil, la epopeya de Zumalacárregui, de Cabrera y de Espartero, la poesía del fanatismo político y la de las grotescas conversaciones de sobremesa.
Miguel de Unamuno.
mes de Noviembre de 1889.