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En el Mar Austral/VI

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VI.

Espumarajos

Pusimos la proa hácia la bahia que forma el Puerto Hope y como en ese momento pasara ante ella, como cerrandonos el paso, una pareja de delfines, los cuales, mientras saltaban sobre la óla que alzaba la quilla, lanzaban su chillido peculiar, dijo La Avtarda que acababa de tomar el timón:

— Estas no son toninas, muchacho.... fíjate bien: son delfines. La tonina es casi redonda, tiene el cuerpo rayado de blanco y negro y nunca se cruza por la proa, sinó que convoya los barcos. Estos, como vés, son largiruchos, negruzcos y no silban sinó que más bien chistan. Los indios alacaluf cuentan que el delfin — que es un hijo de la luna á quien ésta dejó abandonado en una caleta, cuando emprendió su gran viaje en busca del sól, del cuál estaba enamorada — espera que ella vuelva á reunírsele cualquier día y por eso sale á recibir las embarcacionss. Cuando se vé defraudado en sus esperanzas, se enoja y comienza á cruzar por la proa, chillando de rábia al verse impotente para detener la marcha de quién le ha engañaado.

— ¡Pero hómbre!... ¿Esos indios alacaluf tienen una historia para cada animal del mar, á lo que parece?

— ¡Ya lo creo! — dijo Smith.— Se ocupan en hacer esas poesias. mientras esperan en sus canoas,— ocultas por ahí, en cualquier arruga de la costa — que pase algún cútter que puedan asaltar.

— ¿Son ladrones, entonces?

— Son de lo más bandido que uno se puede imaginar,repuso la Avutarda.— Se pasan días y noches en las caletas casi inaccesibles, — manteniéndose de mejillones ó de otros mariscos y de los tallos secos del cachiyuyo, al que le llaman kelp comp los tehuelches — tratando de cazar algún lobo ó alguna nútria para en seguida, con pretexto de cambalachar el cuero, acercarse á los barcos ó á las poblaciones y ver de alzarse con algo. No son flojos como los yaghanes, que viven sobre el Canál del Beagle, sinó arrojados y valientes. Se largan al mar en sus canoas puntiagudas y emprenden lucha con las ballenas ó con los balleneros si a mano viene. Clavan al cetáceo cinco ó seis arpones de hueso, con dientes afilados y sujetos con cuerdas de junco torcido y luego que comienza á desangrar, le siguen en la canoa, arrastrados vertiginosamente. Nunca se ha oído decir que vuelquen, pués en cuanto se vén mal, largan la cuerda y continúan á remo hasta que la ballena debilitada se vara ó. muere. Entonces la remolcan y se arma el festin, acudiendo á él los indios de muchas leguas á la redonda. Esto si que es bárbaro y repugnante. El hombre civilizado que llega á presenciar por casualidad una de estas escenas y á ahogarse un poco con el humo nauseabundo de las hogueras en que medio asan la carne, conserva asco para mucho tiempo. Yo no he visto cosa iguál. Hombres, mujeres, viejos y niños, se embadurnan de grasa, — que luego se descompone rodeándolos de una atmósfera infecta que se huele á una milla, — comen de una manera brutal y se duermen allí no más, sobre el cuerpo de la ballena, al lado de los buracos que le abren con sus cuchillos de hueso, pués, para no perder tiempo, hacen el fuego sobre el mismo cadñaver muchas veces.

— Y son súcios, ¿eh?... — exclamó Calamar.... — ¡Qué cosa bárbara!

— ¿Súcios?... ¡Inmundos!... Como no se lavan jamás, se les forma sobre el pellejo, que es como cuero de vaca, una costra impermeable que los resguarda del frío. Las indias son más limpias. Siendo ellas las que se ocupan de la canoa y las que corren con el trabajo de fondearla, de echarla á tierra ó de ,botarla, continuamente andan en el agua y se hacen muy nadadoras. Los indios, por el contrario, casi no saben nadar y por eso lás canoas atracan á la costa para los desembarques y cuando no las pueden echar á tierra ó temen las rompientes, las mujeres tienen que llevarlas léjos de la orilla, fondearlas con unas piedras enormes que les sirven de ánclas enredándose en los cachiyuyos sinó dán fondo y luego ganar la costa á nado. Si estos indios fueran muchos, no se podría andar aquí en los canales chilenos sin estar alerta: como son bravos, pasaría con ellos en el agua lo que con los Onas en tierra, allá en el lado del Atlántico.... y son enamorados como diablos...

— Calamar, ¿te acuerdas de aquel alacaluf que en el primer viaje que hicimos juntos á estos parajes se llevó el capitán de la «Sán Sebastián», el portuguéz aquél, tu paisano, que después de haber pirateado en la Oceanía y robado negros en la costa de Guinea, se fué á Jerusalén ó que sé yo, á hacerse fraile?

— ¡Ah!... ¡sí!... el negrero Jacobo. Es verdad: él se llevó un alacaluf de éstos. Se llamaba Chiloáia y llegó á ser el mejor gaviero de abordo: una véz que me fui al mar, una noche de tormenta, de aquellas que se arman altA en California, si no hubiera sido por él tal-véz no estaba ahora por entrar á Hope.

— ¡Bueno!... Ese Chiloála se quedó enamorado en Waïhou, un islote chiquito que hay allá en el Pacifico y que es la primera tierra que se encuentra cuando uno sale de Juan Fernandez para Nueva Zelandia. Recalamos á refrescar víveres y el indio se enamoró de una muchacha papu, una de esas negras medio amarillosas de las islas; se quiso quedar y Jacobo no lo dejó... Pués, amigo, á la noche se largó al mar y se fué á juntar con la novia. Y estábamos como á seis millas, ¿eh?... no era juguete.

— ¡Ah! ¡Ah! .... ¿Con qué Vds. han andado en Waihou? — dijo Oscar con su pachorra habituál. Yo también estuve, hace como ocho años. Fuimos con un brick á comprar carey y aceite de coco. En ninguna parte he visto más tortugas ni de mayor tamaño que allí..... ¡Qué barbaridad!... El único puerto bueno de la isla — que parece un ocho acostado sobre el mar — es una ensenada arenosa, que tiene en el fondo y como á trés millas de la costa, unos cerros llenos de palmas. Yo he visto salir las tortugas á poner y, francamente, he tenido miedo: la playa entera estaba cubierta y se movía como si hubiera agua. Los negros de la isla, que son, como todos los de la Polinesia, altos, barrigones y con unas getas como de ballena, esperaban que las tortugas dejaran los huevos y cuando se volvían al mar las atropellaban, cortándoles el camino, hombres y mujeres: ellas daban vuelta las piezas mejores — las más grandes y de cáscara más transparente, — y ellos las iban degollando. Las tortugas, según dijeron, hacen estas salidas una véz por año y hay que aprovechar. Los huevos los sacan por millares para comerlos: creo que los negros engordan en esa época no más, pués en el resto del año no debe haber mucha comida en la isla.

— ¡Oh! ¡oh!.... — dijo Smith, — es rica: hay cabras y ovejas en abundancia y se hacen unos quesos que parecen de Holanda.... Allí estoy casado con mi octava señora; quizás la conozcan Vds., es la quinta hija de un tío de Palapu, que es el rey, el negrito más pedigüeño que he conocido en mi vida. Yo estuve trés. meses y mi mujer — que talvéz ahora se la habrán vendido á otro — me costó una damajuana de róm, dos libras de pólvora y un paraguas punzó, que ni sé cómo había venido á mis manos. Es un país raro esa isla: cuando los hombres ó las mujeres se hacen viejos, los matan sin compasión. Una mañana. estaba sentado con mi mujer á la puerta de nuestra choza, cuando derrepente ví pasar unos quince negros que iban tocando un tamboril y se dirigían á la playa, siguiendo á una pareja de viejos que dé distancia en distancia bailaba y cantaba. Como éra la hora de la marea baja, fueron hasta muy léjos sobre la playa. Al anochecer les vi volver con la misma ceremonia, pero la pareja de viejos no venía. Pregunté por ella.

— La hemos dejado, me dijeron. Nosotros —sus hijos— determinamos hacer la fiesta que corresponde á los ancianos que no pueden trabajar. Allá se quedaron los pobres viejos, bien cerca uno de otro.

— ¿En dónde? — exclamé horrorizado— ¿en el mar?

Y entónces supe que en la isla es de ley que los viejos mueran cuando ya no pueden provéer por si mismos á su subsistencia. Llegada esta época, los hijos les invitan á un paseo á la playa y lo realizan á la hora de la bajamar. Ván hasta la orilla del agua, cantando y bailando, como yo ví, cavan dós hoyos en la arena ó uno, según el caso y colocan al ser ó los seres que van á desaparecer, enterrando los cuerpos hasta el cuello. Luego les acompañan basta que empieza la pleamar y cuando ya las ólas barren la playa se retiran poco á poco cantando y recordando las buenas obras de aquellos que amaron.

— ¡Pués amigo Smith, — dije yo,— bien hizo Vd. seguramente en no esperar la vejéz: en playa tán inhospitalaria para los años!

— Mire quién, para caer en esas,-repuso el portuguéz.

Y como habíamos llegado á Puerto Hope y el viento huracanado comenzara á soplar en el canál levantando un oleaje que nosotros felizmente veíamos de lejos, echamos el áncla, dispuestos á esperar horas mejores en aquel refugio seguro, que Smith habia saludado con tanto calor al apercibirlo en lontananza.

Dos albatros gigantescos pasaron en ese instante por sobre nuestras cabezas con rumbo al Súr y La Avutarda, que me los mostró en momentos en que describían una gran curva sobre las ólas encrespadas que venían á morir á la entrada del canál, me dijo:

— ¡Ahí tienes, los chasques del viento!... ¡Ván avisando á los marinos que el contramaestre de cuarto debe echar su vistazo al velámen, si conoce su deber!... ¡Para el hombre de mar, el albatros es pájaro sagrado y no permitirá nunca que delante suyo se le haga un tiro ó se le ofenda de hecho!... ¡Fijate qué lindos son y cómo siguen el compas de las ólas, balanceándose!